Crónica

Las palabras del puerto


De paseo por Valpo con Darío, Mistral y Bolaño

¿Cuántas historias, recuerdos y reflexiones pueden surgir en un solo día de paseo por las calles de Valparaíso? La escritora Arelis Uribe se encuentra con sus antecesores en esa ciudad, donde ahora vive. También, inevitablemente, se topa con su niñez y juventud, con la desigualdad y las revueltas sociales.

Fotos: Adriana Thomasa / Migrar Photo

Amanece, gaviotas cantan en el cielo. En el Rodoviario, cerca del Mercado Cardonal, vendedores ambulantes ofrecen sopaipillas a trescientos pesos o arepitas a dos mil. En un improvisado almacén en la vereda, una mujer que habla creole vende productos de limpieza, a su lado una bebé caoba descansa en un coche. Gente de todas las edades estira pañitos de tela para ofrecer libros, ropa y cachivaches afuera del Congreso. El mercadito contrasta con el gigantesco edificio legislativo: afuera, el pueblo salva el día; adentro, los legisladores se permiten sueldazos. Imagino que acá mismo arribó Rubén Darío en 1886, cuando se mudó a Valparaíso. Aunque, pensándolo mejor, quizá llegó en barco a un puerto hirviente de embarcaciones. Lo cierto es que llegó, flaco, melenudo, vestido haraposamente, con su divina tesora juventud, a escribir crónicas para el diario y publicar Azul y tomar vino con los poets vivos de la época. Dijo de él un coterráneo nicaragüense: "No conozco al joven Darío. He oído decir que es poeta, y como para mí poeta es sinónimo de vago, declaro que lo es". La descripción me resuena con la firma de Roberto Bolaño en su tarjeta de presentación: "Poeta y vago". Escuché que hay una estatua de Rubén Darío en algún rincón de Valpo que en este instante no recuerdo aunque sí doy fe absoluta de que otro monumento lleva su nombre en Santiago de Chile, en el Parque Forestal, junto a una pileta y un librillo forjado con sus versos: Por eso ser sincero es ser potente / De desnuda que está brilla la estrella. Tantos cañitos fumados ahí, en tu nombre, Darío.

Camino por Pedro Montt, señoras ofrecen ensaladas embolsadas, picaditas y listas para aliñar, tal como mi abuela en su almacén de barrio. Doblo por Colón hasta el Liceo Eduardo de la Barra, bautizado así en honor a un poeta que fue amigo de Darío. Tomo avenida Francia hasta Baquedano y ahí agarro un camino sinuoso y empinado que me llevará hasta mi tiny-house en el cerro, mi cabañita de paredes de adobe y piso entablado. Esta calle es Dieciocho (así, con palabras, no confundir con Calle 18, en Playa Ancha) y cae como cascada de la montaña, por aquí los vehículos tienen permitido solo el descenso, aunque un osado vecino asciende en su moto algunas madrugadas. La vereda es una escalera angosta de peldaños altos, a veces un poste ocupa el descanso y necesariamente hay que continuar por la calzada. Me siento a recuperar el aire, mientras las sábanas y camisas bailan al viento secándose por las ventanas. En el horizonte de tierra del pie del cerro se asoma mi casa, que también lleva una sonrisa de ropa colgada.

Llego a mi cuevita, tomo la guitarra, salgo y continúo el ascenso por la delgada Escala Pedro Acosta. Me robo dos esquejes de una casa vecina y trepo veloz esta colina devenida en barrio. Llego a avenida Alemania, que en mis recientes meses viviendo en el puerto me ha dado la impresión de ser frontera: vivir antes o después de avenida Alemania, arriba o abajo de ésta, como quien dice República Federal Alemana versus República Democrática Alemana. Mi intuición dice que avenida Alemania es el invisible muro de Berlín que divide en términos de clase el alma porteña. Avanzo por esta cicatriz que encintura varios cerros, a la distancia el mar inmenso, los barcos, el cielo. Llego al cerro Florida, donde está La Sebastiana, casa de Pablo Neruda a la que nunca he entrado. Solo visité la de Isla Negra, con sus mascarones de proa y sus botellas de colores y su espantoso mal de Diógenes. No he entrado a todas las casas de Neruda así como no he leído todos sus libros. Aprendí de memoria en la escuela el romántico Puedo escribir los versos más tristes esta noche y el odioso Me gustas cuando callas porque estás como ausente. He escuchado Los Jaivas, Sube a nacer conmigo hermano, todo eso. Después, el debate sobre el abuso sexual y aquello de que hay que separar obra de autor. Yo no separo nada. Leí Confieso que he vivido solo para analizar el episodio en cuestión. Es un libro de no ficción que describe una escena de violación. No más preguntas, su Señoría. Si hay más libros que vida y si jamás podré leer todos los libros del mundo, de rebelde y beligerante no leo a Neruda, su obra y sus pomposas casas no me atraen demasiado. 

Doblo por una callecita y me encuentro una escuela que lleva el nombre del mentado poeta. En el frontis un mosaico de colores recuerda que aquí Rodrigo Rojas de Negri estudió su educación primaria. Él, joven fotógrafo que fue secuestrado, torturado y quemado vivo una tarde de julio de 1986 por los soldados esbirros de Pinochet. Sigues aquí, Rodrigo, en este mosaico y en nuestra memoria, porque lo que se recuerda siempre sigue vivo. Con los dedos deposito un beso en el rostro de Rodrigo y continúo hasta la Plaza Mena o Plaza de los Poetas, en este cuadrilátero de césped y flores eternamente toman sol Vicente Huidobro y nuestros dos Premios Nobel de Literatura, Neftalí Reyes y la patrona Lucila Godoy, Mistral Gabriela. Me siento junto a ella, desenfundo la guitarra y toco una de Violeta. Cómo se han ido volando ingraaatooos. Abrazo a Mistral y nos tomamos una selfie. A ella le encantaba Darío, de hecho ambos se parecían bastante, también a Violeta. Entre otras pellejerías, Parra vivió en París en un cuarto sin ventanas. Sospecho que su suicidio no se debió al desamor romántico (como ella misma lo explicó en su carta de despedida dirigida a Nicanor), sino al rechazo económico, al desaire de un país que paga mal el arte, las letras. Gabriela lamentaba lo mismo: "Yo vivo con poco, me visto pobremente (...) Todo lo que tengo es una casita de obrero en un barrio obrero", escribió y me miro al espejo. Es un heroísmo desgarrador sobrevivir con poco, sin embargo, el único canon literario que me interesa es proleta. Miro la estatua de Gabriela, no tiene manos. Dicen que unos bandidos las robaron para revender el cobre. No es éste el único homenaje a la gran maestra. Un busto suyo encontré por avenida Alemania, en el mirador Ciudad de Camogli, su cuerpo oficialmente amarillo, su rostro pintarrajeado con bigotes a lo Dalí y una satánica cruz invertida. ¿Qué diría ella, que era tan cristiana? Quizá se reiría de la travesura. Su perfil acuñado en piedras redondas está en la Quinta Vergara y en la entrada de la Biblioteca Severin. En Arica también encontré una Mistral, cerca del morro y la casa de la cultura, ese edificio que hace siglos fuera diseñado por el mismísimo Eiffel como aduana peruana. Por allí, con un riguroso tomate en la nuca y una severa blusa abotonada al cuello, habita una anónima Gabriela: no hay señalética que indique su nombre, pero así como sus versos son inconfundibles, también lo es su silueta.

Me siento a recuperar el aire, mientras las sábanas y camisas bailan al viento secándose por las ventanas. En el horizonte de tierra del pie del cerro se asoma mi casa, que también lleva una sonrisa de ropa colgada.

Me aburro de la guitarra, el sol meridiano pica fuerte. Beso a Mistral en la mejilla y abandono la plazoleta. Devuelvo los pasos hasta mi casa, guardo la guitarra y agarro mi copia de Los Detectives Salvajes, edición impresa en el país que le otorgó a Roberto Bolaño el Premio Rómulo Gallegos, edición única, bolivariana y popular que compré a un dólar en Cuba. En su Discurso de Caracas, al recibir el galardón, Bolaño no solo se desentendió de su militancia de izquierda―decepcionado de sus "líderes cobardes"―sino que nombró al pasar su infancia, jugando en los "potreros miserables que rodeaban los campos de fútbol de Quilpué". Quilpué, un pueblito acá al lado al que se llega en tren. A zancadas bajo al plan y me monto en el metro dirección Limache. Alcanzo un asiento junto a la ventana, frente al mar. Poco a poco el paisaje se convierte en árida montaña de cactus, el rural Valparaíso. Me bajo en estación El Sol y camino por Independencia, colina arriba, paso un puente que cubre una limpia caída de agua y al fin, justo en la esquina con San Enrique, una sólida casa amarilla con tejado de arcilla señala: 

En esta casa vivió entre

los años 1959 y 1964

el destacado escritor chileno

ROBERTO BOLAÑO ÁVALOS

la comunidad de El Retiro se

enorgullece de recordarlo a 10 años

de su sensible fallecimiento

Quilpué, julio de 2013

Tomo fotos con mi cámara análoga y con mi celular. La casa es de un piso, con patio por todo el rededor y me recuerda algo a Ñuñoa y San Miguel. La reja no es alta, veo un hibisco en flor. Un perrito ladra eufórico, sospecha de esta visita. Por el ventanal, la cortina se corre. Diviso a un niño de cabello ondulado y orejas pronunciadas estudiándome desde adentro. Es Robertito, ¡no puede ser! Me friego los ojos, incrédula, y la figura ahora es una mujer canosa que me observa curiosa. Tomo mi ejemplar de Los Detectives Salvajes y la elevo sobre mi cabeza, para que comprenda por qué la visito. La cortina se cierra y en segundos la mujer abre la puerta. Se llama Gladys y el quiltro se llama Chorti. Dice que tenía 19 años cuando su papá le arrendó esta casa a los Bolaño. Dice que vio al niño-poeta (¿no era ésa una etiqueta para Darío?) solo un par de veces. Dice que no soy la primera peregrina que llega a su casa persiguiendo las huellas del escritor. Dice que su padre ya ha muerto y que Chorti es un lomito mezcla de salchicha con otra cepa que ahorita no recuerdo. Dice mucho esta señora Gladys e intuyo que su locuacidad nace de una soledad acompañada solo por Chorti.

Conversamos hasta que siento deseos de orinar. Descaradamente le pido el baño. Claro, dice Gladys e ingreso a la casa del prócer literato. Es más bella de lo esperado. Paso al baño (en el que también hizo pis Bolaño), tiro la cadena, me lavo las manos y pregunto cuál era el cuarto de Roberto. Me siento en la cama, beso las paredes, me robó un trozo de cal que escondo en mi bolsillo. Mentira. Tengo ganas de hacer pis y no pido el baño, en realidad me despido de Gladys y a saltos llego al mall de Quilpué, subo las escaleras mecánicas y allí, al fin, entro a un baño. Regreso al tren, me toca ventana de nuevo y en el trayecto pienso en las fotos de Bolaño cuando vino a Chile en 1998: usa camisas o camisetas sobrias y una sencilla chaqueta negra. En aquella visita, se peleó con toda la escena literaria local excepto con el gran Pedro Lemebel. Hay imágenes que atestiguan este bromance entre el hijo de un hombre que amasaba pan y otro que conducía camiones.

Con los dedos deposito un beso en el rostro de Rodrigo y continúo hasta la Plaza Mena o Plaza de los Poetas, en este cuadrilátero de césped y flores eternamente toman sol Vicente Huidobro y nuestros dos Premios Nobel de Literatura, Neftalí Reyes y la patrona Lucila Godoy, Mistral Gabriela. Me siento junto a ella, desenfundo la guitarra y toco una de Violeta. Cómo se han ido volando ingraaatooos. Abrazo a Mistral y nos tomamos una selfie.

Me bajo en estación Francia, el cielo ya arrebolado. Deambulo por el plan, que la gente poco entendida llama "el plano". Claro que esta zona es la parte plana de la ciudad pero usted no lo diga. Entonces recuerdo que Manuel Rojas―que también habituó y habitó este puerto―escribió en Hijo de Ladrón "el plano". ¿Por qué, Manuel, por qué? Dicha edición de Hijo de Ladrón me la robé de mi propia casa, era de mi madre. Es un ejemplar Zig-Zag de tapa café con una letra minúscula. Las hojas se han amarillentado hasta lucir como papiros, igual de frágil y fragantes. No hace mucho, mientras lo leía por tercera o cuarta vez, corté brotes de lavanda y los almacené entre las páginas. Ahora este libro, cuando entierro mi nariz entre sus fojas, no solo huele a mi madre y a papel viejo, también a flores. Anochece. Me enrumbo cerro arriba hacia mi casa. En el camino imagino a Aniceto Hevia comiéndose un palito de pescado frito parado en una esquina mientras una revolución sucede en su barrio. En ese pasaje de Hijo de Ladrón ocurre una revuelta que huele a 18 de octubre de 2019: el pueblo desobediente de bronca, de hambre, de frío, voltea colectivamente un tranvía, un carrito de transporte público hoy homologable al trolebus. Ahí está Aniceto Hevia, 17 años, huérfano de madre, abandonado por su padre ladrón, separado de sus hermanos, olvidado por el destino. Ahí está, de pie en una esquina revoltosa comiendo un trozo de pescado añejo, cuando aparece la policía, los carabineros (a saber: carabina es sinónimo de pistola, Carabineros de Chile bien podría llamarse Pistoleros de Chile). El piquete de soldados verdes agarra a quien sea con tal de calmar el desorden e inculpar a algún desafortunado civil. Así se llevan a Aniceto y así, igual que su padre, su día termina (o empieza) en la cárcel. Aunque zafa, porque los héroes en los libros y en las películas siempre zafan y un par de capítulos más adelante (perdón el spoiler) regresa a la calle, a salvar el día, recogiendo trozos de metal botados por alguna ola de la bahía y alimentarse de lo que esa basurita le genere. Sigo por avenida Francia, doblo por Baquedano, en calle Dieciocho me fijo en una hilera de casuchas, un cité en altura que me recuerda a las piezas de conventillo en las que Aniceto Hevia dormía y en las que el niño Lemebel vivía antes de migrar a una toma en el Zajón de la Aguada. Llego a mi escalera, me cruzo con dos gatos y una mariposa. Entro a mi casa, por la ventana las luces ámbar titilan infinitas sobre la mar.