Ensayo

Besos, amor, ADN y microbiomas


¿Cómo se aman dos ecosistemas?

La manera de estudiar el ADN se perfeccionó como nunca en los últimos 15 años. Se mira con lupa molecular el suelo, el agua, la lluvia, también desde nuestras lágrimas hasta cada milímetro del cuerpo humano. “Somos ecosistemas”, explica Cristina Dorador mientras se declara “fan absoluta” del tema desarrolla una tesis original: el amor como manifestación microbiana.

A comienzos de la década del 2010 comienzan a establecerse nuevas tecnologías para estudiar el ADN de los organismos, dejando atrás métodos que eran muy costosos e inaccesibles para muchos investigadores. Se inicia una nueva era en el conocimiento de la vida profunda, lo invisible se vuelve vívido e imprescindible. 

El ADN es la molécula de la herencia, aquella que guarda el código genético, la información de cada ser vivo en el planeta. El ADN está dentro de las células, sean de animales, plantas, bacterias, hongos o algas; también lo tienen virus y organelos.

Las tecnologías de secuenciación masiva de ADN permitieron conocer en detalle la presencia y función de especies que hasta ese momento no habían sido descritas. Para la microbiología fue muy importante ya que permitió entender en alta definición la vastedad del universo microbiano. La mayoría de los microorganismos no se pueden aislar en el laboratorio por lo que su estudio se hace desde muestras ambientales directas, es decir, se obtiene ADN desde el suelo, el agua, las lágrimas o la lluvia. Luego ese ADN se analiza y clasifica dando cuenta de las distintas especies que están presentes en una muestra determinada.

Los cuerpos humanos fueron examinados con lupa molecular, encontrando que tenemos tantas células bacterianas como células humanas, es decir, que convivimos con otras especies, que somos un ecosistema. El concepto de microbioma, es decir, las comunidades microbianas que habitan un lugar determinado, comenzó a extenderse. Surgieron en poco tiempo numerosos estudios dando cuenta del microbioma en otras especies, condiciones y ambientes. Se pudo establecer con alta certeza que los microorganismos ‘están en todas partes’, que el planeta es microbiano.

Además, se pudo entender que nuestra piel alberga comunidades microbianas únicas dependiendo de su geografía, que el intestino es un reservorio de bacterias que producen compuestos que tienen un impacto a nivel cerebral, que muchas enfermedades y condiciones estaban relacionadas con desequilibrios en el microbioma.

Recuerdo bien esa época. Fueron años emocionantes de avance tecnológico y de conocimientos, como cuando comienza a funcionar un nuevo observatorio astronómico y se está expectante de los descubrimientos. Tiempo después, las herramientas de secuenciación masiva permitieron que durante la pandemia tuviéramos acceso casi en tiempo real a las mutaciones que surgían del virus SARS-CoV-2 y poder relacionar su efecto en el microbioma humano.

Quizás uno de los momentos más emocionantes en los últimos años ha sido la expansión del árbol de la vida, esa expresión gráfica de la biodiversidad del planeta que tiene un tronco común y muchas ramas, muchas, cada vez más. La combinación con otras tecnologías permitió entender que existían nuevos grupos de Bacteria y Archaea que eran invisibles para las tecnologías y marcadores usados. La mayoría de estos nuevos grupos son simbiontes, es decir, dos especies que viven juntas, que se necesitan en mayor o menor medida, pudiendo cumplir funciones específicas. Por ejemplo, en las raíces de los árboles viven asociadas bacterias que fijan nitrógeno atmosférico generando amonio el cual a su vez es transformado a nitrito y nitrato (por otras bacterias y arqueas) y es usado por la planta para su crecimiento. Esta simbiosis junto con otras hace que el árbol sea en realidad un holobionte, una comunidad compleja de interacciones en el espacio y tiempo, un ecosistema en sí mismo.

Nadie vive solo. Los organismos se relacionan entre sí en distintos niveles, convivimos con otras especies. Los seres humanos somos parte de la naturaleza, porque somos ecosistemas. Desde la perspectiva microbiana, cuando llega la muerte nuestro cuerpo se transforma en carbono disponible para otras especies, se liberan gases, los microorganismos hacen el trabajo que han hecho por millones de años, intercambiar la materia, modular los ecosistemas, ser la base de la biodiversidad. 

Cuando las personas viven juntas no sólo comparten ideas o conversaciones, también material biológico y por supuesto, microorganismos. En el caso de una relación sentimental, el vínculo físico es mayor generando que el microbioma de la pareja se tienda a parecer. Durante un beso de 10 segundos se pueden compartir hasta 80 millones de bacterias, mientras más besos nos demos más nos terminamos pareciendo. Como fan absoluta de los microorganismos me gusta pensar que el amor es (además de tantas otras cosas) una manifestación microbiana. 

La huella del otro en nosotros, la marca indeleble del cariño, abrazo y esperanza de que nunca se vaya, que ese sentimiento que lo desborda todo nunca se acabe. Cuando la relación se termina se quedan con nosotros los microorganismos del otro, sólo el tiempo y otras relaciones harán que su microbioma se diluya en el ocaso del desamor. 

¿Qué es el amor entonces? ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? ¿Cómo se aman dos ecosistemas? Ya lo decía Violeta “sólo el amor con su ciencia nos vuelve tan inocentes”.