Crónica

Materialidad sensible


Cosas de la memoria

Las mujeres cuyas parejas, esposos, hermanos, padres fueron asesinados en octubre de 1973 por la “Caravana de la Muerte” en Calama, atesoran algunos objetos. Libros, notas, fotografías, canciones, lugares, prendas de vestir son también engramas que detonan la memoria, partes de ellos y ellas, pruebas tangibles de sus existencias, materialidades a las que se aferran para enfrentar y conjurar el vacío y los constantes intentos de borradura. Yael Zaliasnik, investigadora que durante más de 15 años ha perseguido la problemática de la memoria y sus espacios escribe sobre el poder de la materia, las historias y los afectos.

¿Y qué lugar tomará tu cuerpo entre los desaparecidos?

Observo las cintas de tela sintética con esta pregunta escrita en letras blancas y fondo negro, parte de la Performance en cuerpo ausente, del artista peruano Emilio Santisteban, que guardo y cuido desde hace un tiempo. Vengo regresando de Calama, en el norte de Chile, donde cada vez que puedo intento acompañar, de alguna forma, a los familiares (en su mayoría, mujeres) de quienes fueron brutalmente detenidos, asesinados y “hechos desaparecer” por la comitiva militar recordada con el nombre paradójico, casi irónico, de “Caravana de la Muerte”. Toco una de las cintas, suave hasta que el tacto es interrumpido por las letras y el mensaje: una pregunta dura, áspera, disruptiva como los actos primigenios que marcaron de manera indeleble las vidas de estas personas hace ya 50 años. 

Desde que les dijeron que fueron fusilados, sus familiares reclamaron verdad y también sus cuerpos, los que podrían haber ayudado a esclarecer la verdad. Cuando no se los entregaron, los buscaron: sus cuerpos, la información que portaban, las pruebas materiales de sus existencias y de sus violentas muertes, y la posibilidad del duelo. Elizabeth Jelin escribe sobre la necesidad de “materializar la memoria”, de contar con soportes, marcas, lugares físicos que evoquen concretamente el pasado. Recién en julio de 1990 encontraron algunos fragmentos, en una fosa. Pedazos muy pequeños de huesos, de dientes, un dedo, un zapato, caídos de la pala de una retroexcavadora cuando fueron removidos hacia un lugar ignoto. Las pocas e incompletas osamentas fueron identificadas y atesoradas, pero pronto supieron que hubo errores. Fue necesario enviarlas a otros laboratorios, en otros países, con otras técnicas. Algunas regresaron en diminutos envases de plástico, hechas polvo; huesos o dientes desintegrados, como antes intentaron disgregar y borronear sus ideales, sus vidas. Muchas veces hubo que sacar los restos de los pequeños osarios, volver a identificarlos, intercambiarlos; rearmar sus cuerpos, sus historias. Como explica Hélène Piralian, la necesidad de integrar vidas y muertes a un orden simbólico, contraviene la intención de los verdugos de los genocidios de desmembrar, desparramar, esconder los cuerpos para privarlos, a ellos y sus familiares, de esta posibilidad. 

En la foto, Bernardita Cayo acaricia la radio que fue de su papá.

Por eso, desde que no estuvieron a sus lados, comenzaron a juntarse y realizar actividades para buscar sus cuerpos y mantener sus vidas y memorias presentes. En los actos que organizan cada año es central volver a gritar fuerte sus nombres y, luego de cada uno, un certero “¡presente!”. Los cuerpos, cualquier pedacito, los nombres, las prendas de ropa u objetos que algunos familiares han colocado en los osarios y otros mantienen cerca; los claveles rojos tirados al cielo desde antes que encontraran la fosa y construyeran, alrededor de esta, el memorial; ese mismo lugar como espacio de tranquilidad y conexión con quienes fueron violentamente asesinados… Todo nos habla de una materialidad necesaria, sensible, con un importante espesor, no sólo físico sino también afectivo, que les evoca las vidas de sus seres queridos, especies de reliquias, “objetos sagrados en los que supervive la memoria de una vida”, como señala Ileana Diéguez en Cuerpos liminales

Sensaciones, experiencias, pensamientos afloran con el contacto de la tela, con la materia. Sensible, suave y a la vez disruptiva y dura, como las letras en las cintas, como la memoria. Es materia sensible porque es delicada, no solo para los familiares que guardan, la mayoría de las veces, estos objetos, con la memoria, afectos y percepciones que evocan y propulsan, también a nivel social. Paradójicamente, necesitan probar que existieron y ser reconocidos por una sociedad que, muchas veces, los negó, evadió, acusó, rechazó. Por eso, insisten en su propósito de tener un museo y centro cultural y de derechos humanos en la ciudad, y se emocionan cuando los nombres de los suyos son pronunciados en el escenario de un teatro, con una numerosa concurrencia. Por eso, también, la angustia evidente cuando, hace pocos días, alguien sustrajo del monumento de la plaza una placa de cobre con esos mismos nombres grabados. Sensible, porque afecta, pero, a la vez, se deja afectar por el entorno (la luz, la oscuridad, los diálogos, las reflexiones, el tacto y los demás sentidos) y por la interacción que, con dicha materia, tienen las personas. 

En la foto, Mónica Muñoz con uno de los tomos de la enciclopedia que le regaló su padre.

Pienso y repienso en la materia y en su relación con la memoria desde que las conocí a ellas y otros familiares de “detenidos desaparecidos”, que no han cesado de buscar verdad, justicia y también los cuerpos de sus seres queridos. Quienes han encontrado algo, lo han atesorado como un valioso tesoro, al igual que sus ropas, cartas y otras huellas tangibles de lo compartido, de sus existencias. En el caso de Calama, buscaron con palas en el vasto desierto de Atacama, tras cada información que recibían, hasta encontrar lo poco suyo que tienen, a 13 kilómetros del camino que une Calama y San Pedro, donde hoy muchas acuden, para conversar con ellos, para sentirse en paz.

Como explica Hélène Piralian, la necesidad de integrar vidas y muertes a un orden simbólico, contraviene la intención de los verdugos de los genocidios de desmembrar, desparramar, esconder los cuerpos para privarlos, a ellos y sus familiares, de esta posibilidad. 

“Lloro porque aún me duele, son cosas que están guardadas en el corazón; me emociono más en este lugar que fue donde encontramos su mandíbula, solamente eso”, dice Marisol Gutiérrez en el memorial, luego de narrar su vida, plasmada por su hija menor, Cecilia Pérez, en Mujer del desierto. En el libro, señala la fotografía del último mensaje que le escribiera apurado su marido, Hernán Moreno, “mi gran amor, el amor de mi vida”, secretario de la Gobernación de la provincia de El Loa, justo antes de ser fusilado y su cuerpo, escondido, así como el de los otros 25 hombres asesinados en Calama por la misma comitiva militar (entre ellos, la pareja de su madre, Alejandro Rodríguez, y Luis Moreno, hermano de Hernán). Ella tenía 19 años; él, 29; sus hijas, Marisol, un año 3 meses y Yalí Yan, un mes de vida. Se despidieron sin saber que sería la última vez que se verían. 

En la foto, María Araya y la libreta de su matrimonio con Ricardo Pérez.

“Mari: ¿Cómo están las guaguas? Voy a necesitar abogado, ¿tienes dinero? Te ruego me trates de conseguir más pastillas para los nervios. Te quiere, H.”, dice la nota que atesora Marisol plastificada, gracias a la preocupación de su segundo marido por resguardar los documentos de Hernán, así como su historia. Fue él quien insistió en la necesidad de escribir un libro que, incluso, comenzó. La apoyó también en la búsqueda del cuerpo de Hernán, así como de verdad y justicia. Asimismo, se preocupó de Marisol y Yalí, sin hacer diferencia con los hijos que tuvieron juntos. Marisol supo que era el indicado para rehacer su vida cuando, en su presencia, vio a su primogénita volver a sonreír. 

Soledad, Nancy y David plastificaron las cartas que su padre, Domingo Mamani, le envió a su mujer, Eloísa Armella, a quien apodaba “Cuba”. A diferencia de otros, tienen muchas fotografías, porque en la empresa de explosivos Dupont, donde trabajaba, además de presidente del Sindicato de Empleados, fue jefe de Bienestar Social y organizaba muchas actividades. Pegan algunas en las paredes de su casa, en calle Hurtado de Mendoza, como en una especie de rito de memoria, para compartirlas y hablar de su historia. Asimismo, han llevado documentos al Museo de la Memoria, en Santiago, convencidos de la importancia de que estos objetos -y, así, la historia- se guarden, resguarden, permanezcan y los trascienda.

Victoria, hermana de José Saavedra, también sintió la necesidad de llevar al papel la historia de su familia y de los otros hombres asesinados por estos militares en Calama. Escribió Mi hermano, mi historia, su búsqueda inconclusa y, 16 años después, una nueva versión con más antecedentes, Ojos color del tiempo. De lo narrado surgió la obra ¡José Saavedra, ¡Presente!, en cuyo montaje se pronuncian los nombres de cada hombre asesinado. “Siento que estoy en una carrera contra el tiempo”, cuenta Victoria, refiriéndose a la necesidad de dar a conocer lo vivido. 

Nombrables y localizables

Yalí Yan, en mapudungun, quiere decir colibrí y mariposa, “ese nombre lo escogió mi papá; él lo buscó porque quiso que yo tuviera algo especial”, explica. Algo parecido cuenta Juana Zepeda, mientras revisa tarjetas y versos escritos por su marido, Manuel Hidalgo, otro de los hombres asesinados en Calama. “Coral”, como eligió llamar él a su primera hija, se convertiría en una tradición familiar. Pero el nombre no basta.

“No había ni siquiera un mausoleo o una lápida donde yo pudiese ir y decir aquí están los restos de mi papá, aquí está él, este es su lugar; no tenía ropa de él, no tenía una foto de él”, cuenta Yalí. Tardaron décadas en obtener los únicos tres retratos que atesoran. Con uno de ellos, este año, toda la familia se hizo poleras con su rostro. “Se encargaron no solo de desaparecer sus cuerpos, sino que también querían desaparecer su historia”, reflexiona, explicando que cuando policías de investigaciones allanaron su casa, se llevaron incluso el álbum del matrimonio de sus padres. Por ello, el elevado valor que le asignan a la nota donde pregunta por sus “guaguas”. Como narra su hija en el libro, Marisol se aferraba a ese papel, colocándolo contra su pecho cuando temía por su vida.

En la foto, Ruth Mayta y, en el fondo, una imagen de su matrimonio en que solo sale su esposo, Milton Muñoz.

“Es súper difícil no tener nada, es muy doloroso”, insiste Yalí. Por eso, para ella el espacio del memorial es tan significativo. “Aquí estaban sus restos, y por muchos años, solo la cruz con las piedras del lugar”, cuenta. Desde que se descubriera la fosa, se ha sentado en numerosas ocasiones en la esquina donde está su nombre para conversar y conectarse. “He venido en la noche, llena de estrellas, a preguntarme qué tengo de él…”, explica. Algo parecido le ocurre a su hermana, a su madre y a otras mujeres. Teresa Berríos, quien fue pareja de Carlos Piñero, contó allí mismo, tras el último funeral que tuvieron en 2017, que “este lugar me da paz, mucha paz; a pesar que hubo dolor, violencia …”. 

Al momento de pensar en lugares como engramas, que detonan la memoria, Berríos, nombra también varios de Chuquicamata, donde vivía cuando conoció a Carlos. Él llegó durante la campaña de Salvador Allende, como encargado de publicidad, tomando fotos. Le hubiese gustado guardar alguna de sus cámaras, pero también allanaron su casa antes de detenerlo y no dejaron nada suyo. Como a los familiares de los demás ejecutados, nunca les dieron ni siquiera su cuerpo.

Soledad, Nancy y David plastificaron las cartas que su padre, Domingo Mamani, le envió a su mujer, Eloísa Armella, a quien apodaba “Cuba”. A diferencia de otros, tienen muchas fotografías.

La carencia de objetos la lleva a pensar en lugares que evocan sus recuerdos. Lamenta que la mayoría de ellos esté en Chuquicamata (lo mismo le ocurre a María Sepúlveda, a quien la cancha de basquetbol del Club Chuquicamata le recuerda a su compañero Fernando Ramírez, pues ambos practicaban allí ese deporte). El asentamiento está cerrado al público la mayor parte del año, pero, además, distintos edificios han sido destruidos, cubiertos o dejados derruir por el tiempo, el clima, el desierto, el descuido, el abandono. “Es como que nos están borrando esos recuerdos, aunque los voy a tener toda mi vida; me gustaría que estuvieran esos edificios, donde vivimos tantas cosas importantes”, señala Berríos. Entre las pocas construcciones que permanecen, está el Club de Empleados, donde se conocieron, “en una concentración a la que fui con mi mama; él andaba sacando fotografías y, de repente, se enredó con uno de mis hermanos que estaba chiquito”.

Algo tímida, describe unas casas de Calama que asocia a las que salen en la “g” de gitanos, en el Silabario Hispanoamericano. En una de ellas hizo, por primera vez, el amor con Carlos. Cada vez que pasa por allí, recuerda ese día, doloroso, por la relación y porque, al llegar a su hogar, recibió una reprimenda y duros golpes de su mamá. Hoy sonríe al mostrar las casas, así, en general, porque se parecen y no recuerda exactamente cuál era. Posa frente a una que se mantiene como la de su memoria. Al hacerlo, besa la fotografía de Piñero que lleva sobre su pecho, colgada alrededor de su cuello. “Como no puedo darle el beso a él”, explica y me mira, resignada. 

Una especie de subrogación a través de los objetos que, de alguna manera, toman el lugar de quien ya no está, también ocurrió en la velatón afuera de la catedral de Calama, donde Francisco Valdivia cantó un tema dedicado a su padre, otro de los allí asesinados por la “Caravana”, con quien comparte el nombre, mirando su foto, colgada en su pecho. Yalí Moreno, asimismo, cerró los ojos y besó la vela que portaba antes de dejarla al lado de la placa -hoy ausente- con sus nombres en la plaza. Ruth Mayta, por su parte, un día de rabia, botó los rollos sin revelar sacados por su esposo, Milton Muñoz, fusilado también por la comitiva militar. Agarró además una tijera y se recortó de todas las fotos en las que estaba con él.

Visibles

Carlos Piñero era fotógrafo. Pero su hija, Marcela, recién pudo verlo en una imagen en los 90. Luego de encontrar la fosa, identificaron una clavícula supuestamente suya; pronto supieron que no lo era. En el 2017, se reconocieron unos trocitos de su cráneo. Berríos duda. Duda de que se hayan ido fuera, duda que sean de él. En una pieza repleta de objetos, “mi museo”, la presenta, atesora teteras de distintos diseños y materiales, adornos navideños, relojes de bolsillo, objetos de cerámica, una manera de satisfacer quizás esta carencia de materialidades que apunten a la memoria. Allí cuenta que aunque Carlos escribía y sacaba fotos, solo tiene unos pocos poemas y una imagen que le sacó con Marcela. Esta última afirma orgullosa que, pese a la carencia de objetos de su padre, tiene, de él, la conciencia en la lucha social.

Algo similar cuenta María Araya, viuda de Ricardo Pérez, quien mantiene un retrato de su esposo en una especie de altar en la entrada de su casa. También tiene pocas fotografías, las que muestra año tras año en el lienzo que se exhibe, junto con los de los demás hombres fusilados en Calama en 1973, en la calle peatonal Eleuterio Ramírez para cada aniversario, y la libreta de matrimonio. Le hubiese gustado guardar, por ejemplo, el charango que tocaba; pertenecía a una familia de músicos. No obstante, afirma que le dejó lo más importante, la descendencia, y muestra, orgullosa, fotos de sus nietos.

Para los familiares, las fotografías adquieren un carácter central y necesario, una especie de prueba de existencia, las que, según Beatriz Sarlo, pasan a ser parte de un texto visual colectivo que llama “discurso iconográfico de la ausencia”. Por lo mismo, posaron altivos este año frente a una inmensa bandera chilena, con un crespón negro en la mitad y con las fotografías y nombres de los 26 hombres asesinados por la “Caravana de la Muerte” en Calama. Violeta Berríos, presidenta de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos y Ejecutados Políticos de Calama (AFEDDEP), quien ha dedicado su vida a encontrar los cuerpos de todos los fusilados, se complica, por su parte, con la foto de Mario Argüellez que tiene en su casa, que, poco a poco, comienza a difuminarse y Ruth Mayta, cierto día, sola y enojada, se eliminó de las fotografías. Hoy sonríe, pero su hija, Mónica Muñoz, explica que, pese a los años transcurridos, su mamá no deja de sentir rabia con su padre por no haberle hecho caso y evitar ser detenido.

En la foto, Nancy Mamani y los recuerdos de su padre.

Un sentimiento parecido experimenta Graciela Pérez, viuda de Jorge Yueng. Ana, su hija, dice que ella guarda ropa de él en su closet. A veces, entra a su dormitorio y la ve mirando esas vestimentas. Sale sigilosa porque sabe que no le gusta hablar de eso. Sabe también que su madre tiene sentimientos encontrados. A la pena y el dolor por lo vivido, al igual que otras mujeres, se agrega un cierto enfado porque no le hizo caso cuando ella intuyó que no debía presentarse en la empresa. Junto a la rabia, eso sí, está el recuerdo de los buenos momentos, que potencia quizás el sentir primero.

Perceptibles

Mientras conversamos, Ana saca, de una bolsa de tela roja, una barra de chocolate Trencito. Lo abre y lo huele, concentrada. Ese olor le recuerda a su papá, quien “además de cariñoso, era un hombre dulce, vibraba con todo lo dulce; ese olor me hace volver a ser niña y se mantiene vivo en mi mente…”. Algo similar le ocurre con “el helado de vainilla, que antiguamente se llamaba bocado”. Prácticamente todos los viernes, cuando regresaba de su trabajo en la empresa Dupont, se bajaba en el centro y caminaba a “El mejillones”, local conocido también como “Cañete” -el apellido de su dueño-, una heladería y pastelería que estaba en calle Vivar con Ramírez. Allí compraba helado de vainilla en un vaso de cartón encerado, que llevaba a su casa, donde Graciela y sus hijos -Jorge, César y Ana- lo esperaban con una botella de Fanta para tomar lo que, aunque entonces carecía de nombre, hoy se llama “fisa”. Cada cierto tiempo, vuelven a hacer ese ritual, “una forma de mantenerlo vivo”, explica Ana. Así como el olor y los sabores, también recuerda la música que le gustaba a su padre y que oían juntos, como al mexicano Javier Solís y su canción “Gracias”. “Todo eso nos mantiene conectados con él y creo que va a permanecer; van a pasar años, vamos a ser viejos y va a perdurar, mientras no le cambien el sabor y el olor al Trencito”, sonríe. Cuenta anécdotas mientras se prueba un reloj que saca también de la bolsa. De su abuelo pasó a su padre; ahora lo atesora ella, esperando traspasarlo quizás a sus nietos.

Mónica Muñoz, por su parte, guarda orgullosa una colección de libros Lo sé todo. Enciclopedia ilustrada en colores, que le regaló su papá para cuando fuera más grande. Cuando nació, le compró también una máquina de escribir marca Brother, que luego le robaron. “Era muy bueno para leer, siempre andaba comprando libros”, cuenta Ruth Mayta. Mónica ocupó la enciclopedia para hacer las tareas del colegio. Cuando supo leer, claro. Antes de eso, para su mamá fue más fácil señalarle que la tumba de una pariente de su abuela, en el cementerio de Calama, era la de su padre. Milton Muñoz también sacaba muchas fotografías y a sus familiares les hubiese gustado mantener algo de su ropa o su cámara, pero no fue posible. La máquina se la robaron cuando aún vivía y la ropa se la entregó Ruth a su suegra, para su hijo menor.

Para los familiares, las fotografías adquieren un carácter central y necesario, una especie de prueba de existencia, las que, según Beatriz Sarlo, pasan a ser parte de un texto visual colectivo que llama “discurso iconográfico de la ausencia”.

Otros familiares igualmente rememoran la música preferida de quienes ya no están. Así les ocurre a Amelia, Darío y José, hermanos de Rafael Pineda, uno de los dos hombres fusilados en Calama por la “Caravana de la Muerte” de los que aún no se reconoce ningún resto (el otro es David Miranda). No pueden dejar de pensar en él cada vez que oyen al grupo Los Iracundos, que tanto apreciaba. Evocan un disco de vinilo con carátula amarilla que sonaba frecuentemente en el tocadiscos de su casa. “Calla”, “Puerto Montt”; “Es la lluvia que cae”, “Hi Lili Hi Lo”, son algunos de las canciones que aún escuchan y les recuerda a su hermano. Asimismo, Ángela, Victoria y Patricia Saavedra se sonríen cuando oyen “el taconazo”, que José bailaba con entusiasmo o los distintos temas de Los Panchos, como “Sabor a mí” y “Poquita fe”. Muestran orgullosas un disco del grupo que guarda Patricia, con las iniciales de José. Con la música, al igual que algunas ropas, pero, en especial, una chaqueta, evocan vivencias alegres de su hermano.

El relato de la fabricación de esa prenda, así como los recuerdos que induce, son un ejemplo evidente de cómo ciertos objetos pueden propulsar la construcción colectiva de la memoria. Las tres van contando, rectificando, poniéndose de acuerdo, en la historia de la chaqueta, hecha con un género estampado sobre beige con muchos dedos en símbolos de paz y la leyenda “make love not war”, en color café. La tela la compró Ángela en un viaje, pensando en Patricia, aunque finalmente fue para José. La confeccionó la madre modista de su amigo “el flaco”. Victoria cree recordar a su hermano con ese atavío en las marchas, pero Patricia asegura que, en esas ocasiones, lo vio con un poncho, mientras que usaba la chaqueta para ir a fiestas y conquistar niñas. Finalmente, Victoria apoya la versión de Patricia, al igual que Ángela. 

Probable y a(r)mable

Los integrantes de la familia Saavedra, como muchos otros, al no tener ninguna prueba material de sus muertes, especulaban que hubiese corrido otra suerte. Así, Soledad Mamani, cuenta:

-Mi mamá, al principio, tenía esperanza de que estuviera vivo. Lo fue a buscar a La Serena (…). Nos podríamos haber ido a Holanda, pero decía “qué pasa si Domingo llega, va a llegar golpeado -sabía que había sido torturado-, va a llegar enfermo, va a llegar acá, no va a haber nadie”. Mientras uno no tenga un cuerpo nunca va a saber que la persona murió, aunque nos dijesen que los fusilaron. Con mi papá nunca supimos lo que era el duelo, porque nunca tuvimos un cuerpo, nunca lo velamos, nunca lo lloramos, nada, entonces, si usted me pregunta, para nosotros yo creo que mi papá no ha muerto porque no hay cuerpo, nunca hubo cuerpo. Un hueso que te entreguen, como una bolita chiquitita, eso no es decir “ah, aquí está mi papá, está muerto”. 

En la foto, Lorena Hoyos y su mamá, Hilda Muñoz, frente a una gran bandera con los rostros de los 26 hombres fusilados por la Caravana de la Muerte en Calama. Entre ellos, su papá y esposo, Rolando Hoyos.

La carencia de un cuerpo ha llevado a muchos a intentar, de alguna manera, suplir lo que falta agregando a los pocos restos de restos, en los pequeños osarios, objetos y vestimentas, como reliquias, veneradas en lugar de los ausentes. Así, hay quienes han colocado biblias y ropas (como las hermanas Saavedra y la chaqueta tan característica de José, y también los Mamani, que enterraron el fragmento del quinto metacarpo derecho -un trocito de un hueso de la mano- con un terno, camisa y zapatos de su papá).  

El relato de la fabricación de esa prenda, así como los recuerdos que induce, son un ejemplo evidente de cómo ciertos objetos pueden propulsar la construcción colectiva de la memoria.

 Mantener sus “tesoros” en osarios, como reliquias, también les produce cuestionamientos. Aunque tienen otras ropas de José que, confiesan, huelen frecuentemente, de manera casi refleja, para intentar sentir su olor ya ausente pese a no lavar las prendas, Ángela, Victoria y Patricia tienen muchas ganas de “recuperar” esa chaqueta tan característica y mantenerla con ellas.

A Bernardita Cayo le hubiese gustado, asimismo, tener más ropa de su padre y guardar también con ella algún hueso o parte de un hueso de él. Mientras cuenta esto, acaricia una radio con un estuche de cuero café que fue suya. Dice que necesita participar cada año en las conmemoraciones, quizás por sus recuerdos que son pocos y “no sé bien cuáles son míos y cuáles me contó mi mamá”. Muestra la casa donde vivían, en la calle Ramón Freire, hoy arrendada con la condición de que se mantenga la placa metálica de la puerta con el nombre de su padre, Bernardino Cayo, quien tuvo varios cargos en el sindicato de la empresa Dupont. En esa época estaba pintándola, preparando todo para celebrar su cuarto cumpleaños. Ahí, cuando llegaba del trabajo, se sentaba en una silla con ella en su falda, haciéndola saltar mientras le cantaba algo así como: “pichinguirindingui, pichingui…”, recuerda.

Sigo con la tela en mi mano y pienso. Y siento, el dolor, las sonrisas, los afectos y momentos compartidos, las anécdotas, los recuerdos que me han intentado traspasar ellas, a través de los pocos objetos que atesoran o recuerdan. Pienso que las palabras que refieren a objetos también lo son. Las palabras gatillan sentimientos, crean y son realidades, describen y luchan, ellas mismas, contra su naturalización. Las palabras tienen también un espesor, una textura, un volumen, un peso, todo lo cual brinda responsabilidad a quien elige ordenarlas. Escuchando, viendo, compartiendo, contando uno es también materia o la produce, materia que no quiere perder nunca su carácter sensible. Las historias, las palabras, los momentos y afectos puestos en común, te cruzan, te cambian, te inspiran, te rompen, te arman y rearman, te propulsan a contar y, claro, ocupar un lugar.

Fotos: Yael Zaliasnik Schilkrut