Ensayo

“Past lives”, candidata al Oscar


Fragmentos de un discurso amoroso

Por algún motivo, la idea de dos infancias que se entienden mutuamente es más poderosa que la de dos adultos que se entienden entre sí. Hay algo en la fragilidad de ese tiempo que lo vuelve singular y a la vez eterno. Pero ¿qué alquimia se produce entre esas infancias? ¿Están destinadas a enamorarse? ¿Están unidas para siempre? Esas preguntas sobre el amor y el tiempo son el hilo conductor de “Past lives”, la ópera prima de la coreano-canadiense Celine Song. “¿De qué está hecho un amor? ¿de qué se enamora uno? ¿de una serie de coincidencias? ¿de cosas en común? ¿Es una casualidad enamorarse?”, se pregunta Julieta Greco. Este texto sobre la película es, también, un ensayo sobre el amor.

“Dos personas que se enamoran son dos infancias que se entienden mutuamente”, escriben Kristeva y Sollers en Del matrimonio como una de las bellas artes. La idea es preciosa: enamorarse como una forma de acceder a un tiempo remoto en la vida de otro. Enamorarse como acariciar lo imposible. Enamorarse y su sinfín de fantasías temporales: ¿nos habremos visto cuando éramos niños? ¿Nos hubiéramos querido en otro tiempo? ¿Hubiéramos elegido jugar juntos? ¿Nos gustarían las mismas cosas? ¿Nos hubiéramos hablado en un recreo? Por algún motivo, la idea de dos infancias que se entienden mutuamente es más poderosa que la de dos adultos que se entienden entre sí. Hay algo en la fragilidad de ese tiempo que lo vuelve singular y a la vez eterno. Un tiempo al que siempre se vuelve a buscar algo: un recuerdo, un sentimiento, un trauma, un olvido, alguien. Pero la idea tiene un revés: ¿qué pasa con las infancias que se entienden mutuamente? ¿Qué alquimia se produce entre ellas? ¿Están destinadas a enamorarse? ¿Están unidas para siempre? Esas preguntas sobre el amor y el tiempo son el hilo conductor de Past lives, la ópera prima de la coreano-canadiense Celine Song. 

Un chico y una chica caminan por las calles escalonadas de Seúl. Son Hae Sung y Na Young de 12 años. Ella dice estar triste por haber sacado notas bajas en la escuela, pero rápidamente sabemos que lo que envuelve los días de Na Young es que ella y su familia están a punto de migrar a Canadá. La amistad entre ellos está en el limbo de los romances preadolescentes, con el deseo incipiente, pero aún envueltos en el juego: el tiempo de compaginar la inocencia con la piel. La partida se aproxima y las madres de ambos organizan un encuentro en la plaza, una cita supervisada, una fábrica de buenos recuerdos, dirá la mamá de la niña. Ellos juegan alrededor de una gran escultura con dos cabezas enfrentadas, se espían, se ríen; las mujeres conversan: cuando dejás algo atrás, también ganás algo, dice la madre de Na Young en un tono zen difícil de imaginar en alguien que está a punto de embarcarse hacia una nueva vida. La cámara retrata una última vez a Hae Sung y Na Young dormidos de la mano en un auto y la despedida torpe en la calle, sin épica, sin nostalgia, como pueden hacer los niños que poco saben del tiempo y la distancia: solo decir adiós, en un plano que los fuga en direcciones distintas aunque no opuestas.

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Migrar desde Corea hacia Canadá implica más que dejar una escuela, una casa, un idioma: hay que elegirse un nombre. Elegirse un nombre es reinventarse, abandonar para siempre el nombre de la infancia, ser definitivamente otro. Ahora Na Young será Nora.

Pasan 12 años. El tiempo es fundamental en Past lives porque no solo cambia la vida de los personajes: los mueve en el mapa, los cambia de lugar. Vemos a Hae Sung alistado en el ejército y a Nora llegando a Nueva York para estudiar dramaturgia. Nora habla con su madre en Canadá mientras navega por Facebook. Tratan de recordar el nombre del niño que le gustaba antes de irse, lo busca en internet, lo encuentra, se entera de que él pregunta por ella, con su nombre coreano, el que ya ni su madre usa para llamarla. “¿Te acordás de mí?”, escribe Nora, incrédula: ¿quién podría olvidar a un primer amor?

Empieza el intercambio de mensajes. Ocurre el encuentro virtual. La espera en Skype, el instante de verse en las pantallas: wow, wow, wow, wow, se repiten. Sos vos, dice Hae Sung e inmediatamente le pregunta por el nombre que desconoce. Hae Sung pregunta si Nora sigue llorando mucho: ya no, cuando emigramos solía llorar mucho pero me di cuenta que a nadie le importaba, responde. ¿A qué nos enfrenta el amigo de la infancia que dejamos de ver? ¿Qué cosas le despiertan curiosidad? ¿Qué imagen devuelve? ¿Se desilusiona? ¿Le gusta lo que ve? La conversación sigue: qué estudian, qué hacen, qué hora es del otro lado del mundo y Past lives elige conservar el audio, las palabras y las voces mientras la imagen se mueve entre Nueva York y Seúl en planos con movimiento lento, rebotando de un lado al otro, del día a la noche, mostrando la escala de ese pequeño encuentro virtual perdido en esas ciudades inmensas y luminosas. La videollamada va llegando al final, Hae Sung confiesa: te extrañé. Y en un gesto de complicidad infantil Nora susurra: yo también.

Pocos romances más singulares que los virtuales: los mensajes sin horarios, desde la cama, mientras se come, se viaja en colectivo, se estudia en la biblioteca, las conversaciones erráticas y eternas sobre cualquier tema, los cuestionarios libres, las recomendaciones de películas, la narrativa de los días en tiempo real. Así se enamoran Nora y Hae Sung y de la misma forma el entusiasmo empieza a mermar movido por el deseo de Nora de enfocarse en su vida en Nueva York y dejar de buscar vuelos a Seúl. Todo —reencuentro, enamoramiento y ruptura— pasa a través de una computadora o un celular y sin embargo sentimos el dolor de Hae Sung y Nora, nada parece exagerado o sobredimensionado. ¿No es el amor una ficción que armamos, experimentamos y desarmamos?

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Nora viaja a un retiro de escritores en el campo. En un plano que la tiene como protagonista durmiendo una siesta, vemos llegar de fondo y a través de una ventana al hombre que se transformará en su marido. Past lives usa constantemente los planos para dar cuenta del intenso vínculo entre el amor y el azar: Arthur llega imprevisto, sin advertirlo, mientras Nora aún sueña en otro idioma con el hombre que decidió abandonar: cuando dejás algo atrás, también ganás algo.

Pasan 12 años. Arthur y Nora están casados, viven en un pequeño departamento de Nueva York, ella es dramaturga, él escritor. Celine Song los muestra en escenas cotidianas: a la mañana enroscados en la cama pensando en qué comer, la mirada sostenida en la espera para cruzar la calle, la caminata de la mano por la ciudad. Logra en pocos segundos que nos enamoremos de la nueva pareja sin que se convierta en adversaria de la anterior; ese es uno de los puntos más altos de la sensibilidad de Past lives: todas las respuestas son correctas, todas las versiones encuentran sitio en la mesa, todos los amores, el amor.

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Hae Sung viaja a Nueva York de vacaciones y le propone un encuentro a Nora. Ahí están de nuevo los dos. ¡Hae Sung! grita ella fuera de campo. De nuevo se miran: wow, sos vos. De nuevo esa forma de reconocerse. Song monta sobre esta escena un instante de la cita programada por sus madres 24 años atrás en Seúl, casi como un modo de subrayar que ese sos vos también significa soy yo o como reza un poema viejo: siempre fuiste mi espejo, quiero decir que para verme tenía que mirarte. Pasan algunos segundos de estupefacción y Nora se lanza en un abrazo sobre Hae Sung como si abrazara más que a un viejo amor, como si abrazara su infancia, su idioma, su país. La cámara, como en esas conversaciones virtuales en las que se movía de lado a lado entre Seúl y Nueva York, ahora rebota entre ellos que no terminan nunca de compartir el cuadro. Hae Sung y Nora caminan por la ciudad, toman el subte, se miran, conversan al lado del río. La música en estas escenas es fundamental. Hay pocos momentos silenciosos en Past lives. La música es omnipresente: un contrapunto entre pianos, guitarras y sintetizadores construye recurrentemente un clima entre onírico y de sci-fi, un sonido que le podríamos imaginar al amor, pero no en un sentido rosado, algodonado, sino un sonido que se parece a un sueño y también a lo desconocido, a lo ficticio.

Es difícil no pensar en otras películas con triángulo amoroso. Sin embargo, entre Nora y Hae Sung hay algo del deseo que está corrido, borrado, no los miramos con el anhelo fervoroso de que se besen ni esperamos que ella patee el tablero de su vida como esperábamos que Meryl Streep abriera la puerta de la camioneta bajo la lluvia en Puentes de Madison. Pero es innegable que algo poderoso y de otro orden pasa entre ellos.  

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La otra cara del encuentro entre Nora y Hae Sung es lo que ella le cuenta a su marido que pasó durante la tarde. Él es tan coreano, le explica. Va y viene sobre lo poco coreana que ella se siente con él y a la vez lo coreana que la hace sentir: Hae Sung no es estrictamente un ex amor para Nora, es más bien un modo de estar en el mundo que abandonó y su cercanía le recuerda, le reverbera. Pero además de lo que a Nora le ocurre está lo que le pasa a Arthur y lo que él devuelve. No vas a huir con él, ¿no? Afirma y duda. ¿Me conocés? le pregunta ella. Te conozco, responde él. Arthur se obsesiona con la historia de Nora y Hae Sung: yo soy el que deja la historia cuando tu ex amor viene a buscarte, le dice, ridiculizando su propia historia, y si hubieras conocido a otro escritor en esa residencia que hubiera leído los mismos libros que tu y visto las mismas películas y te hubiera dado útiles sugerencias sobre tus obras, ¿no crees que estarías acostada aquí con él? Las preguntas de Arthur, en apariencia inseguras y temerosas, son en realidad existenciales: ¿de qué está hecho un amor? ¿de qué se enamora uno? ¿de una serie de coincidencias? ¿de cosas en común? ¿Es una casualidad enamorarse? ¿Está escrito en algún lugar?

Arthur le cuenta a Nora que cuando ella duerme y sueña, habla en coreano, que nunca habla en inglés dormida: soñás en un idioma que no puedo entender, es como si hubiera un gran espacio dentro tuyo al que no puedo ir. ¿Qué significa conocer al que se ama? ¿Saber una serie de cosas? ¿Saber qué cosas le gustan, lo angustian, lo hacen vibrar? ¿Haber compartido momentos importantes en la vida? ¿Significa conocer su historia, su infancia? ¿Haberla compartido? ¿Se puede conocer enteramente a quien se ama? ¿Son, entonces, dos personas que se enamoran, dos infancias que se entienden mutuamente? ¿No es lo propio del amor que siempre se nos esté escapando una parte del otro? ¿Fracasar en el anhelo de poseerlo todo? ¿No es lo propio del amor en realidad lo incognoscible, lo enigmático, lo indescifrable? ¿No es siempre una pregunta sin respuesta? ¿No es siempre un poco imposible el amor? 

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Past lives se inscribe en una serie de películas de amor que no podemos considerar comedias románticas (muy alejadas de los tradicionales finales felices), pero tampoco enteramente melodramas. Eternal sunshine of the spotless mind (sutilmente homenajeada en el inicio), la trilogía de Linklater, Before sunrise, sunset y midnight, In the mood for love, One day, 500 days with Summer, Lost in translation: historias de amor contemporáneas, urbanas, en las que las ciudades tienen un lugar central para narrar amores sencillos, cotidianos, cercanos y quebrados. En el final de la película, Nora acompaña a Hae Sung a tomar un taxi hacia el aeropuerto. Otra vez la cámara de lado a lado. La escena es silenciosa y distante. Nora y Hae Sung se abrazan tímidamente y, como en el reencuentro inicial, Song monta sobre ésta la escena en la que se despidieron en Seúl hace 24 años. Un travelling acompaña a Nora de vuelta a casa y la vemos quebrarse por primera vez desde que la conocemos adulta. 

Past lives no es una película sobre lo que hubiera sido. En realidad es lo contrario: una película sobre lo que fue. No hay existencia posible sin la pregunta por lo que podría haber sido. Past lives no es una película sobre un amor imposible, es una película sobre la imposibilidad intrínseca del amor.  Todos los amores son porque otros no fueron, pero sobre todo, no hay amor sin el riesgo de perder o haber perdido. Perder, no a alguien, perderse uno, perder algo propio, abandonar una parte de sí. Invirtiendo la frase que pronuncia en el inicio la madre de Nora: cuando ganás algo también dejás algo atrás. Esa niña que recuerdas ya no existe, le dice Nora a Hae Sung, pero existió. La angustia de Nora no parece ser enteramente por despedir a Hae Sung, sino por haber dejado alguna vez a Na Young en Seúl, por esa imposibilidad de volver a ser lo que ya no es.