Crónica

Acertijos raciales


This is the way en América

¿Qué pasa cuando una latina con un inglés no tan fluido es estafada en Nueva York? Alaridos, manotazos al aire, muecas iracundas, spanglish y un mensaje que mandó a la autora de este texto de vuelta a Chile de un combo en el corazón: “This is the way in America”. “Yo estallé, con una tirria vieja, con el dolor indio de quinientos años: that’s so racist”, recuerda Arelis Uribe en esta crónica sobre idiosincrasia, poder y raza.

Cuando viví en Nueva York, tuve tres bicicletas en dos meses. La primera la encontré en Craigslist, un foro online de compra-venta. Era roja y de marco viejo, me quedaba corta y era muy pesada, así que la revendí. La tercera también la pillé en internet, era de color gris y fierro pesado, aunque de cinco velocidades. Le corté los extremos del manubrio para angostarla y me acompañó con amabilidad atravesando el Williamsburg Bridge. Me gustaba, pero la segunda bicicleta me encantaba: celeste, de cromo liviano y silueta profesional. La perdí en una batalla por la que casi voy a juicio.

Mi casa quedaba en Bedstuy, Brooklyn. Un barrio negro con veredas repletas de basura y parques enormes como bosques. A veces veía blue-jays, otras veces veía ratas. Mi mejor amiga entonces era una gringa rubia y judío-polaca llamada Mia, que vivía en Bushwick, a media hora caminando desde mi jaus. Una tarde fui a visitarla a su barrio y aproveché de pasar por una tienda que había visto antes y me daba buena espina: North Brooklyn Cycles, en 121 Knickerbocker. De haber sabido cómo resultó jamás hubiese pisado ese lugar.

Entré a la tienda y le pregunté a un gringo detrás de un mesón qué bicicletas tenía a la venta, él señaló varias apiladas afuera, en la vereda. Había mountain bikes, pisteras, una mini. Entre ellas estaba mi segunda bicicleta, me atrajo su marco delgado y el manubrio de dos cuernos. Dije que quería probarla. Okay —dijo el gringo, de pie en la vereda— dame tu teléfono. Le entregué mi móvil chino de pantalla rota. ¡Esto no es un iPhone!, dijo en inglés y me lo devolvió. Give me your ID. Le pasé mi carné. ¡Chile!, exclamó al leer mi nacionalidad. Yes, contesté y me monté en la bicicleta.

Di una vuelta entre las avenidas Flushing y Knickerbocker. El pedaleo era liviano como la luz, los frenos detenían las ruedas en un delicado fade out. Costaba 300 dólares, el tope de mi presupuesto. A la mierda, pensé, la merezco. Volví a la tienda y dije que la quería. Pagué con Venmo, una aplicación de transferencias. Pedí mi ID de vuelta, el gringo me la entregó, diciendo en mal español que él tenía familia en Colombia o algo así. Yeah, respondí sin prestar real atención y me despedí con una sonrisa.

*

Pedaleé por una semana. La bicicleta me llevó con fuerza entre los autos por avenida Broadway y con calma entre las arboledas interiores de Prospect Park. Aunque el deslizamiento era suave, la cadena daba saltitos y hacía un constante traca-traca. Un día la revisé bien y noté que no tenía cambios pero sí un piñón de varios discos para distintas velocidades. Quizá pasa los cambios automáticamente, pensé ingenua. Un viernes en la tarde, once días después de la compra, fui a North Brooklyn Cycles a resolver el misterio. Me atendió un tipo flaco y rubio, diferente al de la primera vez. En mi inglés lleno de fugas le expliqué que la bici hacía un ruido extraño. Él la dio vuelta, movió los pedales y no se oyó nada anormal. Revisó con más detalle y luego explicó en inglés: Necesita una cadena nueva, vuelve el lunes. Okay, dije confiada y me subí a la bicicleta.

A la mañana siguiente salí de mi casa en Chauncey Street hacia Prospect Park. Había una concentración frente a Grand Army Plaza en Brooklyn para repudiar el asesinato de George Floyd. Pedaleé diez minutos rumbo al parque cuando, de pronto, la cadena se estancó y se frenó la rueda. La bicicleta se detuvo en medio de la calle. Perdí el equilibrio. Pasaban autos alrededor. Aunque el susto fue grande, reaccioné rápido y me rescaté de no caer. Bajé del asiento, me hice hacia una orilla y probé los pedales: estancados. Por la chucha. Busqué North Brooklyn Cycles en Google Maps: quedaba a 45 minutos a pie, demasiado lejos. Miré en el mapa la tienda de cletas más cercana y partí hacia allá, arrastrando la bici como se arrastra un muerto.

La tienda era de un puertorriqueño, había otras cuatro personas esperando. Expliqué lo que había pasado y el tipo dijo: Okay, son diez dólares y media hora de espera. Acepté. Me senté en una banquita frente a la tienda, debajo de un árbol. La gente alrededor esperaba absorta en su celular. Había varias bicicletas apiladas afuera y también colchones cubiertos con grandes sacos de plástico. De pronto, el cielo se convirtió en una enorme regadera y comenzó a llover muy fuerte. Así es Nueva York, de verano tropical y tormentas tibias. El viento se avivó y botó los colchones al suelo. El puertorriqueño apareció veloz al rescate: tomó los colchones y los apiló en la pared, uno sobre otro, para hacer peso. Enseguida, abrió una puerta al costado de su tienda y con las manos nos hizo el gesto de entrar. Era una bodega. Ahí, entre cajas de cartón y cámaras de seguridad, nos resguardamos. El hombre se quedó en la calle, chequeó los colchones y volvió a su taller de reparación. En la bodega éramos cinco personas y noté que nos agrupamos por tonalidad: una chica blanca se paró cerca de un rubio y dos hombres se acomodaron juntos al rincón, yo me senté al medio, sola en una silla frente a un computador.

Cuando la lluvia cesó, volvimos afuera. Me senté nuevamente en la banquita bajo el árbol. Atendieron a otras personas. Pasó una hora y al fin el puertorriqueño me llamó. Me explicó en español caribeño que la bici era una gran bicicleta, pero mal convertida de varias velocidades a single speed y que, aunque podía repararla, la fragilidad de la cadena y el problema de la rueda estancada iban a persistir. Y aquí es cuando pienso que las palabras son hechizos, que toda frase—incluso la más honesta y dulce—siempre es un imperativo poderoso. Dijo: Te estafaron, anda y pide que te devuelvan la plata. Y yo, mezcla de empatía y frustración, le hice caso. No lo pensé, me aupé a la bici y partí mascullando maldiciones hacia North Brooklyn Cycles.

*

Después del aguacero, salió el sol. La tarde brillaba cuando llegué a North Brooklyn Cycles, igual de luminosa que la primera vez que estuve allí. Las bicicletas todavía apiladas en la vereda, el mismo gringo detrás del mesón. Amarré la bici en la calle y entré. Lo que sucedió a continuación fue en inglés, aunque recuerde la mayoría en español. Me acerqué al gringo y lancé de una: Me vendiste una bici hace dos semanas, ayer vine a repararla, no me ayudaron, hoy se quedó estancada, no funciona, I want my money back. Y él: que no devolvían el dinero, que podía darme doscientos dólares o repararla. Me costaba darme a entender, me salían las palabras deformes de la boca y el gringo recogía del suelo los pedazos de mi inglés roto y los apuntaba contra mí, repitiendo mis frases con burla, sulfurándome, llevándonos a un espiral odioso, en el que una y otra vez yo pedía lo mismo y él volvía a darme idéntica y desdeñosa respuesta: Dame mis trescientos dólares; te doy doscientos o repararla. El bucle escaló a tornado y montamos un huracán al medio de su tienda: el gringo y yo, gritándonos mientras la gente nos miraba alrededor. Entre alaridos, manotazos al aire y muecas iracundas, el gringo voceó algo que me rompió, que me mandó de vuelta a Chile de un combo en el corazón. Dijo: This is the way in America. Y yo estallé, con una tirria vieja, con el dolor indio de quinientos años. Abrí la boca y fue la tierra la que habló: RACIST, THAT’S SO RACIST. Y él  respondió con otro grito, mirándome a los ojos: GET OUT OF MY FUCKING STORE.

Salí y me senté en una banquita afuera de la fucking store, sin árboles, sin sombra. Ya empezaba el atardecer. Me acomodé dándole la espalda a las bicis, para que nadie viera cómo me quitaba la impotencia a punta de lágrimas y mocos. No sabía qué hacer, no conocía las reglas de ese país en inglés. Llamé por teléfono a mi familia en Chile y le escribí a Mia, mi amiga gringa. Googleé derechos del consumidor en Estados Unidos. Estuve una hora intentando encontrar una solución, algo que me sacara de la mejor forma posible de esa tienda de mierda. Dos trabajadores se me acercaron, un dominicano que me aseguró que podía arreglar la bici y un afrogringo que me ofreció cambiar mi bici por otra mejor. Me incentivaron a probar una pistera roja, que resultó demasiado grande y pesada para mí. Después de una asamblea desmigajada, decidí aceptar la reparación. Bueno, sopesé, le daré el beneficio de la duda al gringo gritón.

Respiré hondo y reingresé a la tienda, me acerqué al mostrador y le pedí al tipo que habláramos. Sorry I made you cry, dijo y su disculpa me ablandó. Le pregunté cómo se llamaba y respondió Matt. Okay, Matt —dije— qué vas a hacer con la bici, cuánto se tarda. Y él: Voy a repararla, te llamo en una semana. Me pidió mi número y con la mano temblorosa lo anoté en una hoja sobre el mesón. Tuve que escribirlo dos veces porque era tanto mi nerviosismo que no lo recordaba. Él también me dio su número. See you in a week, dije optimista y me despedí con un sonrisa.

*

“¿Era blanco?”, fue lo primero que me preguntó Madison cuando le conté la historia. Estábamos sentadas en nuestro living sin ventanas, fumando marihuana y viendo algún show en la televisión. Madison era entonces mi compañera de casa, su familia es originaria de Haití y su piel gringamericana es oscura como la tierra húmeda. Aunque la Mia es pálida como la nieve soviética e igualmente me preguntó: “¿Era blanco?”. Sí, respondí a Madison y a Mia y a cada persona que luego de oír mi historia me preguntó por el color. Cada vez que dije white, contestaron con el mismo gesto arrugado, el mismo bufido, que en un lenguaje ancestral que explicaba lo inexplicable de un complejo acertijo racial.

*

Pasó el domingo, el lunes, el miércoles y no recibí respuesta de Matt. Decidí escribirle, le pregunté si sería posible tener mi bicicleta para ese viernes. No tardó en responder: Espera que yo te escriba, esto no es caridad, si no te gusta te vas. Su trato me enfureció. Irrespetuoso, texteé de vuelta, dame una fecha concreta; pero él no contestó. Me tiré a la cama a llorar de frustración. Qué hago ahora, qué chucha hago ahora. Había alcanzado ese punto estático en el que sabes que ninguna de tus acciones va a lograr afectar las decisiones o movimientos del otro. Me sentí sola e impotente. Le escribí a la Mia, mi amiga gringa, para pedirle ayuda o consejo. “¿Qué harías tú?”, le pregunté. “No sé”, respondió ella, “es imposible que eso me pase porque soy blanca”. 

Su respuesta me acuchilló.

*

Esa semana tenía cita con Yvonne, mi psicóloga, una terapeuta gratuita que me daba la Universidad de Nueva York, donde entonces yo estudiaba. Dediqué la sesión completa a esta historia. Le expresé mi impotencia por no tener bici, por sentirme poco bienvenida. Y ella, tan paciente, me escuchó. Dijo: Que nadie te haga sentir que no perteneces, you belong where you stand, o algo así. Y me ayudó. Me recomendó dos páginas web: el sitio de la Federal Trade Commission, el servicio de ayuda para los consumidores en Estados Unidos; y la de la NBC de Nueva York, específicamente, del programa Better Get Baquero, un show que jamás he visto pero que según Yvonne y según la web, se trata de cómo la periodista Lynda Baquero ayuda a consumidores a resolver problemas con vendedores difíciles. Hay que enviar un email contando tu historia o llamar al 1-866-NEWS-244, opción dos.

Me costaba darme a entender, me salían las palabras deformes de la boca y el gringo recogía del suelo los pedazos de mi inglés roto y los apuntaba contra mí, repitiendo mis frases con burla, sulfurándome, llevándonos a un espiral odioso, en el que una y otra vez yo pedía lo mismo y él volvía a darme idéntica y desdeñosa respuesta: Dame mis trescientos dólares; te doy doscientos o repararla.

Gracias, le dije a Yvonne y cerramos la sesión. 

Entré al sitio web de la Federal Trade Commission y al de Lynda Baquero. En la FTC recomendaban enviar una carta de reclamo al vendedor, incluso mostraban un modelo de Consumer Complaint Letter. Pensé: enviaré la carta y si eso no funciona, I will better get Baquero.

Me tiré en la cama, encendí un joint y le di play a Kali Uchis. Una canción suya me daba vueltas:

So if you need a hero

Just look in the mirror

No one's gonna save you now

So you better save yourself

(Si un héroe necesitas 

Solo al espejo mira

Nadie te va a rescatar

Sola te debes salvar)

Entonces miré al espejo y lo único que vi fue a mí.

*

Busqué videos y tutoriales sobre bicicletas en inglés, para enriquecer mi vocabulario y para comprender a cabalidad cuál era el problema. Tomé el modelo de Consumer Complaint Letter y comencé a escribir, comprobando cada línea en el traductor de google. El texto era absolutamente polite, amable y técnico. Escribí en inglés: el 25 de mayo compré una bicicleta convertida a single speed en North Brooklyn Cycles, desafortunadamente ésta no tuvo el desempeño deseado. Expliqué que fui un viernes a pedir ayuda y al día siguiente la cadena se frenó. De milagro no tuve un accidente. Dije que había ido a la tienda por segunda vez esa misma semana, pidiendo mi dinero de vuelta y que me habían ofrecido reparación. Escribí que había pasado una semana desde entonces y aún no obtenía respuesta. No dije que el gringo había sido agresivo, macho y xenófobo. No dije que lloré una hora sentada afuera, ni que el tipo haciéndose el simpático me pidió perdón. Dije: Para resolver el problema, pido que la bicicleta sea transformada de manera completa y funcional a single speed, con una nueva cadena y un nuevo piñón. Si esto no es posible, exijo la devolución de mis 300 dólares. Dije: Les doy plazo hasta fin de mes, de lo contrario buscaré asistencia de terceras partes. Y firmé:  Sincerely, Arelis Uribe, Journalist and Writer.

La carta debía enviarse a la dirección de la compra, dirigida al manager. Tuve la impresión de que el gringo xenófobo lo era. Solo tenía su nombre: Matt. Necesitaba un apellido y una confirmación. Y no recuerdo exactamente cómo fue, pero googleando, revisando el Instagram de la tienda de bicis y a las personas etiquetadas, descubrí que Matt no existía o que era un nombre falso. Encontré en LinkedIn al dueño de North Brooklyn Cycles: Max Cohen. Max, no Matt. Le pedí a la Mia que llamara o escribiera a North Brooklyn Cycles preguntando por el nombre del manager. Ella contactó a la tienda diciendo que era estudiante investigando el boom de las bicicletas en Brooklyn y que, para ello, necesitaba corroborar si Max Cohen era el dueño de North Brooklyn Cycles. Y Matt-Max respondió: Yeah, it’s me. Me dio rabia, además de imbécil el tipo resultó mentiroso. El enojo me dio fuerzas. Encabecé la carta con un “Mr. Cohen”, le pedí a una amiga de la universidad que leyera y enderezara cualquier desviación de mi inglés torcido. Trabajé dos días en mi plan. A veces, fumaba por la ventana, pensando en el paso que estaba a punto de dar y me daba tanto miedo como fascinación. Luego me convencía a mí misma de que ése era el único camino posible, de que yo debía ser mi propia heroína, como canta Kali Uchis.

*

Era viernes, me levanté temprano, imprimí dos copias de la carta, el comprobante de pago y un par de fotos de la bicicleta. Metí los papeles en un sobre y escribí: 

To: Max Cohen

North Brooklyn Cycles

121 Knickerbocker Avenue

Brooklyn NY 11237

USA

Lamí el borde del sobre, lo sellé y partí al correo. En la oficina de USPS pagué por el servicio más veloz, dije: Necesito que esta carta llegue a más tardar el lunes. La chica tras el vitral me ofreció entregarla al día siguiente por diez dólares. Dale, dije, lo vale. Salí del correo sintiendo el pecho en las nubes. Puse Kali Uchis en mi celular y caminé bailando, chistando los dedos, meneándome feliz frente a cada espejo que apareció por avenida Broadway. No one's gonna save you now / So you better save yourself. Llegué a casa y me tiré en la cama a fumar y a reír a carcajadas. Sentía la brisa fresca entrar por la ventana. Intenté disfrutar el momento porque sabía que la alegría no podía ser eterna. Recordé lo violento que había sido el gringo. Me vas a odiar, le dije a la distancia. Me vas a odiar y al final de esta historia tú vas a estar furioso y yo voy a llorar.

“¿Qué harías tú?”, le pregunté. “No sé”, respondió ella, “es imposible que eso me pase porque soy blanca”. 

*

Esa noche yo esperaba tener pesadillas o insomnio o ansiedad, pero nada de eso, dormí extrañamente bien. Al otro día desperté con los brazos limpios y la piel dura, sintiéndome lista para recibir lo que tuviera que suceder. Los hilos del sol entraban por la ventana. A las diez de la mañana sonó mi teléfono. Era una transferencia en Venmo por 300 dólares, junto a un mensaje en inglés firmado por Max Cohen. “Lo siento, no podemos reparar tu bici. Espero que esto no te desaliente de seguir pedaleando en el futuro. Gracias y ten un gran día”. Pegué un grito: WOOOOHH. Di saltos y bailé sacudiendo las caderas. Me tiré al suelo de rodillas y subí los brazos como si hubiese metido un gol. Gané, conchatumadre, le gané al maldito gringo gritón.

*

Días después tuve sesión de terapia con Yvonne. Le conté de la carta, del correo, de la transferencia. WHAT!, exclamó, ¡mándamela! Se la mostré. Se puso a llorar de felicidad, de placer, de gusto de que le haya pateado el culo al gringo de mierda. Amo que hayas firmado Journalist and Writer, dijo. Ganaste. Y como una verdadera americana: decirle a alguien “te voy a demandar”, that’s the real way in America, dijo Yvonne. I know, respondí y me despedí con una sonrisa.