Ensayo

50 años del golpe, conmemoración y olvido


La memoria, un objeto de debate

¿Cómo la memoria nos permite transformarnos, distanciarnos, posibilitar un olvido que, lejos de encerrarnos en la frivolidad, nos permita mayor lucidez? ¿Existe una justa medida para olvidar sin ser irresponsable, injusto, incluso vil -es decir, despectivo- respecto a los hechos? En este ensayo, la filósofa Aïcha Liviana Messina reflexiona sobre la memoria y el olvido, y plantea el problema que se genera cuando este es pensado como un fin en sí mismo. "Reivindicar el olvido puede ser la peor forma de estancarnos en un pasado que no volvemos a significar, sopesar, escribir, o profundizar; por ende, un pasado que no se articula con un porvenir", afirma.

Los 50 años del golpe de Estado (un hecho brutal, un atentado a la democracia) podrían conmemorarse de una manera pasiva, mirando el pasado desde la tranquilidad de un presente alejado de aquello que se conmemora. Sin embargo, la palabra conmemoración dice algo más: dice que estamos con la memoria, que la memoria nos constituye. No es solo parte de nuestro presente, es su condición de posibilidad, aunque no estamos siempre volcados hacia el pasado. Por esto al conmemorar, al situarnos en el territorio de la memoria, hay tensión, vulnerabilidad. Con-memorar –estar con la memoria, hacer un acto de memoria con otros y otras– obliga a situarnos políticamente en la dimensión constitutiva de la memoria: de lo que somos individualmente, de lo que somos con los otros, en común; y, de momento, también los unos contra los otros.

Además de constituirnos, la memoria es objeto de debate. En una entrevista en la revista Barbarie, David Rieff afirma que, si bien la memoria es necesaria para la justicia (para indagar en la profundidad de los hechos, de la violencia); el olvido es necesario para la paz, para llegar a cierto consenso y relacionarnos con un futuro. Si bien la historia –que constituye parte de nuestra memoria– es necesaria para objetivarnos y conocernos; el olvido también sería necesario para seguir adelante, proyectarnos y recobrar un futuro.

Por cierto, la combinación de memoria y olvido es saludable. Un ser humano sin memoria no se constituye como un ‘yo’; uno que no olvida está encerrado en sí mismo. El olvido permite vivir, permite esto que Nietzsche llama la “gran salud”. Pero ¿existe una justa medida para olvidar sin ser irresponsable, injusto, incluso vil es decir despectivo respecto a los hechos? En Aurora, Nietzsche dice “que haya olvido, queda por ser comprobado”. Si el olvido es una falta de memoria, no está en nuestro poder olvidar.  Pasar a otra cosa no está del todo en nuestras manos.

Si olvidar no es tan fácil, recordar o con-memorar (y no son lo mismo), tampoco. Me parece que esto se debe a que la memoria y el olvido se condicionan uno a otro. En sus Confesiones, San Agustín afirma que la memoria requiere el olvido, y el olvido requiere a la memoria. Solo puedo olvidar lo que he recordado, pero recuerdo lo que olvido, lo que ya no es parte de un presente vivo, lo que ya pasó. El recuerdo es una reconstrucción; está hecho de olvido. De momento, olvidar y recordar son una misma cosa. 

Es más (y esto es peligroso): el olvido (un cierto olvido) no solo arriesga vaciarnos de toda subjetividad, de la necesidad de constituirse como un “yo” sujeto, sino que, mientras creemos que permite dar vuelta la página, en realidad nos inmoviliza en el recuerdo. El problema de un olvido planteado como fin en sí mismo es que no permite darle un futuro a la memoria. Reivindicar el olvido puede ser la peor forma de estancarnos en un pasado que no volvemos a significar, sopesar, escribir, o profundizar; por ende, un pasado que no se articula con un porvenir. Pensando así, el punto no sería afirmar el olvido en lugar de la memoria, o la memoria en lugar del olvido, sino articularlos: pensar en cómo la memoria posibilita cierto olvido, o, mejor, avanzar, cambiar, hacer del presente un lugar de articulación entre pasado y futuro. La pregunta sería ¿cómo la memoria nos permite transformarnos, distanciarnos, posibilitar un olvido que, lejos de encerrarnos en la frivolidad, nos permita mayor lucidez? 

En el contexto de los 50 años del golpe de Estado, debemos, además, atender a una dimensión más grave del olvido, de la memoria, de lo inolvidable, pues lo que estamos conmemorando es un golpe a la democracia, que ha implicado el dolor interminable de la muerte, la desaparición, la tortura. Solemos pensar que algunos acontecimientos del pasado son inolvidables porque superan los límites de lo aceptable. Hay un grado en que la violencia infligida destruye cualquier posibilidad de aceptación, cualquier olvido posible. La búsqueda de un familiar desaparecido no se termina justamente porque la desaparición no tiene lugar, fecha, atestiguación. El rito de enterrar o incinerar está prohibido. El derecho de inscribir la muerte y despedirse es violado. Los ritos en una sociedad no son cualquier cosa. Hacen posible el tiempo; por ende, el recuerdo; por ende, la con-memoración: el estar con los vivos y los muertos. Con la desaparición, se hunde la posibilidad de construir un presente; se pretende borrar el nombre, la realidad de la persona desaparecida. 

En la Segunda Guerra Mundial, la destrucción de los judíos de Europa fue posible gracias a una maquinaria, la cual mantiene esos acontecimientos como una amenaza aún posible. El nazismo no es la afirmación de una identidad por sobre otra, el mero despliegue de una raza que se consideraría “originaria”: es una operación para borrar toda huella de destrucción, para eliminar de la memoria de la humanidad la existencia de un pueblo. Tal destrucción no podría ser olvidada, porque no podría ser recordada, de tal suerte que nadie hubiese matado a tal pueblo, porque nunca habría existido. Lo que se produce entonces es más que una violencia que pasa los límites de los aceptable; es una violencia que ocurre borrándose a sí misma, la violencia de borrar la memoria. Creo que esto es lo más doloroso de la violencia: no solo la violencia de matar, torturar, humillar; sino de producir a la vez la negación de todo ello. 

La combinación de memoria y olvido es saludable. Un ser humano sin memoria no se constituye como un ‘yo’; uno que no olvida está encerrado en sí mismo. El olvido permite vivir, permite esto que Nietzsche llama la “gran salud”. Pero ¿existe una justa medida para olvidar sin ser irresponsable, injusto, incluso vil -es decir, despectivo- respecto a los hechos?

Eso permite pensar que el negacionismo es parte de la operación misma de la violencia política. No es una mera posición u opinión: es parte del ejercicio de la violencia. En esta conmemoración del golpe de Estado, se ha hablado –aunque no es nuevo– de “victimización” o “victimismo”, como un uso indebido del dolor, una apropiación abusiva de algo que es más grande que uno. Por cierto, el dolor no es de “uno”, no es apropiable, comercializable, justamente porque destruye a los individuos y supera los límites. Pero apuntar a la victimización es delicado porque lo que destruye la violencia política –no solo en situaciones de quiebre de la democracia– es la posibilidad de constituirse como víctima. Es en un mundo de valores compartidos que podemos constituirnos como víctima y reconocer a víctimas. Ahora bien, si bien la victimización puede ser abusiva e incluso violenta, no se compara con la estructura negacionista de la violencia, que ha impedido a víctimas ser reconocidas como tal. Esta ausencia de reconocimiento de las víctimas, esto que no ha sido parte de ninguna memoria, no puede quedar en el olvido porque lo que lo hace posible es la pérdida de un mundo. Por esto, conmemorar no es tanto ver un pasado, sino estar ante un mundo recobrado y, a la vez, ante la fragilidad del mundo. Los nombres de las víctimas en un memorial no nos ponen ante su memoria, sino ante lo que hizo posible su aparición. Para reconstruir hechos pasados, es el presente el que debe construirse. 

Hace poco, una estudiante de un curso que imparto mencionó la diferencia entre ser víctima y ser sobreviviente. Por cierto, una cosa no excluye la otra, pero me parece que la palabra víctima apunta al reconocimiento de una lesión, a la necesidad de una reparación, de una justicia o de un porvenir. Sobrevivir, en cambio, parece apuntar a una tarea más personal, no necesariamente política. Sin embargo, no son opciones distintas ante el dolor vivido. Si en algunos contextos se está en la situación de llamarse sobreviviente y no víctima, es porque la violencia política destruye los marcos que hacen posible reconocer las lesiones y abandona a la soledad de la sobrevivencia. En situaciones en que no hay un marco político, jurídico, epistémico o social que permita reconocer un daño – por ejemplo, cuando regímenes políticos buscan destruir no solo personas, sino sus nombres, sus existencias– no se es víctima de violencia: se sobrevive, y de alguna manera se sobrevive solo. De ahí la importancia política de la palabra víctima. Un trabajo de memoria enfocado en las víctimas no se aboca al pasado con la idea de “reparación” que otorgaría justicia: no se trata de reparar pérdidas cuantificables, confinadas al ámbito privado, sino de colocarse en el lugar de una pérdida de mundo. Enfocarse en las víctimas es constituir un lugar de enunciación ahí dónde la violencia se produjo en la negación de sí misma y se continúa en el negacionismo. Nombrar las víctimas no es por lo tanto enfocarse únicamente en las víctimas y en injusticias pasadas: es enfocarse en el presente, en la reconstrucción de un mundo en el cual, de forma general, podemos reconocer daños y crímenes cometidos por un Estado. 

No se trata entonces de oponer sobrevivientes y víctimas como memoria y olvido. La memoria de la víctima hace posible la reconstrucción de la comunidad; tiene una dimensión política imprescindible. Ante la pregunta de cómo podemos olvidar gracias a la memoria, o, mejor dicho, cómo la memoria nos podría permitir ser sujeto nuevos –sin inmovilizarnos en el olvido— esta diferencia entre la noción de víctima y la necesidad de sobrevivir abre una pista, sin dar una receta. La noción de víctima apunta a la necesidad de reconstruir un mundo. No se trata solo de recordar que la democracia es frágil, sino que es una tarea común que implica cuestionar constantemente los marcos que nos constituyen como sujetos. 

¿Cómo la memoria nos permite transformarnos, distanciarnos, posibilitar un olvido que, lejos de encerrarnos en la frivolidad, nos permita mayor lucidez?

La noción de sobreviviente no significa continuar solitariamente en la vida, guardando para sí su dolor. No obedece a un requisito meramente individual o incluso egoísta. Es porque el dolor es más grande que uno que no estamos encerrados en él, y que en el relato o en el silencio podemos incluso sonreír, ser mundo para otro u ofrecer un mundo. Es lo que ocurre por estos días en la exposición “Vestigios”, en el Centro Cultural La Moneda, donde, con ayuda de la tecnología, el espectador puede escuchar los testimonios de mujeres sobre niñas, niños y adolescentes desaparecidos en la dictadura. Se muestra a mujeres proyectadas en una pared, cuyo relato adquieren así una dimensión pública, pero que se pueden escuchar solo a través de una decisión y de forma privada. En esta exposición la memoria es inseparable del modo de hacerse testigo de otro. Se abre un espacio fugaz que permite pensar que sobrevivir con otros y otras, y estar con otros y otras es la apertura de un mundo que no encierra en el dolor, pero que le da un lugar. Sobrevivir no es continuar en la vida sino buscar formas de producirla. Si aún en el dolor sonreímos es porque, aunque el dolor parece ser del orden de lo indecible, estamos llamados a estar en el mundo. En situaciones de violencia política se derrumba el mundo, pero justamente porque el dolor nos excede no estamos encerrados en ese derrumbe. Es desde un mundo que podemos pensar el fin del mundo o la violencia como una máquina que destruye incluso las huellas de la destrucción. 

Víctima y sobreviviente nos relacionan entonces con el requisito de hacer mundo. En el primer caso se trata de un mundo político; en el segundo, de uno ético, uno en el cual, tal como en la exposición “Vestigios”, nos hacemos testigos uno del otro. En este contexto, y volviendo a mi pregunta inicial, creo que, si hay que buscar una “gran salud”, como la llama Nietzsche, es una donde buscamos el mundo para articular pasado y porvenir y donde la justicia, justamente porque no remite a algo apropiable, no deja de ser lo que nos cuestiona, nos provoca y tal vez también nos exige.

Este texto resume la ponencia “¿Quién es el sujeto de la memoria?”, que Aïcha Messina presentó en el Seminario Internacional Democracia y Memoria, el 12 de septiembre de 2023, en el Centro Cultural Gabriela Mistral