Ensayo

Plebiscito: pensar con perspectivas comunes


El acuerdo en el desacuerdo

Mientras expresamos nuestros gustos, los compartimos con los demás y escuchamos a quien opina de forma diferente, entrenamos esa participación en una reflexión, un modo de pensar que nos es común. La académica del Instituto de Filosofía de la UDP María Isabel Peña Aguado argumenta sobre la utilidad política y social de la práctica de este sentido común expuesto por Kant. ¿Por qué estar de acuerdo en que es posible el desacuerdo es importante? ¿Qué oportunidades nos trae esto a días del plebiscito?

Cuando al comienzo de mi formación como mediadora escuché hablar de la “parcialidad multidireccional” (multi-directed partiality) recuerdo que interrumpí a la docente para citar al filósofo Immanuel Kant. Eso era, la parcialidad multidireccional —que se nos presentaba como rasgo distintivo y esencial de un mediador o una mediadora, es decir, el ser capaz de reconocer, representar y tener en cuenta los intereses de todos y cada uno de los participantes— me recordaba a parte de lo que Kant exponía en su teoría del gusto, en su estética. 

No me voy a entretener en describirles las caras de sorpresa de la instructora ni de mis compañeros —aunque, por otra parte, ¿qué otra cosa se podía esperar de una profesora de Filosofía?—, pero sí quiero explicar por qué reconocí algunos aspectos de la estética kantiana en esa idea, tan particular, de una parcialidad de todos, por así decir.

En su Crítica del juicio, Kant desarrolla una teoría del gusto. No se trata de una cuestión de paladar, sino de nuestra capacidad de emitir juicios estéticos, que es lo que hacemos cuando decimos que algo es bello o feo, por ejemplo. En un momento determinado, Kant describe el gusto como un sensus communis, el sentido común por excelencia. Aquí lo del ‘común’ va más allá de que se trate de un sentido que compartimos con los otros. El acento radica más bien en que, como seres humanos, todos participamos de él y contribuimos a él; está, por así decir, en el ADN de nuestra condición de humanos y es fundamental para nuestra vida en comunidad. 

Lo relevante en nuestro contexto es que es un sentido muy cercano a nuestra experiencia del pensar, como se puede apreciar en las tres máximas que lo rigen: la primera se refiere a nuestra capacidad de pensar por nosotros mismos, lejos de cualquier pre-juicio. La segunda señala la capacidad de pensar desde la perspectiva de los otros, esto es, de extender nuestra visión, lo que nos habilita para ver el mundo desde la mirada de cada uno de los otros. La tercera y última nos demanda una continua coherencia con nuestro propio pensar. Y si bien las tres máximas son ineludibles cuando hablamos de un pensar crítico, no cabe duda de que es la máxima segunda la más plural de las tres ya que no se trata solo de nuestro pensamiento o propios criterios. Aquí se nos exige, además, atender a los de otros, pero no a unos otros inconcretos e indefinidos, sino a cada uno de ellos. ¡Ahí tenemos a Kant proponiendo la parcialidad multidireccional avant la lettre!   

Lo cierto es que esta segunda máxima es la que ensancha nuestro modo de pensar hasta convertirlo en una verdadera pre-disposición. Una disposición no ya solo a cambiar la propia perspectiva —tal y como nos invitaba el artista Francis Picabia con aquella acertada sentencia: “nuestra cabeza es redonda para permitir al pensamiento cambiar de dirección”. El desafío mayor es entrenar tanto nuestro pensar y nuestros criterios como para ser capaces de ponernos en los zapatos de otros. ¡Ahí es nada, preocuparse de la visión de cada otro, además de la propia! ¿quién es capaz de hacer esto? Oigo sus reticencias, la desconfianza que les mueve a zanjar el tema pensando que esto son cantos celestiales o cuestiones para unos cuantos filósofos (¡siempre en masculino!) desubicados y predicadores, quizá. Les pido, sin embargo, paciencia y que no se me vayan justo ahora que esto empieza a ponerse interesante.

Tampoco es que Kant, a pesar de su optimismo y fe infinitas en “la razón total humana”, pensara que esto se hace de la noche a la mañana, no. De lo que se da cuenta el filósofo ilustrado es que es justo al emitir juicios estéticos —es decir comentamos lo que nos parece bello, hermoso, admirable sublime, feo, horrible, etc.— donde ejercitamos, además de nuestros criterios, la tolerancia con los criterios de los otros. Y no se trata de refugiarse tras la indiferencia, incluso la resignación, de que “sobre gustos no hay nada escrito”. Tampoco de una actitud displicente, no. Mientras expresamos nuestros gustos, los compartimos con los demás y escuchamos a quien opina de forma diferente, entrenamos esa participación en una reflexión, un modo de pensar que nos es común. Es como si fuéramos a un gimnasio del pensar.

Así y, como quien no quiere la cosa, algo tan aparentemente subjetivo e individual como es el hablar de los gustos estéticos, artísticos y culturales, se convierte en el mejor modo de aprender y ensayar una y otra vez a convivir con el consenso del disenso, a estar de acuerdo en que se está en desacuerdo. Y esto es posible gracias a que el estar de acuerdo no radica en el resultado del juicio, en que todos coincidamos en los gustos, sino en su forma. Algo así como: “No comparto tu apreciación de que esto es bello, pero soy capaz de imaginarme que estoy en tu lugar, de observar con tus ojos (u oídos) y puedo entender el sentido de porqué llegas a esta conclusión”.  Ese sería, más o menos, el modelo formal de un consenso que da el marco para disensos varios. No es de extrañar que esa disposición que nos abre hacia los otros se llegara a entender como un ideal social y político representado por ese “hombre de gusto” del que hablaba Baltasar Gracián ya en el siglo XVII y que es casi seguro que Kant conocía. 

No pretendo seguir aburriéndoles con discursos estético-filosóficos, ni tampoco moralistas sobre cómo alcanzar ningún tipo de ideal. Lo que sí me parece importante es señalar la utilidad política y social que la práctica de este sentido común, este pensar que sale de su propia reflexión para mirar hacia los otros. Y no les hablo de la política con mayúscula —aunque también le compete. Estoy pensando en la política como práctica cotidiana, es decir, en la preocupación por los asuntos que nos son comunes: me refiero a cosas como la igualdad de géneros y oportunidades sociales, las guerras cruentas que vemos día a día, la violencia en las calles y parlamentos, el cambio climático y la disminución de recursos, la emigración desesperada que atraviesa mares y montes con el sueño legítimo de una vida mejor. Esos derechos y anhelos de los que todos somos partícipes y que incluso consideramos —al menos en la teoría y en las instituciones— legítimos universalmente. 

Así y, como quien no quiere la cosa, algo tan aparentemente subjetivo e individual como es el hablar de los gustos estéticos, artísticos y culturales, se convierte en el mejor modo de aprender y ensayar una y otra vez a convivir con el consenso del disenso, a estar de acuerdo en que se está en desacuerdo. Y esto es posible gracias a que el estar de acuerdo no radica en el resultado del juicio, en que todos coincidamos en los gustos, sino en su forma.

Pero la práctica y utilidad de nuestro sentido común —quizá sería mejor referirse a él como un sentido en común— también la observamos a diario en nuestras calles, en nuestros gestos cotidianos, en la confianza que mostramos en los otros cuando cruzamos un semáforo, por ejemplo. En cuanto vemos la luz de color verde nos ponemos en marcha sin temor a ser atropellados o a que se nos cruce otro coche en el camino. Nos fiamos plenamente de la gente que conduce o camina a nuestro alrededor. Y si alguien comete una infracción o no respeta el semáforo, lo consideramos alguien que ha perdido el sentido (en) común. Decimos cosas como: “a quién se le ocurre” “ha perdido la razón”. Lo mismo sucede con otro tipo de comportamientos en el metro, en el autobús, en lugares públicos … Imaginen los ejemplos que quieran y reconocerán que mantenemos la presunción de la existencia de ese espacio del pensar común. Me dirán —no sin razón— que nos entrenan, que esa certidumbre es el resultado de un proceso de domesticación y no seré yo quien se lo discuta. Efectivamente todas y todos aprendemos códigos de comportamiento que tenemos que ir adaptando cuando nos movemos en diferentes culturas. Y precisamente el hecho de que los adaptamos es una muestra más de que hay un sentido en común que nos hace maleables a esas diferencias. Una vez que reconocemos el marco común podemos movernos en las divergencias, en las otras formas de ver las cosas. ¿Recuerdan? El consenso del disenso, que mencionaba más arriba. 

Estar de acuerdo en que es posible el desacuerdo, es quizá una de las expresiones de pluralidad más real de nuestra convivencia, y quizá también una de las mayores expresiones de humanidad, como nos recuerda Hannah Arendt. Seguramente porque encuentra su expresión en la palabra, en el discurso y nos permite realizar aquello que Kant llamaba pensar con otros, “en común con otros”,   cuyas diferentes perspectivas orientan la mía. No piense el lector o la lectora que me he vuelto a perder por las alturas, de ninguna de las maneras. Lo crean o no, estoy hablando de algo tan cercano a nosotros como discutir la necesidad o no de una nueva constitución —algo que también se está planteando en España, por ejemplo. Se trata de cosas tan fundamentales para nuestra democracia como el hecho de ir a votar, de hacer oír nuestra voz, en un plebiscito –no es casualidad que en algunas lenguas, como el neerlandés y el alemán, la palabra votar esté tan cerca de la de voz–. Mirándolo bien, se trata de ejercer la democracia misma, ya que ¿cuándo es la democracia más democracia que cuando no se está de acuerdo? ¿Acaso no es en el disenso donde la tenemos que ejercitar más y mejor?

El politólogo y colega de la Universidad Diego Portales, Claudio Fuentes, declaraba a Chile como un país de acuerdos imposibles y vaticinaba un Chile resquebrajado independientemente de cuál sea el resultado del plebiscito. Mi visión desde afuera —la de la extranjera— es algo más optimista. Se me ocurre que puede ser también una oportunidad para fortalecer la democracia, siempre que las grietas se reparen con palabras, y no con violencia o revanchismo. 

No hay duda de que la Carta Magna, la estructura que se da un pueblo a sí mismo, tiene que contemplar los derechos, necesidades y obligaciones —no podemos olvidar que derechos y obligaciones van de la mano— debería ser fruto del mayor consenso posible. Un consenso que, en mi opinión, tendría que poder soportar las diferencias, así como la conciliación de las mismas tendiendo a la parcialidad multidireccional que mencionaba al comienzo.  En el fondo es una cuestión de sentido en común y con él ganamos todos y todas.