Ensayo

Planificación urbana y diversidades


La ciudad sin miedo

Más de la mitad de las chilenas asegura haber sufrido algún tipo de violencia en el espacio público. El uso de la ciudad y sus servicios no es igual para todas las personas. Visibilizar la experiencia cotidiana de los distintos cuerpos que la habitan permite desarrollar políticas inclusivas, ponerle “ojos a la calle” para desplazarnos segurxs. Y que la calle, efectivamente, junte lo que la sociedad divide.

La primera señal de inseguridad en la ciudad es el miedo. Según el reciente informe Claves Ipsos, seis de cada diez mujeres chilenas dejaron de salir, de manejar o viajar en el país producto de la inseguridad (o sensación de inseguridad) en espacios públicos. Un 90% señaló sentirse insegura cuando camina de noche a su casa, un 78% en el transporte público y un 74% en eventos o lugares como bares, discotecas o conciertos. Un 57% de las encuestadas aseguró haber sufrido violencia física o psicológica en la ciudad.

El miedo —ya sea por efecto de experiencias personales u otros factores, como la preponderancia que hoy le dan los medios a temas de seguridad—, tiene consecuencias inmediatas: limita la vida, disminuye sus condiciones de posibilidades y los espacios de interacción con otros. El miedo al otro anula la esencia de la propia ciudad.

Esto implica un retroceso enorme. En su libro Carne y Piedra: El Cuerpo y la Ciudad en la Civilización Occidental (1992), el sociólogo Richard Sennett explora la relación entre el cuerpo humano y el entorno urbano a lo largo de la historia occidental. El libro es una historia de la ciudad contada a través de la experiencia corporal de las personas. Sennett analiza —hace ya 30 años —, cómo el cuerpo humano (en particular, las diferencias de género) ha sido moldeado por el entorno urbano y viceversa. También examina cómo la división tradicional de roles entre hombres y mujeres ha influido en la forma en que cada cual interactúa con la ciudad y cómo son percibidos en ella. 

El sociólogo utiliza la metáfora de la "sangre fría" y la "sangre caliente" para describir dos formas opuestas de interacción humana en la ciudad. La "sangre fría" representa una actitud distante y calculadora hacia los demás, mientras que la "sangre caliente" implica una emocionalidad y conexión entre los sujetos. Las ciudades han evolucionado para separar y definir claramente los espacios privados y públicos, y estas divisiones influyen en la experiencia individual y colectiva de la vida urbana, así como en la formación de identidades y relaciones sociales. Cuando lo público se le priva al género femenino (por factores como el miedo), retrocedemos a la antigua Roma -compara Sennett-, donde la “sangre fría” de las mujeres estaba relegada al ámbito de lo privado y la “sangre caliente” de los hombres a lo público. 

El uso de la ciudad y sus servicios no es igual para todas las personas. Hay aspectos que generan una experiencia disímil, como la seguridad en los espacios públicos y el transporte, la uniformidad de las zonas de uso deportivo y las limitaciones en accesibilidad. Para generar cambios, el primer paso es visibilizar las experiencias de la vida cotidiana de los distintos sujetos que la habitan. 

Una ciudad concebida con perspectiva de género no significa sólo pensarla desde la seguridad para las mujeres sino para todos los cuerpos que han sido históricamente excluidxs de su planificación y diseño: niñxs, personas no binarias, ancianos, personas con movilidad reducida. La cultura del miedo aleja a estos sujetos urbanos del espacio público al ámbito privado —al mall, al condominio—, lo que implica eventualmente la muerte de la ciudad, si pensamos que la calle junta lo que la sociedad divide.

Hay proyectos sencillos pero que han hecho importantes modificaciones simplemente observando cómo mujeres, ancianas y niñas habitan la ciudad. Por ejemplo, el rediseño de Einsiedler Park en Viena, liderado por Eva Kail, identificó que las niñas entre 9 y 12 años subutilizaban el parque en comparación con los niños de la misma edad (algo que ocurre también en interiores públicos, como los patios de las escuelas o los centros deportivos). Las canchas enrejadas no invitaban a participar y, más aún, generaba en ellas una sensación de inseguridad al tener poca iluminación y la sensación de encierro. En el proyecto piloto, el diseño incorporó plataformas de madera, la apertura de rejas y la creación de zonas más flexibles para juegos distintos a los que se hacen en las canchas deportivas. Sin hacer cambios fundamentales, permitieron nuevas formas de usar el parque: se comenzó a poblar de niñas y adolescentes, y luego de otras personas de la comunidad que anteriormente también quedaban relegadas. 

El miedo —ya sea por efecto de experiencias personales u otros factores, como la preponderancia que hoy le dan los medios a temas de seguridad—, tiene consecuencias inmediatas: limita la vida, disminuye sus condiciones de posibilidades y los espacios de interacción con otros. El miedo al otro anula la esencia de la propia ciudad.

En Chile también se han hecho esfuerzos, pero aún siguen en el plano de sugerencias y recomendaciones. Por ejemplo, los ministerios de Vivienda e Interior, junto con la Fundación Paz Ciudadana y la Asociación Chilena de Municipalidades, crearon el “Manual para el diseño de espacios seguros”. Aunque no está enfocado en la experiencia de las mujeres, incorpora una serie de criterios relacionados con la percepción de seguridad y los elementos urbanos que requieren un diseño particular para permitir una experiencia inclusiva.

Lo cierto es que la inseguridad (o la percepción de ella) es distinta entre hombres y mujeres. Como señalaba la investigadora canadiense Carolyn Whitzman, experta en políticas habitacionales, mientras el delito que más temen los hombres es el robo, el delito que más temen las mujeres es la violación. La violencia sexual genera una mayor sensación de inseguridad y la acumulación de experiencias cotidianas de acoso sexual en la calle la refuerzan. Por supuesto, esta experiencia tiene un alto costo para las mujeres: las limita de desenvolverse de manera libre e independiente en el espacio urbano, como los recientes estudios en Chile han demostrado. Por otro lado, esto tiene costos en la sociedad e incluso en la economía: las decisiones de trayectos, trabajos y horarios influyen en el desarrollo de la ciudad. En este contexto, cambios en el diseño urbano pueden contribuir mediante mejoras en la iluminación, despejando las líneas de visión obstruidas y creando rutas que sean más transitadas en áreas urbanizadas; o eliminando fachadas ciegas, mediante programas que permitan habitarlas. Lo que la urbanista Jane Jacobs llamó “los ojos de la calle”.

La interacción entre los cuerpos y el entorno urbano, así como las desiguales relaciones sociales y culturales que se desarrollan en el contexto de la ciudad es una materia persistente y aún pendiente al momento de honrar la dignidad y diversidad de los cuerpos.