Ensayo

Encrucijada constituyente


El día de la marmota

¿Es posible avanzar hacia un texto que conteste a la pregunta de cómo los chilenos quieren vivir juntos? Aún golpeado por la victoria del Rechazo y resaltando que la Constitución vigente también está deslegitimada, el historiador Rodrigo Mayorga ahonda en la urgencia de una respuesta política a este momento constituyente y en la importancia de cómo se realice el proceso.

Texto publicado el 26 de diciembre de 2022

Han pasado casi cien días desde el plebiscito del 4 de septiembre. Cien días (o poco más de tres meses) de un Chile en pausa, que sabe que el proceso constituyente 2019-2022 ha concluido y que ahora observa cómo se inicia uno nuevo. Tres meses en que, cual Phil Connors chilensis al ritmo de “I Got You Babe” de Sony y Cher, me levanto cada mañana con las mismas tres preguntas: ¿Por qué se rechazó el texto propuesto por la Convención? ¿En qué está hoy la discusión constituyente? Y, ¿qué ocurrirá con el momento constituyente? Advierto de antemano que, al igual que el personaje interpretado por Bill Murray, tengo más dudas que respuestas (y que hacer uso indiscriminado de referencias a El Día de la Marmota no implica que este texto tenga ni una pizca de la genialidad de ese clásico cinematográfico de los 90).

¿Por qué se rechazó el texto propuesto por la Convención?

Antes de abalanzarme sobre esta pregunta, un disclaimer: voté “Apruebo” el 4 de septiembre pasado. No solo eso: voté convencido e invité a otros a hacerlo también. Veía problemas en el texto propuesto, sin duda, pero menos que los avances necesarios ahí presentes (como la incorporación de mecanismos de participación ciudadana y el principio de la igualdad sustantiva). Más importante que eso, estaba convencido de que, dada la actual composición de nuestro Congreso, el Apruebo entregaba una mejor base que el Rechazo si queríamos avanzar en construir un nuevo proyecto-país que nos alejara de la crisis que nos explotó en la cara en octubre de 2019. Un segundo disclaimer: sigo pensando todo lo anterior. El resultado del plebiscito me demostró que la mayoría del país no piensa como yo y acato ese mandato democrático sin chistar, pero no cambia la posición política que tomé luego de una cuidada y reflexiva. Reconocer la derrota no obliga a adoptar automáticamente las ideas del vencedor.

Digo esto porque, desde el 4 de septiembre, hemos tenido muchas respuestas a la pregunta: ¿por qué se rechazó el texto propuesto por la Convención? La mayoría, parecen depender del voto que cada quien emitió en el plebiscito de salida. Los que defendían el texto han culpado del resultado a las fake news, la acción de los medios tradicionales, el dinero de las élites o la “ignorancia” de la población votante. Sus detractores, han afirmado que fue porque la propuesta era un “mamarracho” y sus redactores incapaces de leer lo que quería la ciudadanía. Mas, la proliferación de respuestas no ha venido acompañada de un incremento similar de la evidencia para sustentarlas. En simple: sabemos con claridad que Chile decidió rechazar la propuesta de Constitución que la Convención le hizo, pero respecto al porqué, aún dependemos demasiado de nuestras intuiciones.

La falta de evidencia no es un problema porque nos impida llegar a una respuesta. Lo es porque permite que diversas respuestas compitan en la arena pública sin un criterio racional para discriminarlas. Así, el único parámetro válido se vuelve el triunfo. En ese contexto, las explicaciones “apruebistas” han sido tildadas de poco autocríticas, sesgadas y propias de malos perdedores. No niego que, en algunos casos, efectivamente lo sean, pero relegarlas lejos de la discusión, solo lleva a ignorar problemáticas que, como la desinformación o el rol del dinero en la política, debiesen preocuparnos, independiente del peso que hayan tenido o no en el último plebiscito. 

Por otro lado, entre los triunfadores de septiembre tampoco existe una sola explicación: quienes defendían el bicameralismo simétrico dicen que fue por la eliminación del Senado; quienes apoyaban un Estado subsidiario, argumentan que fue el ignorar la libertad de elegir y así con la plurinacionalidad, el aborto y tantos otros temas. Incluso, quienes no quieren cambiar la actual Constitución han dicho que el Rechazo probó que ellos siempre tuvieron la razón. Con un botín del 62% del padrón electoral, es estratégicamente entendible que los ganadores gasten más energía en apropiarse de este que en dilucidar las razones escondidas tras los votos. Pero que sea estratégicamente entendible, no implica que sea socialmente beneficioso.

Así que, tres meses después, me sigo levantando sin haber resuelto esta pregunta. Probablemente, falta mucho tiempo antes de que podamos siquiera esbozar una respuesta. Hasta entonces nos seguirá persiguiendo, aunque tratemos de evitarla, como el insoportable Ned Ryerson intentando venderle un seguro a Phil Connors en El Día de la Marmota. Quizás lo más recomendable sea hacer como el personaje de Murray en la película y abrazar la pregunta, sin perder de vista que, lo más importante, es evitar que ocupe tanta de nuestra atención que terminemos metiendo los pies en el charco de agua helada que nos espera un poco más adelante.

¿En qué está hoy la discusión constituyente?

La discusión constituyente ha sido un charco de agua helada. No es la metáfora más poética, pero sí la más apropiada. Si alguna esperanza había de que, tras el triunfo del Rechazo, se pusiera urgencia a abrir un nuevo proceso constituyente, esta se disipó rápido con el correr de los días. En un parpadeo pasamos del “Las bases de la conversación tienen que estar sentadas antes del 11 de septiembre” de Macaya, al “el mes de octubre es un mes complejo, porque la verdad es que a ojos de nuestros representados y de la ciudadanía, octubre suena a octubrismo” de Schalper. 

Inspirados en el diputado RN, constatemos otras obviedades: el agua moja y el agua fría, enfría. Porque eso ha hecho la discusión sobre un potencial nuevo proceso constituyente: ha enfriado la sensación de urgencia detrás del por qué decidimos discutir la necesidad de una nueva Constitución. Y es que no lo hicimos porque estuviéramos aburridos (como si eso se pudiera con un país escrito por guionistas que ya se los quisiera Grey’s Anatomy), si no para resolver la crisis que se desató con el estallido social de 2019. Y, alerta de spoiler, esa crisis aún no la resolvemos. Sé que en El Día de la Marmota, todos los personajes olvidan día a día lo que está pasando, pero al igual que su protagonista, no debiésemos tener ese privilegio.

Las responsabilidades de ese enfriamiento, eso sí, son compartidas. Chile Vamos no tenía reales incentivos para acelerar estas conversaciones. Dados sus números en el Congreso, podían bloquear indefinidamente la discusión constituyente si lo querían, amenaza que levantaron más de una vez ante medidas del gobierno que no les parecían. Era una carta ganadora, una suerte de +4 imbloqueable que podía usar cuantas veces quisiera hasta que el acuerdo fuera firmado. Luego de eso, tendría menos valor que una paya de Schalper sobre octubre y el octubrismo

El Oficialismo, por su parte, fue reduciendo cada vez más su ímpetu en la discusión. No porque le conviniera hacerlo necesariamente; más bien, porque temía el resultado si no lo hacía. La derrota del Apruebo lo fue también del gobierno, y una de la cual le ha costado recomponerse. Un nuevo proceso constituyente sin duda abriría nuevas oportunidades de golpes (o palizas) electorales. Las encuestas de los últimos meses –que tras el 4 de septiembre volvieron a superar a Kenita Larraín en el ranking de poder predictivo–, extremaron estas preocupaciones. El miedo a una nueva derrota en las urnas o, peor aún, a una Constitución escrita por Republicanos y el Partido De la Gente, incidió sin duda en que el Oficialismo pasara el pie del acelerador, al pedal del freno.

La situación cambió en las últimas semanas. Quizás el Oficialismo se dio cuenta de que se cerraba la ventana de tiempo en que un nuevo proceso era posible, o quizás la Oposición temió que, si este proceso no existía, a ellos se les cobraría en una próxima elección. O tal vez, simplemente, fue que quienes todavía recuerdan que estamos insertos en una crisis que debemos resolver políticamente, lograron convencer a sus pares (soñar, dicen por ahí, no cuesta nada). Como sea, el lunes 12 de diciembre, por primera vez en tres meses, nuestro Día de la Marmota no concluyó  con un “Hoy, los partidos no llegaron a un acuerdo”. Ojo, que esto no significa el fin de la repetición infinita, pero quizás sí una nueva oportunidad de romperla.

¿Qué ocurrirá con el momento constituyente?

Un “momento constituyente” es aquel en que, como ciudadanía, decidimos que ya no nos satisface la respuesta dada a la pregunta de cómo queremos vivir juntos. Podemos debatir cuándo se inició el momento constituyente actual –si el 2006, el 2011 o el 2013– pero es imposible negar que, tras octubre de 2019, nadie (o casi nadie) pudo seguir ignorándolo. Los cabildos autoconvocados de esos días y el acuerdo del 15 de noviembre fueron parte de la búsqueda por darle una respuesta política a esta pregunta; el Rechazo a la propuesta de la Convención fue el fracaso del camino diseñado en ese entonces. Pero este camino tampoco concluyó con la Constitución vigente legitimada, en parte por cómo se redactó el voto del plebiscito de entrada; en parte, porque la campaña del Rechazo optó por sacrificarla con tal de mejorar sus opciones en el plebiscito de salida. 

La situación cambió en las últimas semanas. Quizás el Oficialismo se dio cuenta de que se cerraba la ventana de tiempo en que un nuevo proceso era posible, o quizás la Oposición temió que, si este proceso no existía, a ellos se les cobraría en una próxima elección.

Así que hoy, estamos ante uno de los peores escenarios posibles. Nuestro verdadero Día de la Marmota es despertar cada mañana y enfrentar un momento constituyente que aún no se cierra, regidos por una Constitución vigente pero deslegitimada. ¿Logrará este acuerdo constituyente resolver esto? Si algo aprendí del proceso anterior, es que en esto no sirven ni los optimistas natos ni las crónicas de una muerte anunciada, porque más que del diseño, depende de cómo se hagan las cosas. Si esta nueva propuesta no logra concitar el apoyo y la legitimidad ciudadana, terminaremos otra vez donde mismo. Hay varios puntos del acuerdo que me preocupan sobre esto, aunque por razones de espacio solo comentaré uno: el rol de los expertos.

Otro disclaimer: soy académico. Como tal, sería casi autoflagelante minusvalorar el aporte de los y las especialistas. Por el contrario, considero que juegan un rol fundamental en este tipo de procesos. Pero lo hacen, justamente, porque juegan un rol técnico: no existen para decirnos qué decisiones tomar sino qué camino es más efectivo para alcanzar aquello que hemos decidido. El mejor ejemplo de esto fue el acuerdo del 15 de noviembre de 2019: primero, vino la política y los representantes a decidir hacia dónde queríamos caminar; luego, la técnica y los especialistas entraron no a tomar decisiones, sino a discutir cómo plasmar estas en un texto jurídicamente sólido.

Pero en el acuerdo presentado, los expertos no juegan solo ese rol. Al representar a los partidos que los designan, cumplen también un papel político. La fascinación que los expertos causan entre muchos, parece repetir el error cometido en su momento con los independientes: creer que se trata de seres puros y luminosos, alejados de las “pasiones” de la política tradicional. Se nos olvida que, en el minuto en que adquieran voto en un órgano constituyente, dejarán de ser expertos y pasarán a ser políticos, con todo lo que ello implica respecto a su imagen ante la población. Si los partidos y sus expertos no son conscientes de ello y no lo toman en cuenta en su actuar durante el proceso, corremos el riesgo de terminar con una propuesta constitucional validada por los políticos y rechazada por la ciudadanía. En ese escenario, las derrotadas no serán “las ideas” de un lado u otro, sino la política; y cuando algo como eso ocurre, los únicos ganadores posibles son el populismo autoritario y la antipolítica no democrática.

Hoy, estamos ante uno de los peores escenarios posibles. Nuestro verdadero Día de la Marmota es despertar cada mañana y enfrentar un momento constituyente que aún no se cierra, regidos por una Constitución vigente pero deslegitimada.

En El Día de la Marmota, Bill Murray debe volverse una buena persona para lograr romper el loop temporal. Nosotros debemos ser capaces de darle una respuesta política legítima a este momento constituyente. Por eso importa cómo se realice el proceso. Por eso es necesario empezar a mirar el problema desde una perspectiva de largo aliento. Y por eso es fundamental abandonar el cálculo electoral inmediato y mezquino, poniendo en serio al centro de la mesa la preocupación por el bien común. Porque de lo contrario, estamos condenados a una repetición infernal e interminable, donde cada día nos levantaremos entre los escombros de una crisis que nos es imposible de superar.Alerta de spoiler: en El Día de la Marmota, Bill Murray lo logra, pero le toma poco menos de 34 años. Espero sinceramente que nosotros seamos capaces de hacerlo antes que eso. O si no, que al menos nos guste mucho Sony, Cher y “I Got You Babe”.