Ensayo

Piñera: un gobierno para el olvido quedará en la historia


The end

Aspiraba a ser el líder de la derecha latinoamericana pero lo traicionó su ambición. Le estalló en la cara un malestar social cocinado en tensiones que lo anteceden, pero él aportó lo suyo. La mediocridad de su gobierno deja de ser irrelevante si se miden la violencia institucional, la crisis migratoria y una desmesura de poder que incluyó a ministros y parientes. Sebastián Piñera es uno de los hombres más ricos del mundo. El país lo despide con memes y graffitis que le dan un triste lugar en la historia.

Publicado el 11 de marzo de 2022

Y fue. 

El segundo gobierno de Sebastián Piñera Echenique ha llegado a su fin y se debate qué tan malo pudo haber sido. Si el más malo de todos en la historia de Chile, si uno de los más malos o esos de la medianía que prontamente pasan al olvido, como un pie de página en la historia, sin un asomo de gloria y épica. 

Quienes se animan a defenderlo arguyen factores externos para atenuar las críticas en lugar de resaltar los méritos. Que tuvo mala suerte, que le tocó afrontar un estallido social y luego una pandemia, que tuvo que lidiar con una oposición obstruccionista, que tantas cosas ajenas en contra pero tan pocas propias a favor, a excepción del suministro de vacunas contra el Covid, que a todas luces resultó ejemplar. En buenas cuentas, un gobierno defensivo. 

Así las cosas, si su mayor logro fue resistir a las adversidades y, pese a ello, llegar a término hasta el último día, el de Piñera no puede haber sido más que un gobierno mediocre, si es que no irrelevante. Pero considerando el modo en que enfrentó el estallido social, con los muertos y heridos y vejados a su haber, considerando los costos sociales de la pandemia, este gobierno fue cualquier cosa menos irrelevante. 

En ese entendido, el de Piñera fue un gobierno para el olvido, pero que quedará en la historia.

El segundo gobierno de Sebastián Piñera Echenique ha llegado a su fin y se debate qué tan malo pudo haber sido.

Desde ese 18 de octubre de 2019 en que estalló el país, el gobierno se dedicó a reaccionar, a salvar los muebles, a contar los días que le quedaban por delante para el término del mandato. Desde entonces, como esos matrimonios que deciden separarse pero siguen viviendo juntos, representando una farsa ante los hijos, Piñera y sus colaboradores fingieron que seguían gobernando con agenda propia, en circunstancias de que la agenda la dictaba un Congreso de mayoría opositora, si es que no la propia calle, la tan vapuleada calle, esa gente de a pie que salió a protestar de todos los modos posibles, violenta y pacíficamente, gente que golpeó cacerolas para presionar al gobierno por reformas y al Congreso por retiros de fondos de pensiones, gente que demandó una salida para echar abajo la Constitución de Pinochet y luego salió a votar con una frecuencia y un entusiasmo inusitados: cinco elecciones en 2021, contando primarias y segundas vueltas.  

La gente, a fin de cuentas, fue la pesadilla del gobierno de Piñera, una “invasión alienígena” -en palabras de Cecilia Morel, la esposa del presidente- que después de mucho aguantar salió masivamente a demandar cambios pero también a debatir y hablar de política, de política y sus vínculos con el gran empresariado. Tanto se habló y protestó en el gobierno de Piñera que los matinales de televisión, acostumbrados por tanto tiempo a transmitir ese espejismo de país en que sólo había farándula y policiales, se tornaron de la noche a la mañana en espacios de debate político. 

A falta de gobierno, entonces, la calle, la chusma, la querida chusma, fue protagonista. Y entre tanto, como un espectador de su propia debacle, a Piñera no le quedó otra que refugiarse en la casa de gobierno, preso de los delirios y teorías conspirativas de sus asesores, en que agentes encubiertos de Venezuela y Cuba instigaban a las masas para destruir el país para luego, desde las cenizas, conducirlo al socialismo. 

En ese estado de cosas, Piñera casi no volvió a salir a terreno, y cuando salió, Dios, fue un desastre. 

Era abril de 2020, al poco de iniciada la cuarentena total en el país, y el presidente tuvo la audacia de llegar a una Plaza Italia vacía y fotografiarse frente a lo que quedaba del monumento al general Baquedano, que había sido un signo del descontento y la refundación del país. En las fotos se lo ve solo y triunfante, complacido de sí mismo, sin reparar en que el gesto, además de abusivo, porque la población estaba encerrada, era una provocación a las cientos de víctimas de la violencia policial. La controversia obligó a La Moneda a apurar un comunicado esa misma tarde: 

“Fue una decisión espontánea rumbo a su casa”, se explicó, a modo de disculpa. En buenas cuentas, una piñericosa

El de Piñera puede haber sido un gobierno mediocre, cualquier cosa menos irrelevante. 

En la medida en que lo permitió la revuelta social y luego la pandemia, esas salidas de libreto propias de una personalidad impulsiva y necesitada de atención marcaron su segundo gobierno, de un modo más o menos similar en que lo hicieron en el primero. 

Si en su visita a la Casa Blanca de junio de 2013 fue a sentarse al escritorio de la Sala Oval, posando de presidente del mundo ante la mirada atónita de Barack Obama, en septiembre de 2018, en una segunda visita de Estado a Washington, sorprendió a Donald Trump con el impreso de una bandera trucada de Estados Unidos en la que se veía al centro de la misma -”en el corazón de Estados Unidos”, destacó Piñera- la bandera chilena. 

Trump, que no teme al ridículo, se vio incómodo. Piñera, en cambio, se solazó de su ocurrencia, que había sacado de un meme que circulaba en redes sociales. Luego, como siempre, tuvo que dar explicaciones incómodas ante la prensa. 

Lo de Trump y la bandera fue vergonzoso, qué duda cabe. Pero lo de Cúcuta, ocurrido cinco meses después, fue un bochorno de proporciones. 

La idea había sido orquestada por su amigo Iván Duque, el presidente colombiano, quien llamó a Piñera a su casa de descanso en Futrono para contarle que, según sus fuentes de inteligencia, el gobierno de Maduro caería en los próximos días. La propuesta era reunir a todos los presidentes de la derecha latinoamericana en Cúcuta, ciudad colombiana fronteriza de Venezuela, donde se realizaría un show con músicos, periodistas y ayuda humanitaria dirigida a este último país. Como lo detalló el medio Ex-Ante, cuando la ayuda humanitaria cruzara la frontera en camiones, comenzaría una rebelión de militares venezolanos y Maduro se vería obligado a huir a Cuba. 

Aspiraba a ser el líder de la derecha latinoamericana pero lo traicionó su carácter. Su carácter y su ambición.

En la práctica, según esa versión que no ha sido desmentida, era la trastienda de un golpe de Estado, en el que Duque y sus amigos oficiarían de algo así como de coreógrafos. Pero con el correr de los días, previendo los riesgos, la improvisación y sobre todo lo descabellado del plan, se bajaron de la visita a Cúcuta casi todos los presidentes a los que se había invitado, a excepción de Mario Abdo Benítez, Duque y Piñera, a quien ese día de febrero de 2019 se lo vio en mangas de camisa, abriéndose paso a codazos con los guardaespaldas de Juan Guaidó, de modo de que no le robaran protagonismo ante las cámaras. 

De paso, también se lo vio y escuchó arriba de un escenario, prometiendo que “vamos a seguir recibiendo venezolanos en Chile”. 

A Piñera, que aspiraba a ser el líder de la derecha latinoamericana, no le alcanzó más que para el ridículo. La ayuda humanitaria no llegó a Venezuela ni hubo ningún asomo de rebelión militar contra Maduro. Y en adelante, la creciente diáspora de venezolanos a Chile derivó en una severa crisis humanitaria, además de violentas protestas nacionalistas, en las ciudades del norte chileno.

Como se va viendo, a Piñera lo traicionó su carácter. Su carácter y su ambición, siempre la ambición, que ahora, en su segundo mandato, terminó por alcanzar a su familia.  

Esta vez el escenario fue Asia, en una gira oficial iniciada dos meses después del paseo a Cúcuta. Todo iba a de maravillas hasta que el medio Interferencia reveló la presencia de dos de los hijos de Piñera en la comitiva, quienes participaban de reuniones con ejecutivos de empresas chinas de tecnología, en circunstancia de que ambos tenían intereses en empresas del rubro, empresas que además habían ganado contratos con el Estado chileno. La polémica quedó instalada, y a los días, uno de los hijos envió una carta al diario El Mercurio y pidió disculpas por no haber dimensionado que “efectivamente el país y la sociedad han cambiado y los estándares son distintos”.

El carácter, la ambición. Y claro, la desmesura del poder, esa desconexión con el ciudadano común que fue una constante en el gobierno del cuarto hombre más rico de Chile, según el informe de 2021 de revista Forbes, y número 1.064 en el mundo, con una fortuna estimada en 2,9 mil millones de dólares. 

El primero en dejar en claro esa desmesura fue el ministro de Educación, quien se quejó de las frecuentes demandas que recibía por goteras o pisos rotos en colegios públicos: “Yo me pregunto, ¿por qué no hacen un bingo?”. Más tarde, un subsecretario de Salud comentó que la gente acudía temprano a los consultorios porque “es un elemento de reunión social”. A algunos los sacaron por sus salidas de madre, como a este último. Y a otros, como a un ministro Economía que ante el alza de las tarifas del Metro de Santiago dijo que “se ha abierto un espacio para que quien madrugue pueda ser ayudado a través de una tarifa más baja”, les endilgaron parte de la responsabilidad en el malestar que detonó en octubre de 2019, precisamente a partir del alza del pasaje. 

Por cierto, ni el ministro ni tampoco el presidente fueron enteramente responsables de los motivos del malestar, incubado por décadas. Ya en 2015, en el libro Las fisuras del neoliberalismo chileno, el cientista político francés Franck Gaudichaud había alertado sobre “un malestar social inusitado” con “potencial de ruptura” del modelo. Piñera, que hizo parte de su fortuna a costa de especulaciones financieras y fue senador y luego, en 2010, el primer presidente chileno de derecha elegido en cinco décadas, comparte responsabilidades en la instalación de esa bomba de tiempo que se sembró en Chile desde los tiempos de la dictadura. Pero no fue casualidad que en su segundo gobierno detonara ese “malestar social inusitado”, y menos que la policía militarizada heredada de la dictadura haya actuado como actuó. 

Bajo el mando de la autoridad civil, y envalentonada por frases como las de Piñera, que tres días después de iniciada la crisis dijo que “estamos en guerra contra un enemigo poderoso”, aludiendo a esos fantasmales agentes de Venezuela y Cuba, la policía -y en menor medida militares- cometió tropelías que no se habían visto desde la dictadura. De acuerdo con el reporte de mayo de 2021 del Instituto Nacional de Derechos Humanos, derivado únicamente de denuncias formales, la violencia de uniformados dejó 3.360 víctimas. De ellas, 2.055 correspondieron a apremios ilegítimos, 516 a torturas, 504 a violencia sexual, 173 a traumas o estallidos oculares y siete a homicidios.

Según Forbes, es el cuarto hombre más rico de Chile y número 1.064 en el mundo. Su fortuna es de u$s 2,9 mil millones. 

En una carta al diario El Mercurio, una de las hijas del presidente se lamentó a fines de año de que las calles del país estaban repletas de rayados con la leyenda Piñera asesino, en circunstancias de que “él no ha matado a nadie”. Por el contrario, argumentó, “él salvó la institucionalidad de la presidencia e hizo posible que la democracia siguiera su curso”. 

Lo cierto es que los rayados que hoy se leen en las calles del país no solo dicen eso de Piñera. Hay grafitis con insultos, burlas, memes, como si se hubiese convertido en el objeto de todos los males. No es responsable de todos, por cierto, pero encarnó los antiguos y trajo otros nuevos. De ahí que ahora que su segunda presidencia termina, haya en el ambiente una sensación de alivio tras cuatro largos y pesados años y esperanza por lo que se viene. 

Es el fin, al fin.