Crónica

Perfil de Álvaro Puga Cappa


Un funcionario en el infierno

Propagandista, censor, guionista y dramaturgo, Álvaro Augusto Pilade Puga Cappa fue un personaje multifacético y de extremos que representó los excesos de la dictadura militar, a la que procuró darle un relato épico y fundacional. Estuvo desde las primeras horas del golpe de Estado redactando bandos militares y su temprana cercanía con Pinochet y los altos mandos militares lo alzaron como el primer asesor civil del régimen. Desde ese lugar, escribió discursos e informes de inteligencia, y diseñó operaciones psicológicas y montajes como la Operación Colombo, por encargo de la DINA y luego de la CNI. Murió pobre, olvidado e impune. Sus rastros como ideólogo de la dictadura estuvieron ocultos. Hasta hoy.

Este artículo es parte de El primer civil de la dictadura, proyecto multimedia de Revista Anfibia y la Universidad Alberto Hurtado en conmemoración del 50 aniversario del golpe de Estado. Visita la cobertura completa aquí.

Cuando su figura ya parecía estar quedando en el olvido, cuando no era más que una sombra difusa de un horror pasado, en extinción, Álvaro Puga Cappa se las arregló para volver a la vida pública de un modo improbable. Improbable y controversial. Era noviembre de 1997, y para sorpresa de los jurados, su nombre aparecía al interior del sobre sellado que daba cuenta del ganador de la novena versión del concurso de dramaturgia Eugenio Dittborn, de la Pontificia Universidad Católica de Chile. 

Además de propagandista, columnista, cerebro de operaciones psicológicas y colaborador de la policía política de Pinochet, ahora Puga era dramaturgo y autor de una obra de humor negro contigente que a juicio del jurado contenía “una estructura dramática muy interesante, que plantea varios ejes argumentales” y “constituye una metáfora del infierno, a través de pesadillas recurrentes y kafkianas donde se critica la sociedad chilena actual”. 

El título: Un funcionario en el infierno

Fue un escándalo, por cierto. Un escándalo que primero se vivió a puertas cerradas, entre los jurados de un concurso al que se participaba con seudónimo, y que luego se amplió al mundo de la dramaturgia. ¿Cómo podían darle un primer lugar a quien estaba detrás de ese oprobioso titular del diario La Segunda que rezaba “Exterminados como ratones”? ¿Cómo era posible que Puga ganara el primer lugar y que alguien como Jorge Díaz, dramaturgo reconocido y prolífico, se quedara con el segundo puesto, por un texto sobre la tortura y la delación llamado La cicatriz?

La académica Inés Stranger, una de las integrantes del jurado, recuerda que la obra estaba escrita en registro satírico y parecía más una crítica a la dictadura que a la nueva democracia, como lo explicó después el ganador al diario La Segunda: una mirada crítica “de la burocracia, de la ineptitud de los empleados públicos y de la corrupción moral” de esos días. Stranger recuerda que no fue un veredicto unánime. Y como ninguno de los jurados había escuchado hablar del ganador, ni menos sabía lo que había hecho, no hubo reparos en otorgarle el primer lugar del concurso. “Era lo que correspondía”, dice.

La ceremonia fue sobria y breve. “Una cosa muy incómoda”, recuerda el actor y director de teatro Ramón Núñez, que también fue parte del jurado. Para asombro de los presentes, Puga tuvo la ocurrencia de asistir acompañado del general en retiro Humberto Gordon, que una década atrás había sido director de la Central Nacional de Informaciones (CNI) y miembro de la Junta Militar. Gordón “llegó vestido de uniforme militar y nos observaba a cada uno de nosotros, de la cabeza a los pies, uno por uno, de manera escrutadora”, dice el actor. No hubo discursos ni lugar para agradecimientos. La obra premiada nunca se montó ni menos se publicó, como si no hubiera existido. Y luego de eso Puga volvió a su vida de siempre, a un segundo o tercer plano, al olvido público, a los callejones y sótanos de los servicios de inteligencia de la dictadura que seguían operando en las sombras y en la cárcel de Punta Peuco.

En definitiva, Álvaro Augusto Pilade Puga Cappa volvía a un lugar reservado al olvido y desprecio incluso en la misma derecha. 

Archivo Histórico / Cedoc Copesa

Que Puga fuera el ganador del concurso de dramaturgia de la UC puso al jurado en una situación incómoda. Pero lo más sorprendente es que se le ocurrió asistir a la ceremonia de premiación acompañado del ex director de la CNI Humberto Gordon, quien llegó de uniforme.

Era un duro entre los duros. El primer y último civil del régimen militar, como le gustaba decir. Y claro, no era un decir. 

Desde las primeras horas del 11 de septiembre de 1973, si no antes, estuvo instalado en el edificio de las Fuerzas Armadas, de camisa arremangada, redactando bandos militares en una máquina de escribir. Luego pasó al edificio del Diego Portales, a cargo de Asuntos Públicos, que veía las comunicaciones y la censura del régimen. Tenía llegada directa a Pinochet y a los otros jefes golpistas, pero en el camino, muy pronto, se enfrentó a Jaime Guzmán y, por extensión, a todos los gremialistas. Y en este caso, enfrentarse significó una lucha descarnada tanto a la luz pública como a las sombras de los organismos de inteligencia, en un intento por ganar posiciones de influencia y poder en la dictadura.

Se identificaba con los nacionalistas de viejo cuño, que fundaron un partido político al alero de la CNI y fueron perdiendo poder a partir de la segunda mitad de los años setenta frente a los gremialistas, a los que llamaba “los favoritos de Pinochet”. Había quedado en el lugar de los derrotados, el de los civiles que apostaban por volver a Pinochet un culto, el de los militares que hicieron el trabajo sucio mientras los civiles administraban el gobierno y de paso hacían negocios. Y todo eso —unido a su vínculo con los organismos represivos de la dictadura, la DINA y más tarde la CNI— terminó por pasarle la cuenta. 

En agosto de 2010, cuando lo frecuenté en su departamento de la comuna de Providencia por una serie de entrevistas para el libro La secreta vida literaria de Augusto Pinochet (Debate, 2013), estaba pobre como una rata, Puga. No tenía ingresos regulares ni jubilación. Escribía columnas que cada tanto publicaba en el diario de la IV Región El Día, propiedad de su familia, “por tres chauchas”. No sabía si llegaría a fin de mes. Si las cosas seguían así, me dijo, tendría que mudarse con su esposa a la casa de una de sus hijas, cosa que hizo a finales de ese mismo año. 

Era el primer año de la presidencia de Sebastián Piñera, el primero de un gobierno de derecha elegido de manera democrática en cincuenta años y nadie en esa administración lo había llamado ni lo llamaría para darle trabajo. Era el precio de la lealtad, me dijo. El precio por ser amigo de gente como Humberto Gordon y Manuel Contreras, el director de la DINA. 

A Manuel Contreras, a quien conocía de la juventud, le quedaban cinco años de vida. Los mismos cinco años que le quedaban a Puga. Ambos habían nacido en 1929 y murieron en 2015, con tres meses de diferencia, a los 86 años. 

EL HOMBRE CAUTO

Como buen conspirador, Puga se empeñó en ocultar quién era y sobre todo qué hizo en el campo de la inteligencia política y la represión, si es que no se empeñó en construir un mito sobre sí mismo. En los pasillos del Diego Portales, que fue sede de gobierno en los setenta, lo apodaban El Obispo. “En general me llevaba muy bien con los militares, mi problema era con algunos civiles. Y para serle franco, yo tampoco era fácil”, me dijo en una de las visitas a su casa. “Yo pasaba y las secretarias temblaban, pensaban que podía hacerles alguna observación”. 

Si en esos años le gustaba ostentar poder, tras el retorno a la democracia prefirió hacerse invisible. La propia Corte Suprema se sorprendió de que siguiera con vida en los 2000. Según una nota del año siguiente en El Mercurio, cuando se solicitó su comparecencia en una causa por derechos humanos, la justicia “había desistido de interrogarlo ‘por ser un hecho público y notorio que estaba muerto’”.

Y no. 

Puga se las arregló para pasar inadvertido ante la justicia. Y jamás rindió cuentas ni se arrepintió de alguna cosa. De qué se iba a arrepentir, si nunca reconoció vínculos con la inteligencia militar ni haber participado en alguna operación política o represiva.

Puga se jactaba de ser “el primer civil de la dictadura” porque se instaló en el edificio de las Fuerzas Armadas desde temprano el 11 de septiembre de 1973, donde le encargaron escribir los bandos militares con los que se estrenó la dictadura.

Una de las primeras pistas en la inasible y dispersa biografía de Álvaro Puga se encuentra en su libro El mosaico de la memoria (Editorial Maye, 2008). Un texto críptico, de pretensiones literarias, antecedido por un epígrafe que cita a Shakespeare: “El hombre cauto jamás deplora el mal presente; emplea el presente en prevenir el futuro”. Publicado por la editorial del ex ministro del Trabajo de la dictadura Alfonso Márquez de la Plata, El mosaico de la memoria es una suerte de autobiografía en la que su autor se empeña en reafirmar “su ideario patriota”, que “le significó ser considerado un duro, posición que hoy mantiene sin claudicar”, a la vez que trasluce un cierto sentimiento de ingratitud ante el olvido, el desprecio y, sobre todo, ante la falta de reconocimiento, “ante la muy poca atención a lo que uno pueda decir o contar”. 

Estructurada a retazos, con fragmentos de episodios parciales y arbitrarios —una construcción de recuerdos dispersos “que llegan a mi cerebro como las hojas secas caen de los árboles, sin un orden premeditado”—, la autobiografía se compone de un conjunto de capítulos que están muy lejos de proponer una visión verosímil y completa de su trayectoria profesional y política. Se trata de una biografía a destellos, de memoria selectiva y olvidadiza, que se empeña en omitir los aspectos más controvertidos de su papel en dictadura. 

En efecto, no hay una sola mención ni menos reconocimiento a su vínculo con la DINA y la CNI. Cuanto más, con un dejo de orgullo y autosuficiencia, da cuenta de su participación en instancias formales de la dictadura y en el mismo golpe de Estado, como autor de los bandos militares que se difundieron desde las primeras horas del 11 de septiembre de 1973. De esos textos tipeados en máquina de escribir, cuyos originales dijo haber regalado al coleccionista Carlos Alberto Cruz, destaca el comunicado que anunció la muerte de Salvador Allende, “una de mis mejores obras nacidas de mi pluma, por la concisión y mesura con que fue dicha esta noticia al país”.

LA UNIVERSIDAD DE LA VIDA

La pluma, si hay tal, viene de familia. Nacido el 10 de julio de 1929 en Santiago, fue el primogénito, y el único hijo hombre, del matrimonio de Clara Cappa Moretti y  Álvaro Puga Fisher, dueña de casa ella, periodista, dramaturgo y empresario de espectáculos él, de cierta fama en los años cuarenta y cincuenta en la capital.

Para el hijo mayor, su padre fue un genio que malgastó su talento y todo el dinero que ganó con él. Ludópata, mujeriego y bebedor, murió a los 48 años, sin dejar nada más que deudas, de modo que el primogénito, apenas salido del colegio, tuvo que hacerse cargo de su abuela, su madre y sus hermanas. Gracias a los contactos de sus tíos paternos, llegó a trabajar en la sección de policiales de Las Últimas Noticias y de ahí en el Banco Sudamericano. Se casó, tuvo hijos. Como sus gastos crecían y ganaba poco —$1.480 pesos de la época—, partió a probar suerte a Buenos Aires, donde se había criado su madre y tenía familiares. Los Cappa Moretti, que le ayudaron a conseguir un empleo en una fábrica textil y luego en una distribuidora de televisores.

Puga, que no pasó por la universidad, dijo haber aprendido en Argentina gran parte de lo que luego aplicó a su regreso a Chile. Sin entrar en detalles, en una entrevista de 1980 aseguró, suelto de cuerpo, haber asesorado al almirante Isaac Rojas, vicepresidente de facto tras el golpe de Estado de 1955 a Perón, que dio inicio a la llamada Revolución Libertadora.

Museo de la Memoria y los Derechos Humanos

Uno de sus pocos mentores, si no el único, fue el abogado y escritor argentino Marcelo Menasché, que le enseñó “muchísimo más de lo que me ofrecían las universidades”. Menasché, que fue el primer traductor al español de Marcel Proust y guionista de películas de Enrique Santos Discépolo, lo introdujo en los clásicos de la literatura y lo animó a escribir dramaturgia. Una dramaturgia casi fantasma, porque las obras que escribió en Buenos Aires dijo haberlas destruido, en una crisis de confianza.

La confianza, que le sobraba, le volvió a su regreso a Chile, a mediados de los sesenta. Se estableció en Santiago y creó la editorial y comercializadora de libros jurídicos Encina y se integró al Club de los Viernes, un círculo de amigos que sesionaba en el Club de la Unión y gastaba el tiempo bebiendo y hablando de política y literatura. Por cierto, en el Club de los Viernes todos eran hombres, en su mayoría periodistas de derecha, que en las dos décadas siguientes colaboraron en algunas de las operaciones ejecutadas por Puga y los aparatos de inteligencia. 

Álvaro Puga se identificaba con los nacionalistas de viejo cuño, que fundaron un partido político al alero de la CNI y fueron perdiendo poder a partir de la segunda mitad de los años setenta frente a los gremialistas, a los que llamaba “los favoritos de Pinochet”.

En ese círculo de amistades estaban Fernando Díaz Palma y Alberto Guerrero, que en dictadura dirigirán Las Ultimas Noticias y La Tercera, respectivamente. También Mario Carneyro, director de La Segunda, quien lo llevó a escribir columnas en ese vespertino al comienzo de la Unidad Popular y dio pie al mito —y el terror— de Alexis. Bajo ese seudónimo, el ahora columnista político disparaba en contra del gobierno de la Unidad Popular y cada tanto, sin medias tintas, llamaba a un golpe militar. El combate de Puga se trasladó también a un espacio de opinión en radio Agricultura y, a partir de 1972, al Frente Nacionalista Patria y Libertad, organización paramilitar chilena de pensamiento ultranacionalista, en la que ocupó el cargo de secretario general, en reemplazo de Roberto Thieme. 

Desde Buenos Aires, donde reside, Thieme dice que Puga era “un personaje arribista y carismático, muy popular por sus columnas en La Segunda y en la radio Agricultura en los tiempos de la Unidad Popular, pero a fin de cuentas un mercenario, un oportunista, como muchos histéricos anticomunistas que entraron a militar” al movimiento de ultraderecha. 

Sus columnas fueron reunidas en el libro Diario de vida de usted (Encina, 1973), que publicó su propia editorial jurídica. En el prólogo de ese libro autoeditado un par de meses después del golpe militar, libro que le otorgó a Puga licencia de escritor, el genuinamente escritor y funcionario de la dictadura Enrique Campos Meléndez definió el papel que le cabría a Puga tras el golpe de Estado: “Ha llegado el momento histórico de la responsabilidad. La nación busca a sus mejores hombres para restaurar sus heridas profundas, para emerger de la crisis abismal en que se ha precipitado. Es la hora del sacrificio, del trabajo, de la acción”. 

AL DISTINGUIDO ESCRITOR

La hora del sacrificio tuvo su primera recompensa la misma noche del 11 de septiembre. Los disparos aún no cesaban en los alrededores de La  Moneda cuando Puga, afanado en la redacción de bandos militares, recibió un llamado: Pinochet lo citaba a su despacho de la Comandancia en Jefe del Ejército. Quería conocerlo, felicitarlo, tratar en persona al famoso columnista y escritor, considerando que el mismo Pinochet se veía a sí mismo como un hombre de letras, atendiendo a los cuatro libros sobre geografía, geopolítica e historia que había publicado antes del golpe. 

Se presentaron, charlaron, se trataron entre iguales. Y en reconocimiento a su tarea como redactor de bandos militares, al final de la reunión, Pinochet le regaló dos libros de su autoría. Al primero, Geografía militar (Instituto Geográfico Militar, 1967), el general le estampó nombre y firma. En el otro, Guerra del Pacífico (Instituto Geográfico Militar, 1972), escribió la siguiente dedicatoria:  

Al distinguido escritor don Álvaro Puga.

Afectuosamente,

Augusto Pinochet Ugarte

CJE (Comandante en Jefe del Ejército)

11-IX-1973

Ambos ejemplares los guardaba Puga en el estudio de su departamento en Providencia. Los exhibió con orgullo, ese orgullo que trasluce emoción, como muestra de su vínculo de confianza y complicidad con Pinochet, expresada en cargos y “las miles de páginas en que (yo) analizaba semana a semana el acontecer político nacional para que le fuera entregado en forma directa al Presidente de la República”.

Fue esa relación personal con el general, antes que sus vínculos con partidos o políticos de la derecha chilena, la que lo llevó a erigirse en el primer civil de la dictadura. En un cable secreto de marzo de 1975, despachado por la embajada de Estados Unidos en Chile al Departamento de Estado, se identifica a “los fanáticos de extrema derecha Puga y (Federico) Willoughby” como dos de los principales asesores comunicacionales de la dictadura, con despachos “prácticamente al lado de la oficina de Pinochet”. Uno estaba a cargo de Asuntos Públicos; el otro era jefe de prensa y vocero del gobierno. El informante en el que se basa el cable agrega que si bien “hasta el momento parece que la Junta y los demás militares aún ejercen un juicio político independiente sobre asuntos políticos”, escuchan a Puga y “lo usan para redactar discursos y documentos políticos”. 

Como buen conspirador, Puga se empeñó en ocultar quién era y sobre todo qué hizo en el campo de la inteligencia política y la represión, en un intento por construir un mito sobre sí mismo. 

En Asuntos Públicos también trabajaban civiles como Gastón Acuña, Gisella Silva, Rubén Díaz Neira y Anthal Lipthay, vinculados todos al movimiento nacionalista. Las tareas de esta oficina, y de Puga en particular, eran diversas. Como se evidencia en los documentos que se dan a conocer en este sitio, redactó discursos para los jefes golpistas y contestó entrevistas a nombre de Pinochet y otros funcionarios militares. También publicó libros y folletos de propaganda y contrapropaganda y estaba a cargo de la censura a la prensa y a los libros. 

De esto último da cuenta una carta publicada en noviembre de 1974 en Las Últimas Noticias, en la que el escritor Enrique Lafourcade le pide expresamente a Puga, miembro de “un comité que califica los libros que pueden leerse”, que permita la circulación del libro Salvador Allende, de autoría del primero. En la misma nota, sin embargo, Puga niega formar parte de esa comisión de censura, “que es transitoria y está formada exclusivamente por militares”. 

Fue más que un asesor civil. En los primeros años se alzó —o pretendió alzarse— como el ideólogo de una dictadura, en abierta competencia y rivalidad con Jaime Guzmán. En un principio, la disputa pareció ganarla el primero, que tenía el favoritismo de Pinochet y del jefe de la DINA, lo que no era poco. Como sea, la huella de ambos quedó impresa en la Declaración de principios del gobierno de Chile, publicada en marzo de 1974. Pero fue Puga el de la idea de presentar ese texto en el auditorio del edificio Diego Portales, en cuyo escenario, por iniciativa suya, se grabó en cobre la inscripción Chile, 1810-1973. También tuvo la ocurrencia de erigir la Llama Eterna de la Libertad, un fuego ceremonial inaugurado el 11 de septiembre de 1975 por Pinochet y los otros jefes golpistas, en Plaza Bulnes, frente al Palacio de La Moneda. 

Fue el primer acto de masas de la dictadura, una de las grandes obsesiones de Puga, que ideó un desfile de adeptos con antorchas y fervor patriotero. También ideó el documental Por siempre libre (1975), en el que figura de guionista, además de reservarse un papel de relieve: como se ve en las imágenes, es el único civil que sube al escenario (ver aquí esa película). 

En 2010, en su departamento de Providencia, contó que la Llama Eterna de la Libertad fue una invención suya, inspirada en la llama votiva que flamea desde 1946 en el frontis de la Catedral de Buenos Aires, donde están los restos de San Martín. De ahí que cuatro años después de inaugurada la Llama Eterna de la Libertad, en el mismo lugar, se levantó el Altar de la Patria, que contenía una cripta con los restos de Bernardo O’Higgins.

El fuego ceremonial de 1973 al lado de los restos del libertador de 1810. Desde un comienzo Puga tuvo conciencia de que el golpe de Estado significaba un antes y un después en la historia de Chile. Una segunda Independencia, si es que no una revolución, como aseguró haber motejado el golpe ante el mismo general Pinochet, unos días después del primer encuentro en la Comandancia en Jefe del Ejército. 

En su departamento, sentado en un sillón de gobelinos, contó Puga: “Estábamos a solas y le dije: ‘Mi general, esto que estamos haciendo es una revolución’. ‘Cómo que una revolución’, me dijo muy serio. ‘No me hable de revolución, por favor’. ‘Usted llámelo como quiera —le dije— pero este es un cambio brusco. Un antes y un después en la historia, eso tenemos que tenerlo claro’. Y le dije que mientras no nos cayera la Contraloría encima podíamos hacer lo que se nos diera en gana. Y eso hicimos, créame. Una revolución”.

EL TIPO DE PERSONA

Esa revolución, que en rigor fue una contrarrevolución conservadora, pasaba por eliminar al adversario y espantar cualquier signo de disidencia y crítica. Y en esas tareas Puga también cumplió un rol de relieve. De acuerdo con el testimonio al Colegio de Periodistas de Chile entregado por John Dinges, periodista estadounidense que oficiaba de corresponsal del Washington Post y otros medios impresos de su país, Puga tenía vínculos con la DINA y ejercía funciones de vigilancia a los corresponsales extranjeros. En una oportunidad, incluso, promovió su expulsión del país, cosa en la que fracasó debido a la intervención de la embajada de Estados Unidos en Chile. Y más tarde, en 1977, al comparecer Dinges en la oficina de Puga, este derechamente lo amenazó de muerte: “Me dijo que fue un error que el gobierno no pudiera expulsarme, porque mis trabajos periodísticos eran antichilenos. Más o menos textualmente dijo que, como no me pudieron echar, tampoco me podían proteger, y que andaban muchos terroristas por las calles que me podían atropellar mientras caminaba”. 

La amenaza obedecía a una publicación que Dinges había hecho sobre el caso de los 119 opositores asesinados y hechos desaparecer en 1975, en el marco de la Operación Colombo. Ideada y ejecutada por el Departamento de Operaciones Psicológicas de la DINA, de la que Puga formaba parte, Colombo consistió en un montaje comunicacional tendiente a encubrir el asesinato militantes de distintos partidos y movimientos afines de la Unidad Popular. 

El Club de los Viernes se reunía en el Club de la Unión. Todos eran hombres, en su mayoría periodistas de derecha que luego colaborarían en algunas de las operaciones ejecutadas por Puga y los aparatos de inteligencia.

Con este propósito, la DINA ideó un complejo operativo que significó la creación de un diario brasileño bautizado Novo O Día, que en su única edición del 25 de junio de 1975 informaba de la muerte de 59 miristas, caídos en “enfrentamientos con fuerzas del gobierno argentino en Salta”. Veinte días después, en Argentina, la revista porteña Lea daba cuenta de 60 “extremistas chilenos eliminados por sus propios compañeros de lucha”. A partir de estas informaciones, el vespertino chileno La Segunda, en su edición del 24 de julio del mismo año, publicó uno de los titulares más ignominiosos de la prensa nacional: “Exterminados como Ratones”, antecedido por el siguiente epígrafe: “59 miristas chilenos caen en operativo militar en Argentina”. 

No era ninguna sorpresa que Puga podría estar detrás de ese titular. Ya en septiembre de 1975, un cable de la embajada de Estados Unidos en Argentina, referido al caso de los 119 disidentes chilenos dados por muertos en supuestos ajustes de cuentas, se sospecha de un montaje de la DINA y en particular de Álvaro Puga, “el tipo de persona que podría haber intentado encubrir los crímenes”.

Puga desconoció cualquier vínculo con la Operación Colombo. También con la DINA, no obstante que su nombre aparece en la lista de funcionarios civiles de ese organismo elaborada en julio de 2000 por el Departamento V de la Policía de Investigaciones, por encargo del Noveno Juzgado del Crimen de Santiago. La justicia chilena no investigó ni menos sancionó su participación en el montaje comunicacional.  Sin embargo, en 2006, un sumario realizado por el Tribunal de Ética del Colegio de Periodistas de Chile sancionó a los periodistas colegiados que estaban vivos, además de establecer la responsabilidad que le cupo a Álvaro Puga, quien fue señalado como el funcionario de gobierno que distribuyó la información falsa a editores y directores de los medios escritos chilenos. Entre ellos estaba su amigo Mario Carneyro, director de La Segunda.

SEPARADOS AL NACER

Puga se jactó del poder que acumuló en esos primeros años del régimen, al punto de decir que algunos habrían llegado a llamarlo, con evidente desmesura, el quinto integrante de la Junta. También se jactó de haberle dado un relato a la dictadura en esos primeros años, de haber cultivado una relación de confianza con Pinochet y hasta de darle un ahorro al país. 

En 2010, apoltronado en el sillón de su departamento, lanzó: 

“¿Sabe usted que yo logré reducir en diez por ciento el porcentaje de comisión que se pagaba a las agencias de publicidad con las que trabajábamos en el gobierno?”.

Y sí, claro, lo del porcentaje era comentado en los círculos de poder de ese entonces, pero de otra forma. El periodista y también asesor de prensa Federico Willoughby, que tal vez acumuló tanto o más poder que Puga en su área, me dijo que “era sabido” que Puga no ahorraba ninguna cosa, sino que arreglaba con las agencias de publicidad una comisión para sí por cada campaña que contrataba a nombre del gobierno. 

Según Puga, “ese cuento” fue difundido por los gremialistas, siempre los gremialistas, hasta que llegó a oídos de Pinochet, quien habría encomendado al general Hernán Béjares a pedirle explicaciones. “Ya habíamos tenido algunos roces —me dijo—, pero ahí empezó la cosa con Jaime Guzmán y su gente. Empezó y no paró más, empezaron a inventarme historias con la DINA, fueron con cuentos ante Pinochet, qué no hicieron para sacarme del camino. Y claro, ya ve usted, lo lograron”.

Su salida del gobierno coincidió con la salida de Manuel Contreras, director de la DINA, que se vio forzado a aceptar el llamado a retiro una vez que Estados Unidos lo responsabilizó del asesinato del ex canciller Orlando Letelier en Washington y pidió su extradición en 1978, dos años después del atentado. Puga y Contreras compartían una misma suerte, una amistad de juventud, un ideario nacionalista. Ese afán por conspirar, por influir desde las sombras en las altas esferas del poder compartían también, aunque ya no ocuparan un cargo. 

Eran el uno para el otro. Una vez que Contreras fue llamado a retiro en el Ejército, Puga pasó a ser su vocero y asesor. De esos incondicionales dispuestos a decir lo indecible. En una entrevista de 1980 en revista Cosas, Puga define a Contreras como “todo un hombre, que tiene una serie de condiciones morales”. Tan afiatada era esa relación, que en esa misma entrevista se dice que Puga suele usar una tarjeta de visita en la que se presenta, en letras impresas, como “portavoz extraoficial de los amigos del general Contreras”. 

Y no era broma: cuando Estados Unidos pidió la extradición de Contreras por el crimen de Orlando Letelier, Puga habló en su nombre con funcionarios de ese país. Un cable de la embajada al Departamento de Estado da cuenta de ese hecho. Los funcionarios esperaban que el asesor propusiera condiciones para una entrega voluntaria, pero de vuelta, en lo que califican como “una suerte de chantaje”, escuchan que el ex director de la DINA “confía en que no hay pruebas suficientes ya sea para extraditarlo como para condenarlo en una corte chilena”. Por lo demás, hace saber Puga en esa conversación, el de Letelier es “un caso complejo”, equiparable al asesinato de Martin Luther King y de John Kennedy.

Ese era Puga. Un hombre atrevido, verborreico, desmesurado. Un hombre aparte. 

AMIGO DE LOS AMIGOS

Cuando Manuel Contreras pasó a retiro y la DINA derivó en la CNI, la Central Nacional de Informaciones, varios de los agentes de uniforme que le eran leales quedaron alojados en este otro servicio represivo. Y claro, de paso, los amigos de Contreras en la CNI pasaron a ser los nuevos amigos de Puga, si es que no lo eran antes. Uno de ellos era ni más ni menos que Humberto Gordon, director de la CNI a partir de julio de 1980, el mismo que en 1997 lo acompañó a recibir el premio de dramaturgia.

Museo de la Memoria y los Derechos Humanos

Esos vínculos quedan al descubierto en los documentos que se dan a conocer en este sitio, en los que se evidencian planes de operaciones psicológicas y de espionaje a dirigentes políticos de la oposición y del gobierno. También la ejecución de un millonario plan de propaganda para los actos de celebración de los diez años de la “liberación nacional” que Pinochet le encomendó a la CNI, por intermedio de Puga (ver reportaje). En ese sentido, los documentos reafirman que la CNI no era sólo un organismo represivo, sino que también procuraba influir en la marcha del gobierno por medio de actividades políticas y comunicacionales ejecutadas en las sombras. En eso era útil Puga. 

En un artículo de Primera Línea se dice que Puga era analista de inteligencia y de prensa del organismo represivo, y que “sus informes de inteligencia eran entregados al entonces jefe operativo de la CNI Álvaro Corbalán”, con el cual también cultivó amistad. Una amistad y una vocación política.

Hombre de Contreras y figura de la farándula, la política y la represión, condenado a cadena perpetua por múltiples crímenes, Álvaro Corbalán fue presidente y una de las figuras visibles de Avanzada Nacional, partido político fundado en el seno de la CNI, cuyo propósito era proyectar la figura de Augusto Pinochet y oponerse al poder de los gremialistas. De acuerdo con lo que relata el periodista Manuel Salazar en su libro Las letras del horror. Tomo II: La CNI (LOM, 2012), Puga fue el encargado de escribir los principios doctrinarios de este movimiento y uno de sus operadores en las sombras. 

LA PESCA MILAGROSA

Puga y Corbalán. Puga y Gordón. Puga y Contreras. Puga y Pinochet. Como se va viendo, el propagandista y autor de bandos militares se las arregló para seguir vinculado a las altas esferas del poder dictatorial de los años ochenta. Tenía una columna semanal en el diario La Tercera en la que reafirmaba su fama de duro, polemizando por igual con la oposición y los gremialistas. También tenía la atención de la prensa, en la que era entrevistado con cierta frecuencia y se situaba a la derecha de la derecha, lo que es ya mucho decir para una dictadura cívico militar como la de Pinochet. En una entrevista de noviembre de 1982 en revista Hoy, a propósito de una controversia pública con Jaime Guzmán iniciada por Álvaro Puga, este último dijo de los gremialistas: “Son ratas que abandonan el barco”. 

Puga jamás abandonó ese barco, en gran parte porque dependía de él, y porque su causa era solitaria y estaba ligada tanto a los servicios de inteligencia como a los medios oficialistas, que alimentaron un mito alrededor suyo. En revista Cosas, en una entrevista de 1983, se hablaba de “este hombre tan alto, tan fornido, de piel tan blanca, que parece tan distante (pero que) ha continuado gravitando, y cada vez que se habla de la posibilidad de un cambio de gabinete más duro que blando, se escucha decir ‘van a nombrar a Puga en este cargo, van a nombrar a Puga en este otro’”.

Lo cierto es que no podía ser nombrado en algún cargo, menos en un ministerio. En 1983, la pesquera que tenía en Talcahuano con su esposa y otro socio fue declarada en quiebra y los trabajadores presentaron una querella. Puga estaba desesperado. En uno de los documentos secretos, referido a lo que describe como la “situación judicial en Concepción”, manifiesta la “necesidad de cambiar el juez o cambiar de lugar el juicio”. 

Luego, como consecuencia de lo mismo, en el ítem “situación económica”, se queja del “problema del remate de mi casa, que puede ser solucionado con un préstamo de tres millones de pesos o con la orden al interventor del BHC (Banco Hipotecario de Comercio) para que no sigan adelante con el juicio y lo dejen extraviado hasta su prescripción”.

Durante la UP, fue un conocido columnista que disparaba contra el gobierno en La Segunda y radio Agricultura bajo el seudónimo de Alexis, y llegó a ser secretario general de la organización paramilitar Patria y Libertad.

No queda claro a quién va dirigido ese documento de 1984 que titula TEMARIO, así, en mayúsculas y subrayado. Más abajo, en el mismo documento, plantea dudas sobre la “situación personal respecto a la asesoría que brindo al Gobierno. ¿Qué efecto tiene?  ¿Seguiré adelante?”.

A la luz de esos documentos, siguió adelante como redactor de informes cada vez más intrascendentes, dirigidos a Pinochet. Su incidencia fue en declive. Es probable que esto se deba a la consolidación del poder de los gremialistas, pero sobre todo al problema que seguirá arrastrando por el resto de la década con la Empresa Pesquera del Pacífico Sur Ltda. 

En el artículo de Primera Línea que perfila a Puga, se lee que la querella por estafa en Concepción derivó en una orden de detención en su contra. Y como no compareció, la Corte de Apelaciones de Concepción lo sometió a proceso en rebeldía y desde entonces, con el propósito de eludir la justicia, “cada madrugada un vehículo de la Central Nacional de Informaciones lo recogía en su domicilio, resguardado con un portón metálico y un portero electrónico”. 

En 2010, al comentar lo que fue de él tras dejar el gobierno, pasó por alto los informes de inteligencia y sus líos legales. Sólo se remitió a esos informes sobre actualidad que elaboraba a costa del erario público, por encargo de Pinochet. Y como prueba de veracidad, fue hasta su estudio de trabajo y mostró algunos de ellos: informes semanales larguísimos, realizados con fuentes abiertas, sobre política y economía de Chile y el mundo. Resúmenes de prensa, básicamente, que cada lunes a la mañana recogía en su casa un ayudante del general a bordo de un auto. 

Sosteniendo en sus manos una copia de esos informes, tipeados en máquina de escribir sobre un papel amarillo, Álvaro Puga dijo con un dejo de orgullo y nostalgia: “Hice esto durante veinte años, sin fallar una sola vez, ni estando enfermo, ni estando de vacaciones, aunque yo casi no me tomaba vacaciones, esa es la verdad”. 

DÍA DE LOS ENAMORADOS

La última vez que protagonizó una noticia fue en septiembre de 2001, cuatro años después de haber ganado el concurso de dramaturgia. El ministro del Interior de la época, José Miguel Insulza, denunció al medio electrónico Despierta Chile, y a su editor general, Álvaro Puga Cappa, de tener vínculos con ex agentes de la Central Nacional de Informaciones. Eso último no era ninguna novedad. Lo nuevo era que algunos de esos antiguos agentes, que cumplían condenas en la cárcel de Punta Peuco, estaban realizando operaciones para presionar al gobierno en busca de indultos. Eso dio pie a una entrevista dominical a Puga en El Mercurio que se tituló “La resurrección de un duro”.

Por cierto, el entrevistado no reconoció ni desmintió los vínculos de ese medio con la CNI, aunque ironizó con el motivo de su regreso a la notoriedad y el hecho de que la Corte Suprema lo creyera muerto. Y, de paso, aprovechó de cultivar su perfil de duro entre los duros al narrar el consejo que dio a un grupo de oficiales del Ejército, cuando Pinochet estaba detenido en Londres. ¿Qué propuso él? Pues secuestrar a la embajadora de Gran Bretaña en Chile. 

Para ese entonces, en 2001, tenía 72 años, dieciocho nietos, siete bisnietos y estaba próximo a enviudar de Rebeca Rojas Arellano, la madre de sus hijos y administradora de la pesquera en quiebra. No tardó mucho en volver a casarse, Puga. No se dio muchas vueltas, no se hizo problema. El 14 de febrero de 2004, Día de los Enamorados, se casó con Elcira Ileana Rojas Arellano, la hermana de su primera esposa, la menor. Elcira también había enviudado y Puga le declaró su amor:  “‘Yo quedé solo, tú quedaste sola, ¿por qué no nos casamos? Es lo mejor que podemos hacer, porque estar solos no tiene ningún sentido, estar solo es lo más terrible que le puede pasar a un ser humano’. Así que nos casamos”.

Eso me contó Puga en 2010, en su departamento. Era feliz con su nueva esposa, dijo, pero se quejó de que la enfermedad de su primera esposa había sido tan larga que lo dejó arruinado, producto de las cuentas de la clínica en la que se trató. No tenía ahorros ni trabajo regular. Los últimos negocios de los que existe registro, si es que a esos se los puede llamar negocios, son dos. Uno fue la Compañía Distribuidora Independiente de Cine-Video y Televisión S.A., que fundó en 1997 con el empresario y productor argentino Carlos Marcelo Harwicz Charchir. El otro, una sociedad editorial inscrita en 2000 con una de las hijas de Manuel Contreras, Editorial Encina. Tenía el mismo nombre de su antigua editorial jurídica, y sacó sólo dos libros, los dos firmados por Contreras:  La verdad histórica. El ejército guerrillero (2000) y La verdad histórica II. ¿Desaparecidos? (2001).

Así las cosas, sin ingresos, sin reconocimiento, antes de salir a despedirme, Álvaro Puga Cappa alegó ingratitud: 

“Me he dado vuelta, he buscado trabajo pero no me ha ido bien. Yo podría estar escribiendo artículos, ya ve usted cómo estoy. Tengo 81 años y la cabeza me funciona perfectamente, pero para la gente que está ahora en los diarios yo no soy santo de su devoción. Y claro, usted sabe, los libros no dejan nada. Es complicado estar sin trabajo, más para mí: se ha desvirtuado tanto mi nombre, mi figura, mi ser. Yo soy una persona totalmente distinta a la que tratan de decir que soy. Ya ve usted cómo lo he recibido, sabiendo que usted es de izquierda. Me cargan la mano a mí en razón de no sé qué, tal vez por mi amistad con Manuel Contreras, pero eso no quiere decir que yo haya trabajado para la DINA o para la CNI. Han inventado tantas cosas”.