Crónica

Brigada Mulchén


El agente que habló

Durante años los agentes lo negaron. No, no lo conocían. No, lo que dijo no era verdad. No, no era creíble lo que planteaba el suboficial (r) del Ejército José Remigio Ríos San Martín. Estaba loco, decían. En este perfil, el periodista Andrés López Awad desentraña su historia y revela las verdades detrás de sus declaraciones. Ríos San Martín entregó a sus superiores. La élite de la DINA. Oficiales del primer anillo de seguridad y el brazo operativo de Augusto Pinochet: la Brigada Mulchén.

Los hombres somos chimpancés desquiciados que aprendimos a hablar, nos gusta mucho la sangre, es nuestro vicio y no hay vuelta.

Cristian Geisse

Si en aquella tarde de agosto de 1993 alguno de los detectives de la Brigada de Homicidios hubiese sabido que almorzaba junto a un exagente de la DINA, a lo mejor José Remigio Ríos San Martín jamás hubiese declarado. Nunca se sabría la verdad sobre el homicidio de un funcionario internacional de Naciones Unidas. Ni tampoco quién envenenó hasta la muerte al conservador de Bienes Raíces de Santiago. Jamás hubiésemos conocido los horrorosos crímenes de los oficiales más cercanos a Augusto Pinochet.

Lo cierto es que ese día, en el casino de la Policía de Investigaciones, nadie notó que almorzaba con un asesino.

Ríos San Martín comía en silencio. Vestía de negro, completamente de negro. Zapatos, camisa, pantalón y vestón de tela negros. Su corbata también, a excepción de dos franjas gruesas de color blanco que quedaban justo a la altura de su corazón. El resto, negro. A sus cincuenta años, parecía más viejo que alguien de su misma edad. Cada día estaba más calvo y más gordo. Aun así, su corpulencia no denotaba sedentarismo de buena mesa, sino más bien, un cuerpo malnutrido, como una planta frondosa con raíces podridas.

En el comedor, junto a él, estaban los únicos dos detectives que sabían quién era. El inspector Nelson Jofré, un moreno de ojos achinados, y el subcomisario Rafael Castillo, apodado «Cabezón». Ambos eran miembros del Departamento V de Asuntos Internos de la Policía de Investigaciones, la unidad a cargo de investigar los crímenes de lesa humanidad cometidos en la dictadura.

Como dos sabuesos incansables, llevaban meses tras las huellas de Ríos San Martín, pero este siempre parecía ir un paso adelante. Sabían que era un agente retirado, desahuciado del Ejército en 1990. Tenía problemas de plata, dado que su primera esposa lo había demandado para obtener la mitad de su pensión y, además, debía pagar una mensualidad a su segundo matrimonio por los tres hijos que compartían. Aun así, resultaba imposible rastrearlo a través del dinero. Ríos San Martín cobraba en distintos cajeros automáticos de la capital para no dejar rastro. Para los detectives, era como perseguir a un fantasma.

Jofré revisó los archivos del Ejército y dio con una dirección. El 19 de julio de 1993 apareció en la puerta de una casa ubicada en Galvarino 628, en el centro de Santiago, el domicilio registrado de José Remigio Ríos San Martín. En el lugar lo recibió Laura Rubio, esposa del exagente. Contó que se conocieron en 1974 y que convivieron durante quince años, hasta octubre de 1992, cuando terminaron su relación. Le dijo que su marido era esquizofrénico paranoide. Que intentó matarla a ella y a sus hijos.

Rubio narró más pliegues de su vida. Ríos San Martín trabajó siempre en servicios de inteligencia. Primero fue parte de la DINA, luego de la CNI y finalmente de la DINE. Incluso, a comienzos de la dictadura fue parte de la escolta de Pinochet. Treinta años de servicio en el Ejército. Recordó que en 1976 vivían juntos en una casa en la calle Carmen, en el corazón de Santiago. Allí conoció a un amigo de su esposo que vivía en el pasaje contiguo junto a su tía, dueña de una pastelería. Su nombre era Eugenio Berríos Sagredo y ayudaba al negocio familiar elaborando el boldo que se servía a la hora del té. Con Ríos San Martín eran yuntas. Se juntaban a tomar en casa del primero, luego en la casa del segundo. Laura nunca supo qué pasó entre ellos, pero siempre le llamó la atención que su amistad haya terminado de un día para otro. Nelson Jofré sabía perfectamente quién era Eugenio Berríos. Exagente de la DINA, bioquímico, de mirada penetrante y reconocido fiestero. Un hombre de la noche. Estaba oculto desde noviembre de 1992 por organismos de inteligencia del Ejército para evitar su declaración en casos de violaciones a los derechos humanos.

Finalmente, Laura Rubio le dio una última pista a Jofré.

—Mi esposo usaba el nombre de Alberto Arroyo.

Los días pasaron y los detectives se dedicaron a «empadronar» las calles cercanas a la casa de Ríos San Martín. Un día, una niña de unos doce años se acercó a Jofré y su colega. Les dijo que ella lo conocía. Siempre se lo topaba con su mamá en los quioscos y librerías de San Diego, cuando iban a comprar revistas. Los detectives fueron al local señalado por la niña. Cuando llegaron, al enterarse de que buscaban a Ríos San Martín, el dueño del quiosco se impactó. Conversaron un rato. Sabía detalles de su oscuro pasado y en el barrio era conocido por su personalidad.

—Ocasionalmente viene a comprar libros de Pitágoras —les dijo, con susto.

—Usted nos llama si vuelve a verlo —le instruyó Jofré, dejando su número en las manos del locatario.

Pasados dos meses sin que el librero los contactara, el 10 de agosto de 1993, los detectives debían realizar una diligencia y la calle San Diego estaba de pasada. Jofré le pidió a su colega que fueran a darse una vuelta porque «en una de esas» podía estar ahí Ríos San Martín. Dicho y hecho, cuando el quiosquero vio a Jofré se puso pálido. Le hizo un gesto con los ojos y apuntó al cliente, antes de soltar lo que tenía en sus manos y de correr a perderse.

—¡Arroyo! —gritó Jofré—. ¡Alberto Arroyo!

Ríos San Martín volteó. Sus ojos verdes se mantuvieron impávidos.

—Yo sabía —respondió, sereno—, sabía que algún día me iban a encontrar.

Sin oponer resistencia, José Remigio Ríos San Martín fue llevado a la Brigada de Homicidios. Jofré y Castillo lo interrogaron. Muerto de miedo, respondió una a una las preguntas de los detectives. Al cabo de unos minutos, la caja de pandora se abrió.

Luego de su declaración, almorzaron junto a él en el casino de la Brigada de Homicidios. Después, lo llevaron al tribunal para que ratificara sus dichos, esta vez, ante la jueza Violeta Guzmán.

—¿Edad?

—50 años.

—¿Estado civil?

—Casado.

—¿Domicilio?

—Vivo en varias partes.

—¿Por qué?

—Miedo —respondió Ríos San Martín—, temo por mi seguridad y la de mi familia.

Estuvo toda la tarde declarando. Los mismos Jofré y Castillo lo llevaron de vuelta a su casa. Como dos sombras siguieron las indicaciones de Ríos San Martín a través de los pasadizos ocultos en la comuna de Recoleta. Allí residía un matrimonio de ancianos que aceptaron, por miedo, que se quedara con ellos. Muchas veces le pidieron que se fuera. Que tomara sus cosas y se largara, pero él no les hacía caso. Aun en democracia había que ser valiente —o estúpido— para decirle que no a un exagente de la DINA. Jofré y Castillo pasaron al patio trasero, donde Ríos San Martín levantó su guarida. Era una mediagua de madera gastada de cuatro por seis metros sin ventilación. Solo tenía una puerta y una ventana pequeña, que estaba clausurada. Cuando entraron, el bochorno de la habitación se aferró a las narices de los detectives. Un aire de putrefacción y sudor seco como cáscara en cada rincón. Arroyo se encerraba allí semanas enteras y salía solo a botar su balde de excrementos al patio. A veces se escapaba al Cerro San Cristóbal durante dos o tres días, y dormía a cielo abierto entre la tierra agostada y los arbustos marchitos. Esta peregrinación le costaba llegar a casa lleno de picaduras de insectos que enronchaban su piel blanca. Arroyo les contó que le gustaba comprar libros matemáticos y encerrarse en su pieza hasta resolver cada problema, tardara el tiempo que tardara.

El 19 de julio de 1993 apareció en la puerta de una casa ubicada en Galvarino 628, en el centro de Santiago, el domicilio registrado de José Remigio Ríos San Martín. En el lugar lo recibió Laura Rubio, esposa del exagente.

Los detectives no tuvieron que preguntar mucho más para hacerse una idea clara sobre su estado de salud.

—¿Por qué lo haces?

—Es un voto de castigo. Pagando por todo lo que hice en la DINA.

Aquel día, Ríos San Martín confesó haber sido parte de un crimen. Una operación que incluyó seguimientos, secuestro, torturas, asesinato y un montaje para encubrir el horror. Uno de los dos homicidios que finalmente reconocería.

Y no actuó solo.

—En 1976 fui destinado a la Brigada Mulchén de la DINA al mando del entonces capitán Guillermo Salinas Torres. A la fecha, integraban la brigada mi capitán Pablo Belmar Labbé, el teniente Juan Delmas Ramírez, mi teniente Jaime Lepe Orellana, mi teniente Patricio Quilhot Palma y mi teniente Manuel Pérez Santillán.

Ríos San Martín entregó a sus superiores. La élite de la DINA. Oficiales del primer anillo de seguridad y el brazo operativo de Augusto Pinochet: la Brigada Mulchén.

Selló su suerte. Y sin embargo, José Remigio Ríos San Martín habló.

***

Alberto Arroyo tuvo una infancia cruda. Fue concebido por accidente en una relación ocasional entre sus padres. Nunca conoció a su papá, y su mamá lo abandonó siendo todavía un niño. Se fue a Temuco a vivir con su abuela que era modista y siempre fue buena con él. Su abuelo, en tanto, tenía problemas con el alcohol y también los dejó, obligándolo a crecer en una soledad deshilvanada. A pesar de que José Ríos San Martín siempre fue retraído, solitario y hermético, le fue bien en el colegio. Era un excelente estudiante de poesía y matemáticas, pero tuvo que abandonarlo en sexto de humanidades porque empezó a trabajar fregando suelos y limpiando baños en una farmacia. Su abuela se estaba quedando ciega y él, con doce años, se tuvo que convertir en el jefe de hogar. Su juventud acabó de golpe cuando, dos años después, un incendio arrasó con su casa. La madre no lo ayudó ni con dinero, ni con cariño, y él nunca la perdonó. Obligado, se fue a Santiago a vivir con ella. Allí estuvo un año peleando todos los días con la pareja de su madre, hasta que no soportó más. Arroyo arrendó una pieza y se largó. A los diecisiete la vio por última vez en mucho tiempo. Su niñez fue así, pétalos ajados de un afecto que se le negó durante años.

***

José Remigio nunca quiso una carrera militar. A él lo motivaba practicar barra, atletismo y otros deportes. Sin embargo, apenas cumplió la mayoría de edad hizo el Servicio Militar Obligatorio y terminando primer año postuló a la Escuela de Infantería. Tres años después se casó con su primera esposa, Rosa Calderón, con quien tuvo dos hijos. Al poco tiempo, alcanzó el grado de suboficial mayor del Ejército y se desempeñó destacadamente como comando en inteligencia y montaña. También hizo el curso de la Escuela de Paracaidistas y Fuerzas Especiales de Peldehue. En servicio sólo tuvo dos accidentes. Se fracturó un pie y se rompió un tendón en el pectoral, siendo operado exitosamente en ambas ocasiones.

A comienzos de 1976, la DINA estaba en la cúspide de su poder. En dos años, liquidó a la plana mayor del MIR y el Partido Socialista, asesinando y desapareciendo a cientos de militantes de izquierda. La caída del Partido Comunista era solo cosa de tiempo. Por esto, para consolidar su fuerza y dar curso a operaciones especiales de eliminación de disidentes políticos, Manuel Contreras, el Mamo, creó la Brigada Mulchén. Un brazo de oficiales de primer nivel y de máxima confianza, encabezado por dos capitanes y tres tenientes, quienes, además, estarían a cargo de la seguridad indirecta del dictador. Sus nombres eran Guillermo Salinas, Jaime Lepe, Pablo Belmar, Patricio Quilhot y Manuel Pérez Santillán.

Además, el Mamo ordenó establecer una pequeña escisión dentro de la misma brigada, bautizada como Agrupación Avispa, comandada por el agente estadounidense Michael Townley y su esposa, la escritora Mariana Callejas. A esta unidad se sumó el bioquímico Eugenio Berríos, cuyas habilidades eran esenciales para la misión central de la Avispa: producir gas sarín. Un arma química letal utilizada en eliminación clandestina de personas, cuyos efectos pueden ser confundidos con un ataque cardíaco. La llamaron Proyecto Andrea.

Ríos San Martín y otros pocos suboficiales fueron seleccionados para sumarse a la Mulchén. Si bien todos eran comandos o paracaidistas, serían asistentes de los cinco oficiales a cargo. Aun así, significaba un orgullo. La Brigada Mulchén era sinónimo de viajes, privilegios y beneficios económicos, la élite de la DINA. Sólo los mejores y más probados agentes fueron elegidos. Allí conoció a Eugenio Berríos.

Ríos San Martín entregó a sus superiores. La élite de la DINA. Oficiales del primer anillo de seguridad y el brazo operativo de Augusto Pinochet: la Brigada Mulchén.

Mientras en el trabajo José Remigio era destacado y valorado, en casa, las cosas no estaban bien. Empezó a sentir que su esposa se volvió soberbia y muy agresiva, hasta el punto en que no podía seguir tolerándolo. Por él, hubiese terminado todo antes, pero su carrera en el Ejército se lo prohibía tajantemente y tenía hijos en los que pensar. No iba a abandonarlos como lo hicieron con él. Pero no pudo hacer mucho y poco a poco fue perdiendo el vínculo con ellos, según él, por culpa de Rosa. Más allá del contacto a través de la pensión alimenticia, Ríos San Martín no volvió a verlos.

***

Esa tarde de 14 de julio de 1976 José Remigio Ríos se paró en la mitad de la calle disfrazado de carabinero. Jaime Lepe, también vestido de policía, le había entregado el uniforme. Cuando vio que un Volkswagen blanco, patente ONU-164, se acercaba, le ordenó detenerse junto a la berma. Conocía al chofer. Hace unas semanas, Guillermo Salinas, jefe de la Mulchén, lo mandó a seguir cada uno de sus pasos. Era un comunista que podía estar ingresando armamento para organizar la resistencia, además de recibir a mucha gente con fuero diplomático, le explicaron. Después de un tiempo, los seguimientos de Ríos San Martín no dieron frutos: el hombre al volante hacía su vida más bien de forma rutinaria. De la casa al trabajo, del trabajo a la casa. Por eso, decidieron detenerlo.

Cuando el vehículo paró, Lepe, fingiendo ser un carabinero, cruzó unas palabras con el chofer y se subió de copiloto. Inmediatamente, Juan Delmas, oficial experto en transportes y que se había sumado a la Brigada Mulchén, desplazó al piloto hacia el medio y tomó el control del Volkswagen. José Remigio se sentó atrás y el vehículo enfiló hacia la cordillera. Tras ellos, otros dos autos con Guillermo Salinas, Pablo Belmar y Patricio Quilhot a bordo los escoltaron, con dirección a Lo Curro, sector en el que se emplazaba la casa-cuartel de la Agrupación Avispa.

Cuando llegaron a destino, bajaron al hombre que acababan de secuestrar. Era delgado, canoso, vestido de terno y con lentes de marco negro. Los agentes de la Mulchén lo vendaron, maniataron y sentaron en una silla frente al garage de la casa. José Ríos San Martín y el agente Patricio Quilhot estuvieron a cargo del interrogatorio. Durante las cinco horas que duró la violenta sesión, el hombre fue brutalizado por los agentes de la Brigada Mulchén. En un momento, volteó hacia Ríos San Martín y, exhausto, le dijo dos palabras que éste recordaría por siempre: «Pobre Chile».

Cuando el interrogatorio se detuvo, Guillermo Salinas reunió a los agentes y les confesó el destino final del sujeto que habían secuestrado. Le «prepararían un accidente». Ríos San Martín recibió la orden de abandonar la casa y crear un perímetro seguro en el cual dejar el cuerpo. Condujo un auto de la DINA hasta el Parque Metropolitano y esperó a que sus jefes llegaran. Una hora y media más tarde, el resto de la Brigada apareció en el lugar. José Remigio Ríos San Martín vio cómo los agentes reían y bromeaban con el cadáver que él mismo torturó, antes de arrojarlo con su Volkswagen cerro abajo. 

Él sabía su nombre. Se llamaba Carmelo Soria, un funcionario internacional español de Naciones Unidas de 54 años, casado, con dos hijas adolescentes y un hijo de once.

***

Para Ríos San Martín, aquella noche del 29 de noviembre de 1976 todo ocurrió muy rápido. Sigiloso, golpeó la puerta del departamento treinta y uno. Acompañado de Pablo Belmar, esperó respuesta desde el interior. Le llamó la atención que el dueño de casa abriera sin preguntar. Tal vez esperaba a alguien, pensó, pero de seguro no a dos agentes de la DINA. De inmediato se abalanzaron sobre él y lo arrastraron hasta el último dormitorio del ala norte. Allí, lo maniataron y arrojaron encima de la cama de dos plazas. Ríos San Martín llamó por radio.

Todo estaba listo.

A los pocos segundos, llegó el resto de la Brigada Mulchén a la habitación. Vestidos de civil, Guillermo Salinas, Patricio Quilhot, Manuel Pérez Santillán y también Eugenio Berríos vieron al hombre de camisa a rayas y cabello gris reducido por los agentes. Rápidamente, dieron la orden de ejecutarlo. Ríos San Martín observó todo desde la puerta de la pieza. Su amigo bioquímico sacó un frasco con forma de tubo en pulverizador. Era el gas sarín que él mismo fabricó. Berríos se cubrió la nariz y la boca y aplicó el veneno en el rostro del sujeto. Se escucharon unos pequeños estertores y, en un abrir y cerrar de ojos, el hombre murió.

Salinas ordenó a Ríos San Martín que le limpiara la boca al cadáver con un trapo. Como siempre, hizo caso. Su superior le dejó en claro que debía borrar todo vestigio antes de irse. Arroyo llevó el paño al lavadero y estrujó los suspiros finales de su víctima por el desagüe. Con la tarea cumplida, fue el último de la brigada en salir. El cuerpo sin vida de Renato León Zenteno, conservador de Bienes Raíces de Santiago, quedó recostado en la misma cama en la que la Mulchén lo asesinó.

Horas más tarde, ya en la madrugada del 30 de noviembre, Eugenio Berríos notó que le faltaba algo. Había olvidado la tapa del tubo con sarín en el departamento de calle Holanda. La brigada volvió al lugar a buscarla. A eso de las cuatro de la mañana, Ríos San Martín y el bioquímico se escabulleron dentro del edificio. Forcejearon un rato la puerta. Lograron romper una parte de la chapa, pero la doble cerradura hizo imposible que pudieran entrar nuevamente. El ruido alertó al conserje, Manuel Rodríguez, quien notó que algo estaba pasando. Para no ser descubiertos, decidieron irse corriendo del lugar.

Ríos San Martín apagó las luces del pasillo y junto a Berríos se esfumó entre las sombras.

***

Ese día de fines de los ochenta, José Remigio esperó parado junto al quiosco frente al Café Do Brasil, en el centro de Santiago. Frecuentaba aquel lugar desde hace años. Allí, al igual que en otro local a un costado del Banco BCI, en el que la DINA tenía una oficina, estableció un punto de encuentro con su amigo para cuando este tuviera problemas. Durante toda la década, Ríos San Martín fue custodio de Eugenio Berríos.

El bioquímico no pasaba por un buen momento. Estaba involucrado con carteles de droga, que él mismo producía, y tenía problemas de dinero, tras haber entregado decenas de cheques sin fondo. En un momento incluso intentó exportar gas sarín a Libia para generar ingresos. Además, había sido devorado por la noche, caído en la cocaína y el alcohol; la puerta de entrada a la altanería, en la que se ufanaba de los crímenes cometidos por la DINA. Manuel Contreras confió en Ríos San Martín para convertirse en el contacto entre él y Eugenio Berríos. Por eso, le ordenaron vigilar cada uno de sus pasos durante los ochenta. En un comienzo, su trabajo de custodio resultó más sencillo, porque era vecino de Berríos, en calle Carmen. Pero hacia el final, el bioquímico se convirtió en una molestia para todos y su relación de amistad terminó de golpe, un par de años antes de que Berríos desapareciera para siempre en Uruguay.

Ríos San Martín siempre le aconsejó lo mismo: que se fuera con cuidado.

***

Con el retorno a la democracia, José Remigio se acogió a retiro en el Ejército con el grado de suboficial mayor. Después de eso nunca volvió a trabajar. El fin de su carrera militar también marcó el término de su relación con Laura Rubio, con quien tuvo tres hijos. Se había casado un año después de asesinar a Carmelo Soria y a Renato León Zenteno.

Ríos San Martín se enloquecía de celos. Estaba seguro que ella lo engañó en más de una ocasión. En su mente vivía un recuerdo de Laura subiéndose al auto de unos sujetos y también uno besándose con otro tipo. La confrontó muchas veces por estos engaños, pero ella siempre lo negó. Según Arroyo, Laura siempre inventaba excusas o que estaba cansada para evitar acostarse con él, antes de ir en búsqueda de nuevos amantes. También, que en un momento ella se sinceró y le dijo que en él había encontrado seguridad, pero que jamás había podido disfrutar sexualmente. Nadie entendía qué pasaba por la cabeza de Ríos San Martín, ni por qué celaba de forma tan enfermiza a Laura. Para todos, ella era una mujer trabajadora, honrada, preocupada por su familia y que jamás le fue infiel.

Vestidos de civil, Guillermo Salinas, Patricio Quilhot, Manuel Pérez Santillán y también Eugenio Berríos vieron al hombre de camisa a rayas y cabello gris reducido por los agentes. Rápidamente, dieron la orden de ejecutarlo.

Los episodios violentos alcanzaron niveles abismales. José Remigio ahorcó a su hija de seis meses por estar seguro que era de otro hombre. En otra ocasión, compró una navaja y amenazó de muerte a Laura Rubio delante de sus hijos. Se detuvo sólo cuando Gary, de doce años, le suplicó que no asesinara a su mamá. Solange, su hija mayor, estaba acostumbrada a las crisis de su padre quien, luego, de la nada, volvía en sí y se tranquilizaba.

Ríos San Martín comenzó a ver lo que quería ver. Un día escuchó que un tipo llegó en un auto sin tubo de escape, metiendo ruido hasta la entrada de su casa y que le dijo: «ya no matarás más gente». Él decidió hacerle frente, pero el hombre huyó por el tejado y Arroyo lo salió persiguiendo. Cuando se calmó un poco, se dio cuenta de que estaba solo y todo había sido parte de su imaginación. Este evento, sumado a la presión de su familia, lo llevaron a recurrir a terapia psiquiátrica, donde lo diagnosticaron como esquizofrénico.

Al día de hoy, la familia no quiere hablar sobre José Ríos San Martín. Ni de lo que hizo, ni de su personalidad, ni de la violencia que vivieron. Su hija, Solange Ríos, dice «lo pasado, pasado está».

***

En noviembre de 1993, José Ríos San Martín llegó vestido de cura a declarar ante la justicia castrense y se desdijo de todo. Habían pasado menos de tres meses desde su confesión a los detectives Nelson Jofré y Rafael Castillo. Esta vez, lo hizo ante un Tribunal Militar, que había arrebatado el caso de Carmelo Soria a la jueza Violeta Guzmán de la justicia civil.

En la transcripción de la declaración se lee el siguiente diálogo:

—Yo solo he dicho mi verdad, la que para otros puede ser relativa y ello basado en una fidelidad a Dios, por eso soy responsable de mis actos.

—¿Por qué usted rectifica su declaración? —le preguntaron.

—Cuando se me tomaron las declaraciones yo estaba en un estado emocional complicado. Se me había diagnosticado anteriormente una esquizofrenia en 1991 y de esto me acuerdo con precisión.

—¿Por qué hizo declaraciones tan específicas (respecto del caso Soria)?

—Pienso que derivado de mi fracaso matrimonial y el haber estado solo por varios meses. En definitiva, de haberse quebrado mi sistema de vida podría haberme configurado mentalmente una doble personalidad.

—¿Cuándo escuchó usted hablar por primera vez de Carmelo Soria?

—En agosto de 1993, en los titulares de El Siglo y La Tercera.

—¿Por qué no comunicó a sus superiores el estrés que lo afectaba en 1976?

—Porque el agotamiento o enfermedad no pueden entorpecer el cumplimiento del deber.

—¿Sabía usted si la DINA investigó a Carmelo Soria?

—Desconozco.

—¿Tiene usted conciencia de que en sus declaraciones prestadas ante los Tribunales podrían existir lagunas, vacíos y eventualmente contradicciones?

—Un ser humano puede responder de diferentes formas, atendiendo al estado emocional que vive. Yo lo asimilo como la vista con el daltonismo, en el sentido de que si se confunden los colores se confunden las ideas. La vista es el reflejo de la mente, entonces ¿por qué la mente no puede sufrir daltonismo?

—¿Por qué viste usted de negro?

—Es un principio personal, religioso. Los colores primarios no consideran al negro por ser este carente de color. Y si lo establecemos en el espectro de colores, el negro está estableciendo el cero absoluto, digamos, de valor de color. Basándome en ese simbolismo uso el color negro, porque vestido así indico que estoy desnudo ante él (Dios). Uso el color negro a partir de los conocimientos que he adquirido acerca de la muerte.

Las anteriores declaraciones ante la justicia civil fueron invalidadas inmediatamente. El 6 de diciembre la justicia militar sobreseyó el caso. José Remigio Ríos San Martín y Guillermo Salinas Torres fueron amnistiados.

A pesar de lo surrealista de las nuevas respuestas, el Tribunal Militar no pidió un informe psiquiátrico.

***

Unos días antes de que el caso fuera entregado a la Justicia Militar, José Remigio Ríos San Martín esperó sentado en una mesa del restaurante «La casa vieja», en calle Chile-España 249. Estaba demolido emocionalmente, sin hogar, durmiendo en cementerios y con apariencia de vagabundo. No sabía con qué o con quién se encontraría, pero no aguantaba más el miedo anochecido que lo envolvía cada segundo desde que confesó los crímenes que él y sus superiores cometieron en la Brigada Mulchén.

Su abogado, Roberto Miranda, lo convocó a ese lugar y él simplemente hizo caso.

Luego de unos minutos dos sujetos se sentaron junto a él. Eran Patricio Quilhot y Jaime Lepe, quien en ese momento era el Secretario General del Ejército, es decir, el número dos después de Augusto Pinochet, que seguía ejerciendo como Comandante en Jefe del Ejército en democracia. Venían a arreglar las cosas. A pedirle comprensión por su comportamiento de la última semana, cuando Lepe ordenó al Batallón de Inteligencia del Ejército (BIE), a cargo del comandante Fernán González Fernández, que siguiera cada uno de los pasos de Arroyo. Le pidió a Patricio Belmar Hoyos, jefe de la Unidad de Contraespionaje del BIE, que montara un equipo con sus mejores hombres de inteligencia y coordinara el operativo.

Quilhot y Lepe fueron sinceros con él. Sabían todo lo que hacía. Tenían contadas las veces que Ríos San Martín iba a rezar a la iglesia de calle Teatinos y cada vez que visitaba un cité en calle Chiloé. Arroyo no era estúpido y tampoco se andaba con medias tintas, al final, también era experto en inteligencia y exagente de la DINA y la CNI. Le comentó a ambos que días atrás enfrentó a un militar que lo estaba siguiendo por el Paseo Ahumada. «Si continúas siguiéndome, te voy a eliminar», le dijo Ríos San Martín, sin tapujos.

Al día de hoy, la familia no quiere hablar sobre José Ríos San Martín. Ni de lo que hizo, ni de su personalidad, ni de la violencia que vivieron. Su hija, Solange Ríos, dice «lo pasado, pasado está».

Muchos miembros del equipo de ocho personas que consolidó Belmar Hoyos eran jóvenes suboficiales de Ejército. Algunos no entendían por qué se les ordenó seguir a un suboficial mayor en retiro con actitudes tan extrañas, pero como todo en las Fuerzas Armadas, órdenes eran órdenes y estas no se cuestionaban. A través de una radio, reportaban a sus superiores todo lo que hacía Arroyo. Cómo se metía en calles sin salida y luego desaparecía del radar, o cómo circulaba por distintos sectores de la ciudad, subiendo y bajando de micros repetidamente.

Lepe y Quilhot no estaban solos. Afuera del restaurante estaban Patricio Belmar Hoyos y José Roa Vera, asegurando la seguridad de la reunión. Atentos a que Ríos San Martín no hiciera nada alocado.

—Venimos a darte apoyo moral para tu declaración—le dijo Jaime Lepe, con su característica voz calmada.

—Tienes que pensar muy bien lo que declaraste por el caso Soria —dijo amenazante Patricio Quilhot—. Podríamos sufrir veinte años de cárcel. Ten presente, además, que la calidad de uniformado y la imagen que se tiene de este se pierde totalmente en una situación de juicio.

Ríos San Martín no se achicó.

—A mí en la institución, como militar, se me enseñó el culto a la verdad —respondió— y eso es lo que hice al dar mi testimonio.

Jaime Lepe tomó el control de la situación. A estas alturas era un militar experimentado, con trato y un importante manejo con la diplomacia interpersonal. Negociaba con altos mandos militares y políticos, por lo que sabía qué decir para convencer a un loco de hacer lo que él quería.

—Tus camaradas no te vamos a abandonar. Puedes contar conmigo para cualquier cosa —dijo Lepe—. No cambies tu declaración.

Jaime Lepe y Patricio Quilhot se despidieron. Estaba todo dicho.

El 16 de noviembre de 1994, exactamente un año después del día que la justicia militar se hacía cargo del caso Soria, el abogado de Ríos San Martín, Roberto Miranda, recibió «un regalo». El suboficial José Roa dejó en el estacionamiento de la oficina del abogado, en el edificio La Colonia, en calle Catedral 1465, una camioneta Chevrolet Luv, del año noventa, patente ED-2030, como obsequio para José Ríos San Martín. El mismísimo Jaime Lepe hizo las gestiones para la compra con dineros institucionales de la Comandancia en Jefe del Ejército. El suboficial mayor Leonardo Quilodrán fue el encargado de la operación con la compañía Agrícola Punta de Cortés Limitada, como registra el repertorio 2372.

Una cooperación por la difícil situación económica que estaba atravesando Arroyo, a quien le retenían casi todo su sueldo para pagar pensiones alimenticias. Coincidentemente, unos días antes de su declaración ante la Justicia Militar, Arroyo se encontró con Patricio Quilhot en el cine Astor. Este último se acercó con condescendencia y le entregó un sobre.

—Para que compres ropa —dijo Quilhot— y te presentes de debida forma en tribunales.

Eran 30 mil pesos. Dinero suficiente para que Arroyo supiera de qué se trató toda esta treta de policía bueno y policía malo.

Una camioneta con los papeles vencidos y treinta lucas, sumado a la cuota de miedo, fueron suficientes para que Ríos San Martín negara todo lo que había confesado sobre los crímenes de la Brigada Mulchén.

***

En treinta años de procesos judiciales, los agentes de la Brigada Mulchén han repetido una y otra vez lo mismo. Que Ríos San Martín era un loco, que inventó todo lo confesado, que nunca lo conocieron. La primera vez que lo negaron fue en 1993, ante el Tribunal Militar por el caso de Carmelo Soria. La última, en 2022 ante la ministra Paola Plaza por el caso de Renato León Zenteno. Guillermo Salinas dice que todo lo malo que le ha pasado, ha sido culpa de un gallo loco, interdicto y que intentó matar a su familia.

Pese a esto, hay elementos de sobra que prueban que las confesiones de José Remigio Ríos San Martín son verídicas.

Por ejemplo, en el caso Soria, además de la declaración de Arroyo, el mismo Michael Townley confesó el asesinato. Sus palabras alcanzaron masividad pública cuando en 1993 el programa Informe Especial transmitió una entrevista entre el norteramericano y el periodista Marcelo Araya. El capítulo fue grabado a fines de 1992 y su contenido sólo fue revelado con su transmisión en televisión abierta el 16 de agosto de 1993. Ríos San Martín había confesado una semana antes. Es decir, ni Townley, ni Arroyo declararon sabiendo lo que había dicho el otro. Aún así, ambos testimonios fueron los mismos. También, las lesiones en el cuello identificadas en la autopsia de Carmelo Soria se condicen con las torturas descritas por Ríos San Martín.

En el caso León Zenteno, el cuerpo fue encontrado en la misma posición descrita por el exagente y el examen toxicológico reveló que efectivamente fue asesinado con gas sarín. Además, los registros fotográficos de la policía en 1976 muestran la chapa del departamento treinta y uno rota tal y cómo Ríos San Martín describió. Finalmente, el testimonio del conserje del edificio de calle Holanda, Manuel Rodríguez, calza con lo narrado por Arroyo años después.

La lista de pruebas sigue con declaraciones de otros agentes y terceros que escucharon, se enteraron o derechamente supieron a través del mismo Ríos San Martín en sus años de lucidez.

En sus tres décadas de servicio, como se ve en sus hojas de vida, José Remigio jamás tuvo un episodio de insania. Los agentes de la Mulchén no tuvieron problemas para trabajar con él durante ese periodo como agentes de inteligencia y como escolta indirecta de Augusto Pinochet. Tampoco Manuel Contreras, cuando lo designó durante diez años como su contacto con uno de los principales cabos sueltos de la dictadura, Eugenio Berríos. 

Una camioneta con los papeles vencidos y treinta lucas, sumado a la cuota de miedo, fueron suficientes para que Ríos San Martín negara todo lo que había confesado sobre los crímenes de la Brigada Mulchén.

A pesar de los esfuerzos de la Brigada Mulchén por ocultar la verdad, primero sobornando y luego tildando de loco a José Ríos San Martín, lo cierto es que hoy Guillermo Salinas, Pablo Belmar, Patricio Quilhot y Manuel Pérez Santillán están procesados por el crimen de Renato León Zenteno, el conservador de Bienes Raíces, y Jaime Lepe falleció condenado como autor del crimen de Carmelo Soria.

Todo esto, a partir de la confesión de un criminal que fue parte del horror y cuyos fantasmas cargó por siempre.

El 27 de octubre de 1994, José Remigio fue periciado por los médicos del Servicio Médico Legal, Slavko Benusic e Inge Onetto, quienes emitieron el informe mental número 1462/94. «José Remigio Ríos San Martín no tiene antecedentes de consumo patológico de alcohol ni drogas. Es lúcido, consciente, orientado en el tiempo, espacio y situación de examen en la cual colabora con reservas. Responde de forma cautelosa evitando dar detalles que puedan comprometerlo. A ratos logra abrirse y explayarse un poco más, pero siempre manteniéndose reticente, muy desconfiado y pensado que todo lo que diga puede ser interpretado como locura o usado en su contra. Es de pensamiento estructurado, coherente. En sus contenidos aparecen ideas irracionales y sobrevaloradas, con algunas interpretaciones autorreferentes. Sobre las infidelidades de su pareja, tiene certeza absoluta de estas, pero se niega a dar detalles. Tiene afectividad poco modulada, rígida con elementos de sobrevaloración del yo. Irritabilidad. No hay consciencia de enfermedad. Tiende a heteroculpabilizar y autojustificar mediante diversas racionalizaciones. No se observan alucinaciones ni ideas delirantes sistematizadas. Su nivel intelectual es normal», concluyó el documento.

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A las cinco de la tarde del 23 de febrero de 2013, Hortensia Briones, fue a ver a su vecino de hace dieciséis años en su casa de calle Los Molles 0870, en la comuna de Recoleta. Sabía que tenía un complicado estado de salud a sus casi setenta años y que no había tenido una vida fácil. Por esto, todos los sábados lo visitaba para chequear que todo estuviera en orden.

Cuando llegó a la casa nadie contestó el timbre. Briones se dio cuenta de que la puerta del antejardín estaba abierta y decidió entrar. Atravesó el pasillo y con cada paso que daba el aire era barnizado con un olor a carne podrida más y más fuerte. Cuando llegó al final, a una habitación de unos cuatro por cuatro metros, el bochorno descompuesto orbitaba sobre un cuerpo que yacía sentado en una silla. Lo llamó por su nombre, pero no recibió respuesta.

Inmediatamente, supo que su vecino estaba muerto.

El cuerpo de José Remigio Ríos San Martín llevaba días descomponiéndose en esa silla. Al igual que cuando los detectives Nelson Jofré y Rafael Castillo lo visitaron en su casa por primera vez para ver cómo vivía, todo era putrefacción.

El certificado de conducta del Ejército de Alberto Arroyo destacó que «demostró excelentes condiciones personales y profesionales».

Nota seis. Buena conducta.

*El 22 de agosto de 2023, la Corte Suprema falló definitivamente en el caso de Carmelo Soria. Esta vez, sí acogió las declaraciones de José Ríos San Martín y condenó como autores del homicidio a Guillermo Salinas, Pablo Belmar y Patricio Quilhot, quienes se encuentran prófugos de la justicia. Carmen, hija del funcionario internacional, dice “tardaron cuarenta y siete años en creernos”.