Crónica

Código azul: descubrí que soy autista


Ser el raro

Durante mucho tiempo le dijeron a Eduardo Molina que era raro. Por su dificultad para compartir con los demás o por no sentir pena cuando Mufasa falleció en El Rey León no pasó desapercibida por los demás. Una tarde, aferrado a su mamá, él lloró: deseaba adaptarse, no ser discriminado, pertenecer. Tras años de dudas, finalmente lo supo: es autista.

Soy hijo único. Cuando era niño me costó hacer amigos. Recuerdo solo uno, Cristián, con quien jugábamos a los buses en el jardín. Usábamos colchonetas, hacíamos de chofer o auxiliar con los boletos usados que yo recolectaba. Tenía una fijación. Debían ser pasajes de Turbus o de líneas asociadas. Me gustaba el diseño y al resto los consideraba feos. No me calzaban los boletos feos. 

En el colegio también tuve problemas para compartir. Mi informe de personalidad de kínder especificaba: “Comparte poco, presenta dificultades en las habilidades sociales”. Era un niño calificado como hiperactivo. Mi mamá me llevó al neurólogo cuando tenía cinco años y él le respondió que no había ningún problema. Aunque era un niño “normal” según el médico, crecí sintiendo que algo no me terminaba de hacer clic

Cuando alguien decía que había perdido un ser querido o que le ponía triste cierta situación, no podía entenderlo. Intentaba ponerme en su lugar, pero no cuadraba en mi cabeza. Decía “entiendo” o alguna palabra similar, si es que llegaba a hablar. En general, estoy feliz o indiferente. Recuerdo una clase donde comentamos los momentos en las películas que nos dieron tristeza. La mayoría coincidía en la muerte de Mufasa en El Rey León. “A mí no”, contesté. Les costó entenderme. “Solo no me dio pena”, atiné a insistir.

Cuando buscaba respuestas sobre mi comportamiento en los adultos, era típico que respondieran: “Es que eres hijo único, por eso”. Bajo su lógica, me veían egoísta y cerrado en mí mismo por no tener hermanos ni hermanas. 

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Estudio periodismo. Una amiga de la misma carrera me dijo que quizás sea neurodivergente. Notó muchas características parecidas a las de ella, quien fue diagnosticada con autismo en mayo de 2022.

Tal vez lo sea. Mis maneras de actuar no se adecuan al molde. Con Ana María, mi amiga, conversamos de eso en múltiples ocasiones. De cómo habían cosas que al relacionarme con el resto no me terminaban de encajar. Bromas que no entendía, o el humor no era el mismo. También, ambos compartíamos una fuerte pasión por la lectura y la escritura desde niños. Una buena dicción, casi nunca nos enredábamos al hablar. Los adultos nos decían que éramos muy talentosos para nuestra edad. Esas cosas empezaron a resonar en mí, y las conversaciones que tuvimos juntos me ayudaron a aclarar mi mente y dar el empujón necesario para continuar con mi búsqueda.

El término neurodivergente surge de la socióloga Kassiana Sibley y significa «tener un cerebro que funciona en maneras que divergen significativamente de los estándares sociales de “normalidad”, según la definición de Nick Walker. La duda resurgía.

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En séptimo básico, me cambié de curso por sufrir bullying. Pero en un colegio pequeño es típico que todos se conocen. En esa clase tenía dos amigos: una chica con un problema neuronal debido a un accidente y un chico con síndrome de Asperger. Fueron las únicas personas con las que me junté y pertenecían al programa de integración.

Los programas de integración escolar (PIE), creados por el Ministerio de Educación, son una estrategia del sistema escolar que busca contribuir al mejoramiento continuo de la calidad de la educación que se imparte en el establecimiento. Desde 2015 se determinó que “el sistema propenderá a eliminar todas las formas de discriminación arbitraria que impidan el aprendizaje y la participación de los y las estudiantes”. Se le dice “inclusión”. 

En el nuevo curso de séptimo, una compañera me dijo: “Ah, yo creí que eras de los chicos de integración, como te veía todos los recreos con ellos…”. 

Yo era “el raro”. Una tarde lloré por eso, aferrado a mi mamá. Le dije que quería ser igual a los demás. No deseaba ser extraño o diferente. Ansiaba adaptarme, no ser discriminado; pertenecer. Ella me respondió que quien quisiera ser mi amigo me iba a querer, tal y cómo era.  Que no había nada malo en mí, ya que no hay dos personas iguales. Y en búsqueda de pruebas, sentó la premisa para que decidiera hacerme un diagnóstico.

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La inquietud de saber si era o no autista iba y volvía. No me atreví a buscar un profesional, temía ser más juzgado que ayudado. 

Por ejemplo, al ir a una psicóloga, me sentía pasado a llevar y no escuchado. No me generaba confianza. Una amiga tenía problemas de ánimo, pero el profesional con quien se atendió le dijo que sólo eran cosas por mejorar. Luego, fue con otra profesional y le diagnosticaron depresión junto con trastorno de ansiedad. Tenía mucho miedo de atenderme con alguien que negara mis inquietudes.

Hasta que llegué a la Fundación en Primera Persona (FEPP). Creada por Claudia Caballero, educadora de párvulos con mención en discapacidad cognitiva, está especializada en autismo debido a que su hija Paula recibió ese diagnóstico. 

Era un día soleado cuando tuve la primera sesión con la psiquiatra, por zoom. Hay varios profesionales que hacen diagnósticos así y otros que prefieren realizarlos de manera presencial. También hay quienes ofrecen ambos servicios. Muchas personas autistas tienden a huir de situaciones sociales, por lo que los profesionales capacitados se adecúan según la necesidad de la persona.

En la FEPP me hicieron una batería de preguntas sobre mi infancia y adolescencia, mi vinculación con los demás, mis fijaciones, mis gestos. Casi le vomito mi biografía. Entre ellas estaban: ¿te molesta alguna comida, por su textura o sabor? ¿Tienes alguna preferencia por algún color en tus cosas o tu manera de vestir? ¿Cómo es tu forma de apego con las personas? ¿Alguna preferencia por un tipo de ropa?

Al finalizar, me dijeron: “Confirmado que tienes autismo”. Fue la primera parte para completar el puzzle de las dudas e interrogantes que acarreaba desde niño. En una segunda sesión, completamos el diagnóstico para ver si tenía Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH). Mi informe biomédico especifica: “Trastorno del Espectro Autista nivel uno”. Más abajo, complementa: “Trastorno por Déficit Atencional con Hiperactividad, impulsividad de tipo combinado”. Mi psiquiatra dijo que ese tipo de TDAH es muy común en personas autistas. Así terminaba la segunda parte y el puzzle terminó de armarse.  

Con 21 años ya tenía la respuesta que buscaba. Me sentí feliz, comprendido. Había una explicación lógica a mi comportamiento que, para muchos, era errático, extraño, poco habitual. Esa explicación fue saber que tengo autismo y que es parte de mí.

No era el único. 

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De acuerdo con la OMS, a nivel mundial uno de cada cien niños tiene autismo. 

En Chile no existe un catastro de la cantidad de personas con Trastorno del Espectro Autista (TEA). Lo más cercano es una investigación de 2021 titulada “Estimación de la prevalencia de trastorno del Espectro Autista en población urbana chilena” publicada en la Revista Chilena de Pediatría. Sin embargo, el estudio solo considera a 272 niños y niñas que residen en Estación Central y Santiago Centro, quienes asisten a sus controles de niño sano.Según la investigación, el TEA está presente en uno de cada 51 niños, con una distribución por sexo de cuatro niños a una niña. 

En materia legal, recién en enero de este año el Senado despachó la Ley TEA, que establece la promoción de la inclusión, la atención integral y la protección de los derechos de las personas con TEA, en el ámbito de salud, educación y social.  

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Me molestan los ruidos “poco armónicos”, como los denomino. Esos que no siguen patrones o no se mantienen a un mismo ritmo, cambian de volumen, o se escapan de mi definición. Para protegerme de ellos uso audífonos, aunque no haya música sonando. 

¿Cuáles son esos sonidos? Por ejemplo, un teléfono a volumen alto que alguien utiliza en la micro o el metro, viendo videos o escuchando música. Al escucharlo, me siento incómodo y ansioso, con ganas de correr de allí o de gritarle a la persona que apague su dispositivo. También ocurre cuando escucho el ruido de la calle o el que generan aparatos de construcción. El ruido que produce el metro al frenar, sobre todo la línea 4 cuando parte y termina… El peor ruido de las líneas del tren subterráneo.

Yo era “el raro”. Una tarde lloré por eso, aferrado a mi mamá. Le dije que quería ser igual a los demás. No deseaba ser extraño o diferente. Ansiaba adaptarme, no ser discriminado; pertenecer. Ella me respondió que quien quisiera ser mi amigo me iba a querer, tal y cómo era.  Que no había nada malo en mí, ya que no hay dos personas iguales. Y en búsqueda de pruebas, sentó la premisa para que decidiera hacerme un diagnóstico.

Me molesta el roce leve de las personas, de partes de su cuerpo. De los brazos cuando voy sentado en la micro. Siento aquel cosquilleo y comienzo a inquietarme, a desesperarme. Me abrazo para evitar el contacto y así voy durante todo el trayecto. 

Cierro las puertas de mi casa, esté solo o acompañado. Aunque no haya nadie más, de todas maneras, me encierro en mi habitación. Debo estar en un lugar calmo, alejado del ruido externo. Me aíslo para poder concentrarme y trabajar, tal y como lo hago al redactar estos párrafos. Estoy sentado en mi habitación, a puertas y ventanas cerradas. 

No soporto las cosas calientes. El café me lo tomo frío, con hielo. Me encanta el café, a lo menos tomo uno diario, pero le pongo hielo, o en caso que no haya, agua fría. Me gusta más el hielo porque enfría de inmediato y el café no altera tanto su sabor. Las sopas y platos de comida son iguales, espero a que se enfríen. Cuando era chico, revolvía la cuchara en el plato, tan rápido que chorreaba y generaba que me retaran.

La ropa de lana o de poliéster me da picazón. No puedo usar nada de ese material a menos que lleve algo de algodón debajo que haga de pared intermedia entre la ropa y mi piel. Cuando me regalaban gorros o chalecos de lana —a menudo de alpaca— no los usaba, a pesar de que eran bonitos. Me daban alergia y me los quitaba a los cinco minutos. 

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Recuerdo otro indicio. Cuando comencé a elegir mi propia ropa, vestía entero de azul. Desde el polerón hasta el pantalón, todo era sagrado azul. Me gustaba porque era el color del mar, del agua. Me transmitía paz, me sentía flotando en mi propia fantasía. En la adolescencia, muté al negro. Invocando un estilo gótico a mi manera, de pies a cabeza voy con atuendo negro. Nunca lo cambio.

Aprendo cosas y las reitero. Series, música u otros sonidos. Sé las voces de información del metro y a menudo las repito cuando pasa alguna parada. Mi favorita es Estación Central, porque combina con la “estación de ferrocarriles”.

Cuando era pequeño, conversaba dando saltos mentales y pasaba a otro tema. Las personas que estaban ahí quedaban colgadas o les costaba conectarse con lo que decía. A mi mamá le molestaba y me preguntaba cómo había hecho determinada asociación salida “de la nada”. La verdad era que recordaba cosas y la asociación ocurría en mi mente. 

Hablando de lo caro que estaban las frutas y verduras, como el tomate, recordaba un comercial de tomates que vi en la televisión en el que salía una actriz. Cambiaba el tema y contaba como esa actriz ahora trabajaba en la nueva teleserie de moda. Ese salto era mental. Lo que escuchaban las personas en la conversación era como yo pasé de hablar sobre lo caro de frutas y verduras a la última teleserie. A partir de esto, comencé a explicar cómo llegué a esa asociación y lo hago hasta hoy.

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Una tarde conversando con mi abuela hablamos sobre las dificultades de mi infancia. Entre eso, ella mencionó que me costó aprender a escribir en manuscrita durante la básica, porque yo aprendí a escribir en el jardín, pero en letra imprenta. No me hacía sentido aprender una nueva forma de escritura si con la anterior bastaba para comunicarme. 

Los autistas podemos tener comportamientos rígidos. Rituales que cada persona elabora para sí. Una manera de sentirse cómodo y encontrar paz dónde quizás no la hay. Yo llevo un libro a todos lados, aunque no lo lea. Es mi amuleto.

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Las personas con TEA no somos todas iguales, como en un molde. Me gusta imaginarlo como estadísticas de un juego, donde cada personaje tiene diferentes valores para cada categoría. Hay gente que lo imagina como una paleta de colores, donde cada uno tiene diferentes tonalidades.

Hoy, miro hacia atrás y pienso en la información sobre el autismo que recibía a través de la televisión o de las personas adultas a quienes preguntaba sobre eso. Ahí, las personas autistas siempre eran deficientes, no miraban a los ojos, hablaban poco, jugaban en solitario, no respondían cuando les llamaban por su nombre. Yo no encajaba con eso y por había quienes descartaban ese diagnóstico. Pero yo sabía que era distinto. 

Con el diagnóstico, no me sentí diferente. Ni más empoderado ni menos. Sí llegó algo de calma a mi vida; entender que aquello que me atormentó en la infancia tenía una explicación. 

Mi vida ha seguido sin mayores sobresaltos: escribo, ando en bici, veo anime, leo manga, escucho música.  Todas aquellas cosas que me gusta hacer. 

Ahora, eso sí, cuando tengo un comportamiento asociado al autismo —como enfocarme en un tema y hablar de eso con ansias o evadir el roce de los brazos en el transporte— ya no lo reprimo. Ya no me culpo por ello. Ya dejé de pensar: no, esto tiene que parar, la gente me va a ver raro. Ahora que me vean raro si quieren, no tengo nada de qué avergonzarme.