Crónica

Balas, microtráfico y abandono del Estado chileno


Niños de quién

A Nicolás lo mataron de un disparo en la cabeza. Tenía 16 años. Vivía en la Villa Cordillera de Los Andes, en San Bernardo, el conjunto de viviendas sociales más grande del país. Tres poblaciones levantadas a fines de la década del 90, cuando Chile se miraba a sí mismo como un “jaguar”. Pero el progreso no llegó aquí. Nicolás creció en un ecosistema violento: niños que se crían solos, que abandonan el colegio para traficar drogas y que defienden a balazos su pedazo de calle. “Un pueblo sin ley”, como dicen en el barrio. El Centro de Investigación y Proyectos Periodísticos, CIP-UDP, transformó esta historia en un podcast de seis capítulos. Aquí, la crónica de esa investigación.

5 de febrero de 2022, 10 de la noche con 20 minutos. Un vehículo dobla a gran velocidad hacia el ingreso de la urgencia del Hospital El Pino, en San Bernardo. Recostado en los asientos traseros, y con las piernas sobresaliendo por la ventana, viene Nicolás, de 16 años, con un balazo en la cabeza. Sus acompañantes bajan del auto y golpean la puerta pidiendo ayuda. Un desconocido se acerca a colaborar, pero desiste de atenderlo. Se agarra la cabeza, quizás impresionado por lo que ha visto, mientras desde el otro lado, dos paramédicos intentan sacar el cuerpo del vehículo, que luego cae desparramado sobre la camilla. 

Adentro de la urgencia, Sofía Romero y Patrick Valdés, enfermeros de El Pino, abren la puerta.

—Tomamos una camilla y vienen con alguien en andas, todo ensangrentado, y nos dicen: 'vienen más, vienen más'. Llega uno, llega dos, llega tres y cuando llega el cuarto, yo grito que necesito todo el personal de la urgencia ahí —recuerda Romero. 

10 de la noche con 24 minutos. Detrás de Nicolás, llegan otros tres autos con heridos al hospital: uno rojo, uno azul y un camión tres cuartos, que en el pickup traslada a un hombre moribundo. Todos traen balas en sus cuerpos. 

—Ya llevábamos cuatro baleados en menos de cinco minutos. Empezamos a atenderlos, nos empezamos a dividir y volvieron a tocar la puerta. Y dije: “esto es una broma”.

10 de la noche con 28 minutos. Otro baleado más es bajado desde un auto. 

—Le digo a mi colega: “emm, esto, esto se fue de las manos, voy a activar el código rojo”. Entonces yo llamo a un número y aviso “código rojo” y la telefonista me dice: “¿qué?”.

El “código rojo” es una señal de emergencia, la más extrema en la escala, y se aplica para desastres: choques de buses o catástrofes naturales, donde las víctimas pueden multiplicarse con rapidez. Hasta entonces, la señal nunca se había accionado.

—Todos los servicios se alertan y baja un equipo por cada servicio, o sea, un equipo de UCI, un equipo de UTI, de pabellón, de todos los servicios.

Fueron 30 funcionarios que se sumaron a los 30 que ya había en la urgencia. Para entonces, los heridos habían aumentado a ocho y el box de reanimación era un caos. “Una carnicería”, en palabras de Sofía.

—Lo tengo en mi mente como una película de terror. Casi que sentía que estaba en la guerra.

Una guerra que, hasta ese momento, no sabía dónde había comenzado.       

—Viene muerto, revísalo —le dijo Patrick Valdés a Sofía, cuando vio al primer baleado. 

El muerto era Nicolás.

***

Fotos repartidas en Facebook permiten armar con detalle un relato de los últimos años de vida de Nicolás: retratos con pistolas apuntando a la cámara, mirando con el ceño fruncido y con ínfulas delictuales. La pose habitual con la que solía fotografiarse con amigos. En su perfil hay una imagen donde aparece junto a su hermano sentado en un sofá rojo, blandiendo las armas delante de un cuadro de la película “Caracortada”, donde Tony Montana mira ensimismado un cerro de cocaína.

Nicolás nació en febrero de 2005, en la villa Cordillera Los Andes, el conjunto de viviendas sociales más grande de Chile: 3.248 departamentos construidos en tres villas. Sus abuelos paternos llegaron a este lugar en 1997, cuando se inauguraron los primeros blocks. Aunque ambos trabajaban, las generaciones que vinieron optaron por el delito: hurtos, robos y microtráfico. Tantos, que la historia familiar se puede relatar a través de distintas causas registradas en el Juzgado de Garantía de San Bernardo. 

Lo tengo en mi mente como una película de terror. Casi que sentía que estaba en la guerra", dice Sofía.

Un ejemplo. En un peritaje psicosocial realizado a Fernando, el padre de Nicolás, en el año 2019, se cuenta cómo éste se inició en el robo desde pequeño: “Me portaba más o menos. Me dedicaba a la mecha para juntar plata pa’ comer, pero igual me iba bien en el colegio”, dijo. 

Por ese tiempo, Fernando también empezó a consumir drogas y a los 17 años fue padre por primera vez. Nicolás fue su segundo hijo. Luego de su nacimiento, ocurrió una tragedia que determinó el futuro de la familia: la madre de los jóvenes murió de un accidente cerebro vascular y los niños quedaron a cargo de su abuela paterna. En ese mismo documento, una psicóloga resumió la historia de la familia así: “Fernando describe una vida marginal dentro de un ambiente delictual en el cual rigen patrones de convivencia según la ‘ley del más fuerte’. Señala peleas habituales producto de diferencias y confrontaciones con vecinos del sector, donde además de los golpes existen agresiones por armas de fuego”.

Fue esa memoria la que determinó la vida de Nicolás y su hermano. Una trayectoria calcada a la de su padre: abandonaron el colegio en octavo básico, consumieron drogas a partir de los 12 años y se vincularon con el delito a través de una pandilla: “Los Guatones”, les decían los vecinos de la villa. 

Hay una investigación de 2018 que permite establecer que, al menos desde ese año, la fiscalía ya los perseguía por microtráfico y otros delitos. El 25 de octubre de 2021 Nicolás fue detenido junto a un familiar en la Ruta 5 Sur, a la altura de Mulchén, en la región del Biobío, trasladando casi medio kilo de marihuana y 200 gramos de cocaína. La fiscalía pidió arresto domiciliario nocturno, el que debía cumplir en su casa ubicada en la calle Volcán Maipo, en la villa Cordillera. Durante tres meses, la policía pasó en múltiples oportunidades a fiscalizarlo, sin embargo, nunca les abrió la puerta. Afuera de esa misma casa, , le dispararon en la cabeza la noche del 5 de febrero de 2022. Si hubiese estado cumpliendo con el arresto domiciliario, quizás la historia sería otra.

La primera versión que comenzó a circular, y que luego se transformaría en la principal línea de investigación de la fiscalía, apuntaba a que el presunto autor de los disparos era un joven de 17 años, Antonio, cuya vida era similar a la de Nicolás. En su caso, había sido Elízabeth, su madre, la que había determinado su futuro, luego que en 2007 la condenaran a ocho años de cárcel por un robo con intimidación a uno de sus vecinos. Sus dos hijas y Antonio, que entonces tenía dos años, quedaron a cargo de su abuela.

Siendo aún un niño, Antonio se rebeló. Comenzó a tener una fascinación por las armas de juguete y en una Navidad llegó a destruir un auto a control remoto que le había regalado su abuela, simplemente porque prefería una pistola a fogueo. Para cuando Elízabeth salió de la cárcel, Antonio ya era incontrolable. En los años siguientes, entre el 2015 y el 2017, repitió tres veces el quinto básico y un año más tarde abandonó el colegio. Todo pasó de una vez: desertó, comenzó a robar y a consumir drogas: marihuana, cocaína y pastillas. La mezcla afloraba en él una personalidad arrebatada: “los voy a matar a todos”, decía a veces en esos estados.

Por entonces, Antonio se vinculó con “Los Guatones”, la banda de Nicolás. Lo iban a buscar en moto a la casa sin que Elízabeth pudiese evitar que saliera, hasta que a los 14 años se fue a vivir solo. Dormía en un lugar al que llamaba “El punto”, un departamento que compartía junto a otros jóvenes, en el que vendía drogas. No está claro cuándo la relación con “Los Guatones” se rompió, tampoco los motivos, pero sí hay certeza de que Antonio continuó traficando en otro departamento, ahí mismo sobre la calle Volcán Maipo, a pocos metros de la casa de Nicolás. Su rutina consistía en vender drogas, consumirlas y asegurarse de que “El punto” continuara siendo un negocio rentable. En otras palabras, Antonio se había convertido en un soldado del narcotráfico. 

El 2 de noviembre de 2021, la policía lo llevó a un juzgado de garantía por primera vez. Tenía dos órdenes pendientes por microtráfico de drogas. Como era menor de edad, la fiscalía le propuso someterse a un tratamiento para dejar la adicción. Si cumplía, su hoja de antecedentes quedaría limpia. Tres meses después de esa audiencia, sin embargo, durante la noche el 5 de febrero de 2022, Antonio le habría disparado a Nicolás un balazo en la cabeza, que lo tumbó en el acto. 

Luego de los disparos, un primo de Nicolás, de 16 años, fue a buscarlo donde vivía su mamá, pero como no lo encontró cobró venganza con ella. Le disparó con tan mala puntería, que la bala le dio en el brazo y eso le salvó la vida. “El Antonio le pegó a mi primo”, le dijo antes de descargarle la pistola.

Elízabeth fue la quinta víctima llegar al Hospital El Pino. De los ocho baleados, fue la primera en obtener el alta médica durante la madrugada, pero nunca regresó a su casa. No se atrevió siquiera a rescatar una maleta con ropa. Todo quedó intacto: 20 años en la Villa Cordillera de Los Andes que llegaron abruptamente a su fin. 

***

Es el quinto de los ocho mandamientos del Manual de Convivencia: “Asistir al establecimiento sin portar elementos que pudieran causar daño a algún miembro de la comunidad educativa (arma blanca, arma de fuego u objeto cortopunzante). Podría aplicarse la máxima sanción”. 

El manual está escrito a mano sobre un papelógrafo pegado en la pared de la entrada, la primera que ven los niños y niñas que asisten al Colegio Cordillera de Los Andes cuando llegan a clases en la mañana.

A Merardo Picero, el director del establecimiento, un día un niño de 10 años le puso una pistola en el pecho. 

—Dispara rápido que estoy apurado —le dijo él, pero el niño se fue sin jalar del gatillo. 

Siendo aún un niño, Antonio se rebeló. Comenzó a tener una fascinación por las armas de juguete y en una Navidad llegó a destruir un auto a control remoto que le había regalado su abuela, simplemente porque prefería una pistola a fogueo.

Robusto, estatura baja, 71 años, chaqueta de cuero. Picero explica que, aunque haya sentido el peso frío del cañón de la pistola en su cuerpo, las cosas han cambiado para mejor en este lugar. El hombre llegó a este puesto hace ocho años. Fue rector interino por un tiempo hasta que lo reemplazó un joven que ganó el concurso público. Pero el nuevo no aguantó más que un par de semanas y renunció. No es fácil trabajar acá. Con más de 30 años de experiencia como profesor y 15 como director de colegios, Picero tiene el carácter de un instructor militar.  

—Hay muchos profesores que no siempre se quedan. El entorno los asusta. Podrían ser las balaceras, podría ser el conocimiento previo que tienen del sector, de las pandillas, de que algún profesor llegó a trabajar por primer día y lo asaltaron en la esquina. Eso se va sabiendo y, por lo tanto, sí se asustan —explica.

Cuando se inauguró la escuela en 2002, mucho antes de que Picero llegara, los niños quebraban las ventanas del establecimiento para fabricarse estoques con los vidrios y peleaban.  

—Igual que en la cárcel —dice—. Pero eso ya no pasa.

Todo, agrega, gracias a su disciplina.  

—Ya niños, ¿cómo es el lema que les enseñé? —le pregunta a cerca de 30 alumnos, que se cuadran para presentar respeto.

–Con esperanza, trabajo y fe, yo venceré —se escucha fuerte y al unísono. 

—Y, ¿cómo se hace eso? 

–Trabando, estudiando, siempre luchando —replican, como si fuera un grito de guerra.  

En otra sala, el director trata de pillar a los alumnos con las tablas de multiplicar y luego le pide a uno que recite su RUN. Decirlo de memoria ya es un logro porque aquí, según Picero, “los niños no saben escribir su nombre”. La escuela, entonces, se ha transformado en un espacio de resistencia: profesores, directivos y personal administrativo hacen lo que pueden para torcer el destino de cientos de adolescentes a quienes afuera, en la villa, les espera un futuro previsible. 

—Está clarito: les queda ser soldados de las bandas de los narcos —vaticina Picero. 

Las cosas no tendrían que haber sido así en la villa Cordillera de Los Andes. En 1997, acá llegaron cientos de familias erradicadas de campamentos que habían proliferado en distintas comunas de la Región Metropolitana. Los metieron a todos juntos: miles de personas extrañas que de un momento a otro empezaron a convivir. Por entonces, Chile se veía a sí mismo como un “jaguar”. Lejos de este patio trasero, se levantaban malls y autopistas. El país crecía por sobre el 7% anual y se subía al carro de la globalización a punta de tratados de libre comercio con las potencias mundiales. Acá los frutos de ese progreso no permearon. Lo que sí caló fue el hacinamiento y la muerte. 

El primer asesinato ocurrió apenas un mes después de que los nuevos residentes se instalaran. David, así se llamaba el fallecido.

—Lo mataron por ir a comprar una bebida —recuerda Palmenia, dirigenta de la villa—. Nosotros no teníamos almacén, no teníamos nada, y había que salir para fuera a comprar. Entonces, él fue a comprar una bebida y ahí, en la vuelta, lo mataron. 

Meses después de esa tragedia, ocurrió otra, una estructural y masiva, un golpe a la dignidad: durante ese primer invierno, la lluvia se filtró por las paredes de los departamentos recién entregados. La solución de las autoridades fue impermeabilizar los edificios con nailon. Tras eso, una avalancha de tragedias sociales cayó sobre la comunidad: no tenían consultorio, no había transporte público y no había colegios cercanos. Todo eso, en un contexto donde los padres trabajaban fuera de la comuna.

—La mayoría de los niños de allá del sector se han criado solos —explica Palmenia—. Cuando llegaban los papás en la noche, ya no había nada que hacer. Salías del colegio y era pura calle, pura calle. Y ahí yo creo que empezó todo el tema de ir haciéndose las pandillas.

Claro, no eran todos los niños, pero fueron los suficientes como para que el paisaje de la villa cambiara. Hay un hecho que ilustra de manera brutal aquella transformación. Ocurrió cuando los juegos de fierro comenzaron a desaparecer.   

—De ahí empezaron a sacar todos los fierros para hacer la hechizas —cuenta Palmenia. 

Ese fue un punto de inflexión. Con el tiempo, algunos departamentos se convirtieron en puntos de venta de droga y los niños en presa fácil de quienes comenzaban a señorear en el microtráfico. En ese Chile, que creció a espaldas del jaguar, pasó desapercibido —quizás invisibilizado— que en un momento las armas hechizas dieron paso a pistolas y revólveres de grueso calibre, y que los menores de edad se habían convertido en soldados. Niños que no conocen su RUT y que encontraron su lugar en el mundo entre armas, consolas de videojuegos y zapatillas de moda. 

Desde 2013 hasta el primer semestre de 2022, en la villa se han registrado 20 homicidios, 41 casos de violaciones, 967 de robo con violencia o intimidación, 106 detenciones por tráfico de drogas, 102 casos de violencia intrafamiliar contra niños y 1.748 agresiones a mujeres. Son datos de la Subsecretaría de Prevención del Delito y es solo aquello de lo que queda registro. Otros miles de delitos quedan sin denuncia. 

—Es como un pueblo sin ley —resume Palmenia.

El pueblo donde crecieron Antonio y Nicolás. 

***

Sobre el ataúd de Nicolás, sus amigos fueron dejando los objetos que resumían su vida: un buda pequeño, un par de moledores de marihuana, un cogollo, un pito a medio fumar, un perfume, una lata de bebida energética, tres anillos, siete balas sin percutar, un Nuevo Testamento de bolsillo y un control de una consola de Play Station. Sus dioses y fetiches.

El ritual iba acompañado de despedidas virtuales y amenazas en contra de Antonio: “Maldito el día en que te fuiste por unos perros bomba. A los que les pasaron los metales, van a arrepentirse… Acuérdense de mí, yo, el guatón, voy a ser el chacal de sus vidas, hijos de la gran bastarda”, escribió en su perfil de Facebook el primo de Nicolás, el que le disparó en venganza a Elízabeth.

Sus amigos hicieron una transmisión en vivo del velorio, una especie de show de despedida con un cantante de música urbana llamado Hecnaboy. El joven llegó vestido con un polerón del conejo Bugs Bunny y se ubicó entre el féretro y una decena de niños sentados en el piso. Un responso con Auto-Tune. Su repertorio comenzó con la canción “De menor”, una declaración de principios: : “De menor siempre tuve problemas, siempre fui conflictivo en la escuela, sufría mi madre, sufría mi padre y hacía sufrir a mi abuela”. 

En el registro se ve el lugar del velorio. El féretro está rodeado de coronas de flores y pendones impresos con fotografías de Nicolás, en las que aparecen armas con miras láser, dólares y bolsas con tusi. Hay familiares que llevan poleras impresas con su cara, chapitas con su nombre y hay también una réplica de cartón de su cuerpo. En una parte del video, su hermano abraza aquel duplicado, desenfunda su pistola y comienza a moverlo al ritmo de la música, como si bailara. El mensaje para los amigos es claro: Nicolás no ha muerto. Tal como dice otra parte de la misma canción “De menor”: “Solo se muere quien se olvida”.

No sería posible entender la muerte de Nicolás sin antes explicar la historia de dos bandas de la Villa Cordillera de Los Andes, que controlaron el territorio entre los años 2017 y 2020: Los Challas y Los Miguelitos. La precuela de esta serie.  

—Los Miguelitos y Los Challas son dos grupos que, en esa época, en San Bernardo, manejaban el tráfico de drogas y tenían incluso algunas normativas al respecto, como que a cierta hora solamente un grupo podía vender y el que no cumplía, disparo —explica Pablo Sabaj, jefe de la sección de Alta Complejidad de la Fiscalía Metropolitana Occidente, que ha investigado a ambas pandillas—. Tenemos casos así, de gente que estaba vendiendo en la noche y fueron y les dispararon.

Con el tiempo, algunos departamentos se convirtieron en puntos de venta de droga y los niños en presa fácil de quienes comenzaban a señorear en el microtráfico. En ese Chile, que creció a espaldas del jaguar, pasó desapercibido —quizás invisibilizado— que en un momento las armas hechizas dieron paso a pistolas y revólveres de grueso calibre, y que los menores de edad se habían convertido en soldados.

Inicialmente, no fue la droga la que llamó la atención de las policías y los fiscales, sino que los muertos que comenzaron a aparecer en las calles, luego que se rompiera ese acuerdo en la distribución del mercado.  

Los Challas nacieron del quiebre de una banda anterior y su nombre proviene del apodo de su líder: “El Care Challa”. A partir de mayo de 2019, los integrantes del grupo comenzaron a ser detenidos, hasta que cayó su líder. Se les vinculó con cuatro homicidios consumados y uno frustrado. Por estos delitos, varios de los cuales no pudieron ser comprobados en el juicio, la fiscalía logró condenas que fueron desde los 5 a los 15 años. Los Miguelitos, por su parte, son una escisión de Los Challas. El origen de su nombre también está vinculado a su Líder: Miguel Leiva, a quien Pablo Sabaj describe así:

—Es una persona que causa mucho temor en la población, diría que infunde terror. 

Desde hace dos años y medio, sin embargo, Miguel y parte de su banda están en prisión preventiva, esperando ir a juicio por un doble homicidio ocurrido en septiembre de 2018, donde el fiscal Sabaj también lleva la causa.  

En privado, algunos vecinos del barrio aseguran que Antonio era parte de lo que quedaba de esa banda, pero es difícil saberlo. Achacarle muertos a la pandilla contraria, también es una estrategia de defensa. Sobre lo que sí hay cierta certeza, es que, hasta antes de la muerte de Nicolás, parte del mercado de la droga había quedado en manos de adolescentes. La dinámica del poder al interior de la villa se podría resumir así: cae una banda y nace otra. 

—Hay homicidios permanentemente, hay peleas de bandas rivales, hay mucha arma de fuego y armamento dando vueltas en esas calles —dice Carlos Quezada, abogado penalista que representó a los líderes de Los Challas y Los Miguelitos—. Teniendo incluso presos a estos grupos, surgieron 10 más y el problema es que esos 10 están en conflicto entre ellos mismos. 

Quezada repara en el acceso a las armas.

—Para estos jóvenes, en estos sectores, el acceso a las armas es más fácil que el acceso a la educación.

En la villa hay animitas y grafitis que recuerdan a los que partieron. Los muros y las cunetas son retazos de memoria. Sobre ellos se ha eternizado la épica de los difuntos: La frenética vida de los que murieron jóvenes. 

Jóvenes como Nicolás.  

***

Durante más de una semana, y apenas salió del Hospital El Pino, Elízabeth, la mamá de Antonio, deambuló por varias ciudades del sur intentando buscar una casa para arrendar. Antes de partir, le relató a los detectives de la Brigada de Homicidios de la PDI lo que había sucedido aquella noche del 5 de febrero, cuando salió de su casa para comprar completos: “Me encontré de frente con un sujeto que andaba a pie, el cual, apenas me vio, me preguntó si estaba el Antonio, porque le pegó a un familiar. Dado que le respondí que no estaba y que hacía tiempo que no lo veía, de inmediato extrajo un arma tipo pistola y me disparó de cerca tres tiros, logrando impactarme en una sola oportunidad”. 

Aunque no tenía certeza de que esa historia fuese cierta, que Antonio pudiese causar un conflicto armado era parte de las probabilidades que Elízabeth manejaba. “Sospecho que fue por problemas de mi hijo, puesto que está metido en temas de droga y anda con pistolas, manteniendo problemas habituales con gente del sector”, declaró.  

Su testimonio fue refrendado por el de su pareja y su hija mayor. Los relatos de la familia le sirvieron a la policía para construir una línea de tiempo, que fue complementada con la evidencia balística recolectada al día siguiente. Se estableció que durante esa noche hubo cinco tiroteos distintos, pero en solo tres de ellos se recogieron muestras de sangre y restos de balas: 34 vainas y un total de 19 proyectiles impactados. En el lugar donde murió Nicolás, donde comenzó todo, se levantaron 14 tiros. 

Durante su huida, Elízabeth llamó en un par de oportunidades a Antonio, que se había quedado escondido en la villa, e intentó que le contara de su propia boca lo que había ocurrido, pero fue inútil. El joven llegó a advertirle que las mujeres no debían meterse en cosas de hombres y ella le pidió que entonces no involucraran a personas inocentes: “Si se quieren matar, mátense”, le dijo. Un par de semanas más tarde, ella se estableció en una ciudad fuera de Santiago y en esa precaria tranquilidad ha tratado de entender lo que pasó.

—El Antonio es cobarde, ve una araña y se pone a gritar. Cuando está con nosotros es como si tuviera 7 años —explica al teléfono, poniendo matices en la historia.

La causa por el homicidio frutado en su contra y el homicidio consumado de Nicolás, llegó al despacho del fiscal Luis Olguín en marzo de 2022. En la carpeta de investigación, además de su declaración, hay un relato de un testigo bajo reserva que dijo haber visto todo lo que pasó: los disparos que salieron de un vehículo sedan azul metálico y a Antonio sentado en la ventana trasera de ese auto, con un arma en su mano. El testigo aseguró que otros tres jóvenes iban con él: el Rucio, el Pizza y el Guatón Moise. Y luego, se aventuró con una teoría: “Quiero indicar que sería un problema territorial, ya que el Antonio y el Guatón Moise quieren traficar en Volcán Maipo, donde vivía Nicolás, el cual con otros familiares los espantaban del lugar”. 

El fiscal Luis Olguín lleva 16 años en la fiscalía y antes de eso fue abogado en Gendarmería. Es decir, conoce hasta los engranajes más pequeños del sistema procesal penal: las vísceras de una máquina que en más de una ocasión ha sido comparada con una moledora de carne. Olguín sabe, entonces, que siempre que hay un testigo protegido hay riesgo de que el caso se pierda. 

—En un principio esos testigos concurrían al tribunal, pero en los últimos años no, por miedo a represalias —dice. 

Los peritajes han permitido aclarar solo dos de las cinco balaceras de esa noche. Sobre cómo fueron heridas las otras seis víctimas, una de ellas fallecida, no hay ninguna pista. El 15 de junio de 2022, el fiscal le solicitó al juzgado de garantía que ordenara la detención de Antonio y del primo de Nicolás. 

—Yo le decía que se entregara, que no lo iba a dejar solo, pero él no quería. Le preguntaba si quería que lo mataran y me decía que no lo iban a matar, ni iba a caer preso —recuerda Elízabeth que le dijo a su hijo la primera vez que se vieron tras la balacera. 

Luego de ese encuentro, Antonio regresó a la villa y a los pocos días llamó a una de sus hermanas. Le contó que había pensado en la propuesta y que estaba pensando en entregarse. La razón: durante las noches tenía visiones paranormales. Una silueta se paraba a los pies de su cama y le tiraba la frazada.   

Sí. Antonio no le temía a la muerte ni a la cárcel. Eran los fantasmas.