Ensayo

Aniversario del estallido


La Ola y la resaca

El estallido de octubre fue una ola gigante que nos levantó. Hizo creer a muchos que con una nueva Constitución terminaría el neoliberalismo y los males arrastrados por casi cincuenta años. Pero toda ola tiene su resaca. ¿Estamos en eso ahora en Chile? ¿Son tiempos de resaca? ¿Es esta resaca una restauración conservadora?

Aquel día Piñera nos cerró el Metro a media tarde. Al caer la noche un edificio y esas mismas estaciones ardían con el fuego de la protesta. Todos abríamos la boca. Pasamos a ver las noticias diciendo “qué chucha”. Más de alguno pensó que después de ese viernes la cosa se calmaría. Pero llegó el sábado y los cacerolazos se repartieron por todo el país. Todos lo vimos, aunque algunos ahora nos quieran hacer creer: “en realidad no fue tan así”. Aquel anochecer incendiado fue solo el comienzo de la inmensa ola de una revuelta inédita en nuestro país. Derramada entera sobre el cuerpo de Chile ha llegado la hora de la resaca. La ola se retrae golpeando a los más incautos y arrastrandonos en la confusión que sigue revolviéndolo todo. 

Estallido, la palabra hace referencia a algo que surge repentina y violentamente. Y así lo vivimos. ¿Pero qué fue lo que estalló? En estos días varios columnistas de la plaza nos vuelven a instalar la idea de que lo que pasó casi fue un arrebato, una irresponsabilidad de grupos de personas “sin dios ni ley”. De alguna manera pretenden igualar el fenómeno que reventó en ese octubre, con la cultura que surgió luego de la violencia estatal en el centro de Santiago, el famoso “octubrismo”. Esa pretensión es errónea. No es lo mismo el estallido que el octubrismo. El octubrismo se refiere a cómo algunos grupos vivieron, y se construyeron, en ese proceso. Lo que reventó ese 18 de octubre fue una trama más compleja; más que 30 pesos, incluso más que 30 años. Y, a su vez, la manera en que se dio ese reventón, marcó el cómo otros procesos fueron acelerados. 

Ese octubre fue una ola gigante que nos levantó y remeció. Provocó pasiones en muchos que encontraron casi un nuevo sentido a su vida en las cacerolas y en la bacanal de movilización generada; y terrores en otros que pensaban que se podía venir lo peor cuando vieron aparecer metralletas y militares de vuelta en las calles. Tan grande fue la ola que logró mover algo que había sido territorio sagrado: la Constitución del dictador. Fue tanto el miedo a la violencia que se desató que la derecha entregó –a un proceso falible–  su bien más preciado. Sin ese estallido no hubiera existido el proceso constituyente.

Pero las olas siempre traen resaca. A veces ese regreso al inmenso mar del que salen, es incluso más fuerte que las crestas espumosas. Vemos niños en la playa que aguantan estoicos la ola que les llega, y trastabillan o se caen cuando la fuerza del mar se devuelve hacia su origen. ¿Estamos en eso ahora en Chile? ¿Son tiempos de resaca? ¿Es esta resaca una restauración conservadora? Para poder responder estas preguntas tenemos que tratar de entender bien qué fue lo que pasó en ese 2019, y qué tanto ha cambiado la situación de chilenos y chilenas después de este proceso. Quizás más que volver a propuestas más conservadoras para solucionar nuestros problemas, lo que está pasando es que seguimos viviendo sumergidos en esos dramas. Los problemas de antes no se han ido. Lo cierto, mal que nos pese, es que no se ha alterado la situación que hizo volar todo por los aires: es más, hemos profundizado en varios aspectos lo que reventó en ese octubre. La resaca de esta ola está hecha de todos los pendientes acumulados más lo que no se ha podido hacer. Y sí, la pandemia hizo todo más difícil, pero no le echemos la culpa solo a eso. Quizás las cosas no logran avanzar también por condiciones mucho más estructurales de lo que quisiéramos.

La resaca de esta ola está hecha de todos los pendientes acumulados más lo que no se ha podido hacer. Quizás las cosas no logran avanzar también por condiciones mucho más estructurales de lo que quisiéramos.

En Chile la vida es dura para casi todos. Es un país caro con sueldos bajos  y sufre una estructura laboral en que la inseguridad del trabajo es una constante en capas mayoritarias de la población. La paradoja es que vivimos mejor que hace 30 años, pero a la vez, también tenemos una vida más dura e intensa. Para que unos pocos sean muy exitosos es necesario que una gran mayoría lo mire desde abajo. Esto no ha cambiado en nada, la vida era tan difícil en 2019 como en pleno 2022. 

A su vez, nuestro modelo de desarrollo económico basado en las ventajas comparativas, el libre mercado y la venta de materias primas y agro exportación tocó techo hace años, más de los que nos damos cuenta. Hacer más de lo mismo no ha sido solución, sino pregúntenle a Piñera y su porfía en los gobiernos que tuvo. Chile dejó de crecer hace rato y la estructura de distribución de ese modelo no chorreó nunca de la manera en que en algún momento muchos creyeron que sería posible. Ahora: ¿Estamos haciendo algo distinto? Al parecer no.

Tenemos una sociedad con una fuerte crisis de sentido. La experiencia compartida en el espacio público se ha deteriorado de manera cada vez más acelerada, un proceso largo que se ha agudizado desde el 2019. Vivimos un país con una crisis de seguridad que afecta la vida de millones y en que los problemas de legitimidad y corrupción en la policía hacen muy difícil pensar que tenemos cómo enfrentarla desde la acción estatal en el corto plazo. 

Y finalmente, padecemos una política que hace demasiado tiempo no logra cumplir con su función, no es capaz de realizar cambios que mejoren de manera eficaz la vida de la gente; quedando atrapada en la performance de la disputa, lo que solo la hace caer más en una espiral de rechazo por parte de la mayoría. En sus declaraciones a propósito del aniversario del 18-O el presidente Gabriel Boric lo reconoció: “las demandas y el malestar que expresó el pueblo para el estallido siguen vigentes y tenemos que hacernos cargo”. Se escuchan ya hoy partidos “ni de izquierda, ni de derecha” que se acercan a lo que podría ser más peligroso que cualquier restauración más conservadora: la posibilidad de que se posicione como mayoritaria la idea de que la política no es necesaria para la vida en común. Lo peor sería una mayoría convencida de que la democracia puede ser reemplazada por la falsa ilusión de soluciones neutras.

Así que tenemos para largo. De esta no vamos a salir ni fácil ni rápido. Muchos en el mundo progresista pensaron que se terminaría con el neoliberalismo a través de la Convención. Visto desde hoy, ante la rudeza de los resultados del plebiscito, resulta casi inocente haber creído semejante transformación automática con esa fe optimista. No basta con tener una mayoría relativa en un órgano que escriba la Constitución, tampoco ganar un gobierno. En el camino tanto más largo que nos espera es necesario construir una mayoría social y política, que sea robusta y pueda darle continuidad a los cambios en el tiempo. ¿Se podrá? Habrá que ver si aguantamos la resaca, que viene fuerte y disfrazada con la bandera de “la gente”.