Ensayo

Piñera y la desmemoria


Una muerte que vuelve a dividirnos

El fallecimiento de Sebastián Piñera llevó a muchos a idealizarlo. Pero la muerte, recuerda Estefanía Andahur, no borra las zonas oscuras de un ser humano. Qué somos, con qué nos identificamos y a qué país pertenecemos son preguntas todavía no resueltas en Chile. Y la partida del expresidente lo deja en evidencia, como una fractura expuesta.

Nos encontramos nuevamente en una escena ya familiar: vivir una racha incesante de situaciones de envergadura difíciles de absorber. En medio de los incendios que afectan a Valparaíso, fallece en un accidente el expresidente Sebastián Piñera. Su muerte nos confronta una vez más a los pendientes de la historia de Chile, sus ambivalencias y conflictos.

Después de 20 años de gobiernos de la Concertación, Piñera volvió a llevar a la derecha a La Moneda, a representar la “sana alternancia del poder”. Lo que hizo como presidente, empresario y ser humano ha sido ampliamente difundido desde su fallecimiento. La pregunta aquí es otra: ¿qué significa Sebastián Piñera? 

Lo que presenciamos con su muerte es esa persistente resonancia de nuestro pasado conflictivo y que nunca termina de cerrar con una historia oficial, y eso es porque no tenemos una memoria oficial. La muerte a veces nos deja revueltos y confusos. La de Piñera, evidencia la ingenua ilusión de que la muerte borra de manera definitiva las zonas oscuras de cada ser humano y su lugar en la historia. Los medios lo acentúan con el exceso y el exhibicionismo y así se cimenta una idealización que magnifica y fragmenta. 

Así, reflota un conflicto o al menos algunas preguntas para la ciudadanía sobre qué somos, con qué nos identificamos y a qué país pertenecemos. Esa es nuestra fisura, por más esfuerzos que se hagan por acallarla en medio de una muerte. Y ese esfuerzo siempre deja un grupo marginado y silenciado, con sus propios dolores y frustraciones. Una vez más un Chile dividido. 

La muerte del expresidente Piñera no solo evoca quién fue, también habla de nosotros.

Hasta hace poco se revivió en el debate público el vaivén Piñera-Bachelet como cartas presidenciales (un balanceo brevemente interrumpido por el presidente Boric). De una u otra manera Chile vuelve a pensar en esos nombres porque volver a lo conocido es carta segura (supuestamente), y porque el conflicto punza, aunque tratemos de evitarlo. 

De cierta forma, nos quedamos siempre en un bucle que transita entre la Concertación y la derecha, pero donde no hemos tenido ninguna oportunidad de reconstrucción colectiva del pasado, imposibilitandonos la creación de algo nuevo. 

Ha habido intentos, pero no tenemos una memoria colectiva. Queramos o no, esa memoria sigue en disputa y una expresión de ello fue lo que vimos en la conmemoración de los 50 años del golpe. Extraño es que se conmemore el golpe de Estado y no el aniversario del retorno a la democracia. 

Y eso se relaciona directamente con el legado del exmandatario; los intentos constantes de la derecha por borrar cualquier huella dolorosa por su autoría y a veces, con la estricta y lamentable colaboración de la izquierda.

La muerte del expresidente Piñera no solo evoca quién fue, también habla de nosotros.

Sebastián Piñera también quedará en la historia como el presidente que enfrentó el estallido social y que, con las vueltas de la historia, tuvo que poner en riesgo el seguro más grande de la derecha: la Constitución de Pinochet. Ya sabemos el final de ese proceso político desolador. Sin embargo, todo lo que pasó ha quedado silenciado. De nuevo la desmemoria. 

Quizás por eso la herencia política del expresidente Piñera sea ambivalente en el imaginario público. Pendula entre dos polos de la ciudadanía: por un lado, es visto como el personaje que recuperó el poder para la derecha renovada y democrática, por otro, como un presidente que –desde el 18 de octubre de 2019– el momento en que se gatilló el conflicto más expresivo producto del sistema impuesto en dictadura, reavivó las heridas de esta con fórmulas dolorosas: dijo que Chile estaba en guerra y no se hizo cargo de las violaciones a los derechos humanos que se produjeron en el marco de las protestas sociales. Esto, para ciertos grupos -y especialmente para quienes no han recibido un reconocimiento de su dolor por la violencia de Estado- es sinónimo de que la derecha sigue siendo la misma. 

Pareciera que no exista la imagen de un Sebastián Piñera integrado, es más bien fragmentada por la incapacidad de enfrentar la diferencia y el conflicto que caracterizan estos tiempos. De ahí esos innecesarios y agotadores “a pesar de nuestras legítimas diferencias” o “no teníamos las mismas ideas, pero nos tuvimos respeto”. 

Habrá que preguntarse por qué es necesario marcar que las diferencias no dejan de unirnos, ni que tampoco implican una falta de ética hacia el otro. Más bien es demostrativo de cómo se da el juego político actual, uno que sí tiene problemas con enfrentar los conflictos y las diferencias de manera democrática. 

El tiempo hará su trabajo y el expresidente Sebastián Piñera quizás sea recordado con sus errores y aciertos, representando la ambivalencia de nuestra historia, más allá de la idealización del momento.