Ensayo

Sobre neuronas, seres humanos y religiones


El científico es un pequeño dios

¿Por qué seguimos preguntándonos por la existencia de Dios? ¿Por qué lo sagrado persiste en la vida de los seres humanos? Para el biólogo y divulgador científico Diego Golombek –que esta semana se presenta en el Festival Puerto de Ideas de Antofagasta– hay que buscar respuestas en la neurociencia. Una búsqueda de Dios en los rincones del cerebro humano.

Es hora de volver a buscar a Dios. Pero esta vez el camino es distinto: quizá se trate de mirar hacia adentro y de buscarlo (¿Buscarlo? ¿buscarla?) del lado de adentro, en algún lado detrás de la frente y entre nuestras orejas. Quizá Dios y las religiones que lo suelen acompañar sean más terreno de la ciencia que de la filosofía.

A lo largo de su historia, la ciencia se metió con la religión y con Dios tantas veces como la religión lo hizo con la ciencia. Se trata de una relación cambiante, nunca sencilla: tu casa o la mía, cama afuera, convivencia pacífica, la guerra de los Roses. Y si bien hay quienes pregonan la coexistencia, las bases de una y otra –la ciencia y la religión– son disonantes, irreconciliables, el agua y el aceite, tan alejadas entre sí como pueden estarlo la fe y la razón. Pero cuidado: como en toda relación, se trata de preposiciones: ¿será una ciencia versus la religión? ¿O de la religión? ¿O, quizá, hacia la religión y sus dioses? El “versus” está de moda, sí, pero hay algo que no cierra: la ciencia y la religión en general no se tocan, por lo tanto, no podrían enfrentarse en un cuadrilátero. 

Una pregunta interesante es por qué la religión y las creencias se resisten a desaparecer en pleno siglo XXI, un siglo dominado por la tecnología de celulares que hablan solos y aspiradoras inteligentes. Sí, ¿por qué el número de personas que creen en “algo más allá” se mantiene tan alto, rondando el 80% de la población? ¿No es esa una pregunta fascinante? ¿Por qué no referirse entonces a una ciencia de la religión en lugar del consabido “versus”? En realidad, para ser más específicos, hablamos de una neurociencia de la religión, bajo la premisa de que Dios tiene mucho que ver con el funcionamiento de nuestro cerebro.

También vale pensar que, en términos evolutivos, la religión y la fe deben tener algún significado adaptativo, para haber llegado tan lejos en el tiempo y el espacio. He aquí la hipótesis: como humanos, debemos ser naturalmente propensos a creer en lo sobrenatural (después de todo, aquél que salió corriendo frente a un temporal vivió para contarlo, y aquél que quedó rezando… fue aplastado por las ramas, los rayos o los mamuts) y, de alguna manera, la religión organiza esa propensión en forma de rituales sociales que llamamos religión. 

Es cierto: a veces los rituales o los misticismos no soportan el mínimo escrutinio; como diría Robert Pirsig, “cuando una persona sufre una alucinación, se habla de locura. Cuando muchas personas sufren una alucinación, se lo llama religión”. Y esas alucinaciones nos han acompañado desde el comienzo de los tiempos: allí están las visiones de Juana de Arco, de San Pablo, del indio Juan Diego, de Hildegarde de Bingen. Un neurólogo allí, por favor: se ha demostrado que muchas veces las visiones (místicas o no) son el resultado de un funcionamiento anómalo de ciertas áreas del cerebro. Sí: en muchas ocasiones los ángeles, puertas del cielo o zarzas que hablan son una expresión de algún tipo de epilepsia (y no olvidemos que la palabra epilepsia proviene del griego: “sorpresa”). Si bien polémicos, tenemos experimentos que afirman que la estimulación de determinadas áreas nerviosas generan un sentimiento de espiritualidad, cuando no directamente una visión o audición divinas. También pasan cosas raras cuando sincronizamos nuestro comportamiento: el rezo continuo, o ciertos bailes (como los de los derviches o los judíos ortodoxos) generan un estado de conciencia alterado, que nos sorprende hasta el punto de escuchar un corazón delator más allá de las paredes o las nubes.

Quizá Dios y las religiones que lo suelen acompañar sean más terreno de la ciencia que de la filosofía.

Hablar de las neuronas de Dios puede sonar alocado, pero hasta podemos pensar en que hay una base genética y hasta hereditaria de la creencia en lo sobrenatural, más allá de sus obvias bases culturales. Después de todo, ¿qué mejor pensar en que hay vida más allá de la muerte (esa tremenda inquietud que también nos hace humanos), o que alguien (¿Alguien? ¿alguiena?) juzga nuestros buenos actos y nos espera junto a once mil vírgenes en el cielo? ¿Y que aquellos que porten tamaña certeza tendrán menos ansiedades, mayor cohesión y, de alguna manera, cierta propensión a dejar descendencia? Lo cierto es que, aún hoy, de alguna manera funciona. Así, la religiosidad y la “espiritualidad” (siempre tan difícil de definir) pueden asociarse con mejores resultados en los tratamientos clínicos de las personas creyentes. Es más: los dioses siempre han sido los mejores Grandes Hermanos. Si están allí mirando todo, todísimo, mejor dejarse llevar por el buen camino. Y vaya que funcionan las amenazas, como advierte Gabriela Mistral: “Dios no quiere que tú tengas sol si conmigo no marchas; Dios no quiere que tú bebas si yo no tiemblo en tu agua”. Están avisados.

Por si fueran poco las neuronas y los genes de Dios, tenemos los atajos: las drogas de Dios. ¿Por qué ciertos fármacos nos llevan irremediablemente a tener pensamientos religiosos y alucinaciones místicas? ¿Qué antigua fórmula mágica despiertan en nuestro cerebro? ¿Entonces Dios también se anuncia de forma química? Sin duda que sí, y allí está la farmacología para demostrarlo. Según una investigación reciente, el análisis de imágenes cerebrales revela que rezar es más o menos equivalente a estar hablando con alguien: se encienden las mismas áreas cerebrales que, por supuesto, también podemos engatusar con drogas. De nuevo, en la modalidad de los dos bandos, todos quedan contentos: los ateos encontrarán en el resultado de esas investigaciones la prueba de que Dios es una ilusión, mientras que los devotos opinarán que efectivamente orar es una forma de conversar con lo divino. Los artistas también lo saben; Dios está en nuestro cerebro y lo recreamos con cada rezo, con cada rito, que, de paso, nos acerca no sólo a nuestros pensamientos, sino a nuestra comunidad. Así lo sienten Pablo Neruda (“Si Dios está en mi verso Dios soy yo”) o Henri Matisse (“Creo en Dios cuando pinto. Soy Dios cuando pinto”). 

Finalmente, ¿la ciencia se mete con todo… aún con Dios? Somos, como especie, resolvedores de misterios. Llevamos en la cabeza una máquina de predicción que se enfrenta permanentemente a la incertidumbre. Pero hay una duda, una intriga que parece querer mantenerse a salvo de cualquier experimento o hipótesis: el más allá, el concepto de Dios, lo sagrado. ¿Tiene que ser así? Entender algo, robarle secretos a la naturaleza, no le quita magia o belleza; por el contrario, es profundamente mágico y bello. Partimos de la base de que todo tiene una explicación, aunque nos cueste encontrarla, aunque los instrumentos para entender el universo aún nos queden cortos. Es cierto que es una tarea difícil: mientras la fe y la religión ofrecen certezas, al decir de Isaac Asimov, “¿qué ofrecemos nosotros a cambio? ¡Incertidumbre! ¡Inseguridad!”. Es una lucha bastante desigual. Ojo: es cierto que existen muchos científicos que se consideran creyentes y religiosos, y manifiestan que no les representa ningún conflicto con su trabajo de búsqueda de la verdad. Sospecho que en la superficie no hay problemas, pero si avanzamos hacia las profundidades de su pensamiento, en algún momento deben chocar los planetas de la fe y de la necesidad de evidencias para sostener los argumentos.

Habrá quien se quede esperando la respuesta a La Pregunta: si existe Dios, si es barbudo, si está en el cielo con diamantes. No la busquen aquí, ya que no es, de ninguna manera, una pregunta científica. Sin embargo , nunca está de más recordar al maestro Brecht: 

Alguien preguntó: “¿Existe Dios?”. 

Y alguien le contestó: “Si lo necesitas, existe”.

Y vive en nuestro cerebro.