Ensayo

La memoria, como el vaivén del mar


¿Para qué seguir escribiendo, cantando, contando el pasado?

El aniversario del estallido del 18O, el nuevo proceso constituyente, la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado nos dejan discusiones y heridas que creíamos cicatrizadas. Nos dejan también testimonios, reflexiones, imágenes y textos que intentan nadar en estas aguas agitadas y acercarse a alguna orilla. Obras de arte y de teatro, poemas, películas, canciones, documentos, reportajes: acumulamos evidencia histórica, relatos y exploraciones estéticas de todo tipo. Pero nada de esto es suficiente para convencer a quien no quiere oír. ¿Para qué persistir, entonces? ¿Para qué seguir escribiendo, cantando, contando, escudriñando el pasado?

Me eduqué en un colegio sumamente derechista. Allí conocí todas las aberraciones de un pinochetismo desatado: se hablaba del “tata”, de “matar comunistas como si fueran moscas”. A mí me tildaban de rojo porque mis papás votaban por el “No”. Recuerdo escuchar a abuelas alabando la postura del dictador, sus ojos claros, y declarando que votarían por el “Sí” porque era más positivo. Pensé que nunca volvería a oír atrocidades de ese tipo. Pero ahí están otra vez, como escenas de un sueño recurrente. 

La historia, decía Joyce, es una pesadilla de la que busco despertar. 

Otra vez quedó atrás septiembre, con sus veleidades climáticas de inicios de la primavera, su seguidilla de celebraciones patrióticas y, este año, con un intenso debate en torno a la memoria de un pasado que parece no pasar del todo. A propósito de los 50 años del Golpe de Estado parecieron abrirse discusiones y heridas que creíamos cerradas, cicatrizadas. Se cuestionaron consensos cuidadosamente construidos que ocultaban, como una delgada capa de pintura, conflictos y visiones irreconciliables del pasado. En un clima político incierto e inquieto, reaparece el espectro de un pinochetismo que creíamos haber dejado atrás, junto con miradas divergentes sobre el legado de Allende, cuya reivindicación por parte del gobierno enciende los ánimos y las alarmas de una derecha que muestra su rostro más duro. 

No sé si la derecha solo simuló haber dejado atrás el pinochetismo por algunos años y siempre lo mantuvo oculto en su fuero interno o intentó sinceramente convertirse en una coalición democrática y respetuosa de los derechos humanos. Pero no logró sostener esa escisión con su historia. Y se vio atrapada por su propio pasado. Y  repitió como autómata ese discurso insostenible  que sin embargo se sostiene. Las ideologías políticas no son racionales sino pasionales, impulsivas, delirantes a veces (y esto corre también para la izquierda).  

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¿Qué nos dejan los 50 años? Conmemorar, escribe mi amiga Aïcha Messina, es recordar juntos, hacer memoria en común. Sí, vivimos juntos, le comento, pero no tenemos ni siquiera mínimos acuerdos en el campo de la historia o la memoria. Vivir en comunidad, decía Jean-Luc Nancy, no es tener algo en común o compartir alguna substancia que nos haga pertenecer a la colectividad. Es simplemente estar ahí en un mismo mundo. A partir de ese estar ahí en un mundo compartido, sin que nada nos una, buscamos maneras de coexistir. 

Me he preguntado mucho este tiempo si la estrategia del gobierno de intentar generar un acuerdo transversal sobre el Golpe de Estado no fue una torpeza política, en este escenario, con la derecha envalentonada y con la extrema derecha redactando una constitución lo más conservadora posible. 

La historia, decía Joyce, es una pesadilla de la que busco despertar. 

La memoria no puede ser objeto de consenso;  hoy por hoy,es una zona de disenso. Chantal Mouffe, en Política y pasiones, sostiene que es un error pensar la democracia solo como un sistema basado en los acuerdos, que necesitamos hacernos cargo de que en realidad es un marco en el que, dentro de ciertas reglas básicas, ejercemos lo que ella llama el “agonismo”, una lucha apasionada que no llega a ser antagonismo porque el otro no es mi enemigo pero sí mi oponente, y busco derrotarlo para que prime una visión de la vida en común incompatible con la suya. Nuestras disputas acerca del pasado son desacuerdos anclados en el presente y en las visiones de futuro que intentamos hacer prevalecer. Y el pasado, lejos de ser inmutable, se va modificando con el transcurso del tiempo, a partir del rumbo que tomemos cada vez que miramos hacia atrás veremos otra cosa. No es posible, entonces, clausurar la discusión con un acuerdo. 

Esta memoria en conflicto tiene algo de resaca, de lo que coloquialmente llamamos “la caña”, despertar adolorido y maltrecho por los excesos de la noche anterior. El pasado te pasa la cuenta, no puedes dar vuelta la página porque sus excesos persisten. Pero los efectos de una caña pueden pasar con un día de reposo. La memoria es más bien como la resaca del mar, que te arrastra hacia adentro, hacia atrás, cuando quieres salir. Los buenos nadadores saben que no hay que resistirla sino jugar con ella, ceder a su fuerza un momento y luego avanzar cuando la resaca reposa, aprovechando las corrientes que van hacia la playa. La memoria es así, con un ritmo en vaivén que te obliga a retroceder pero luego te suelta, un ritmo en el que hay que mecerse y no solo dejarse llevar.

El olvido no es el enemigo ni su cara opuesta. Es parte constitutiva de ella y de su vaivén: todo acto de memoria, en su parcialidad, contiene una dosis de olvido. No hay memoria total, la memoria es una relación no totalizante con el pasado. La lucha por la memoria no es tanto una lucha contra la amnesia sino contra otros modos de memoria que buscan imponerse (aunque pretendan hacerlo a través de la censura, el silencio, y la omisión). 

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¿Qué nos dejan la conmemoración de los 50 años, el nuevo proceso constituyente? Nos dejan una derecha que mostró sus cartas claramente, una izquierda desarticulada que no logra apoyo suficiente para imponer su visión del pasado, el desafío de una carta magna  marcada por vaivenes extremos, una economía en mal estado. 

Nos dejan también testimonios, reflexiones, imágenes y textos que intentan hacerse cargo del peso del pasado, que intentan nadar en estas aguas agitadas y acercarse a alguna orilla. Obras de arte y de teatro, poemas, películas, canciones, documentos, reportajes: en estos 50 años se han acumulado materiales que exceden nuestra capacidad de absorberlos, una cantidad abrumadora de evidencia histórica, relatos y exploraciones estéticas de todo tipo. Pero nada de esto es suficiente para convencer a quien no quiere oír. ¿Para qué persistir, entonces? ¿Para qué seguir escribiendo, cantando, contando, escudriñando el pasado? 

Las ideologías políticas no son racionales sino pasionales, impulsivas, delirantes a veces (y esto corre también para la izquierda).  

A veces me desespera sentir que quienes compartimos convicciones de izquierda tendemos a reforzarlas conversando solo entre nosotros (al fin y al cabo, lo mismo que hace la derecha). Pero este año nos esforzamos por conmemorar, por construir un recuerdo en común y por dejarle una memoria a las generaciones que vienen. No es algo que hayamos logrado o podamos lograr, es una tarea infinita. 

Este año, por primera vez, mi hijo que está a punto de cumplir ocho años me ha hecho preguntas sobre la dictadura, los desaparecidos y toda esa historia dolorosa de la que hasta ahora no le había querido hablar, o muy poco. Es, en el fondo, para él que escribo esto, para quienes vengan cuando ya no estemos y se pregunten qué les dejamos para hacerse cargo de ese pasado complejo y violento del que no logramos todavía salir. El acto de rememorar es, entonces, una mirada hacia atrás que define un presente y propone un futuro posible a partir de esa definición. En eso estamos, entre errores políticos, buses quemados, declaraciones desafortunadas e incertidumbres persistentes. Que no se nos olvide.