Ensayo

Festival Teatro a Mil: representar las masculinidades


Machos: no es la naturaleza, es la cultura

“Encuentros breves con hombres repulsivos”, la obra escrita y dirigida por el argentino Daniel Veronese a partir de un texto de David Foster Wallace llega al Festival Teatro a Mil. A través de escenas de la vida cotidiana se acumulan fragmentos y evidencias de cómo la violencia machista se enmascara debajo del sentido común.

Este texto fue publicado originalmente en Revista Otra Parte.

El título nos lo advierte y no defrauda: se llama Encuentros breves con hombres repulsivos, y durante una hora los veremos a ellos, los “hombres repulsivos”, funcionar en el lenguaje. Escrita y dirigida por Daniel Veronese a partir del libro (casi) homónimo de David Foster Wallace, la obra convierte con notable lucidez una serie de monólogos literarios en breves situaciones conversacionales donde podemos asistir, al mismo tiempo, a dos niveles de repulsividad: eso que los hombres hacen y eso que los hombres narran sobre lo que hacen.

El título también lo advierte: no hay unidad de acción. Las escenas son breves y la conexión que proponen es temática: esos hombres hablan de la conquista sexual, hablan del amor romántico, o incluso de la pérdida amorosa, y lo hacen en el registro discursivo en el que mejor se enmascara la ideología: el universo de lo cotidiano.

Con un eficaz dispositivo escénico que quiebra en (casi) todos los niveles expresivos la ilusión realista, Veronese focaliza nuestra mirada como si en realidad estuviéramos en un laboratorio ―el teatro― donde se ensayan y se ponen a prueba los funcionamientos ideológicos. 

En Encuentros breves con hombres repulsivos las prácticas afectivas (es decir: íntimas) y las prácticas discursivas (es decir: sociales) de esos hombres están ofrecidas a nuestra escucha como en un espiral que en cada vuelta se expande y se intensifica. Los fragmentos se acumulan para hacernos ver cada vez con más horror cómo la violencia que ejerce la masculinidad sobre nuestros cuerpos se enmascara debajo del sentido común ―o del sentido práctico del mundo― y se cristaliza, se enquista, en eso que por equívoco llamamos, mucho antes que la cultura, la naturaleza del hombre (del macho).

Y ese es el gran hallazgo de la puesta en escena: en Encuentros breves con hombres repulsivos Veronese fabrica una especie de grado cero del teatro donde el conjunto de los procedimientos de la escena y de la actuación dejan ver, dejan oír y dejan pensar todo aquello que se amplifica (y se decodifica) solo, sin necesidad de ser puntuado, ni subrayado, ni moralizado, porque el régimen de legibilidad ya lo aporta, con toda su potencia, la época.

Los actores Marcelo Subiotto y Luis Ziembrowski hacen el resto: acuden al juego que propone la obra y dejan que ese cúmulo de lenguaje trabaje en sus cuerpos para iluminar las pequeñas formas sobre las que la repulsividad produce sus variaciones. Acuden al juego y logran hacer de la violencia un gesto atractivo, seductor, imperceptible, impune. Y en ese gesto le devuelvan a la escena algo más: la ceguera, la enajenación que siglos de ideología produjeron sobre esos mismos hombres y que les impide reconocer la violencia como violencia.

Los protagonistas deben acertar todo el tiempo en el tono. Verlos actuar en ese límite del grado cero, dominarlo así, es una fiesta. Saben que no son “los otros” los repulsivos, sino que también, por género, e incluso por generación, sí o sí tienen que ser ellos. Por eso también actúan lo imposible. Veronese transforma algunos monólogos de Wallace en situaciones dialógicas y en ese diálogo ubica a las mujeres como interlocutoras. Los dos actores rotan los roles y en cada escena hacen alternadamente del hombre repulsivo o de la mujer con la que habla. Cada vez que eso sucede y se evidencia, algo de risa produce. Pero no es sólo un gesto más del distanciamiento: es la mostración de la imposibilidad. Es la experiencia escénica del límite. Así, cada escena, cada uno de esos encuentros, pareciera querer mostrarnos al mismo tiempo algo de lo que esos hombres son y aquello que no son, eso que ellos ―el grupo de varones que hizo la obra― nunca van a poder ser: esos cuerpos femeninos oprimidos, violentados y masacrados por el imperio de la ideología que despliegan en la escena.

La risa sobreviene, y es lógico. Pero es también ahí, en el gesto de verlos decirme que saben que jamás van a poder calibrar cómo es habitar esos cuerpos, en donde yo puedo abrazarme a ellos. O a una misma bandera.