Ensayo

Biblioteca Caparrós: del soneto al tarareo


En la cabeza del autor más caprichoso

La presentación de la Biblioteca Caparrós en la 47ma. Feria del libro de Buenos Aires fue la oportunidad para celebrar la obra titánica del gran cronista latinoamericano. Lejos del totalitarismo del gran tema, dice María Moreno, Caparrós encontró la síntesis del género en “la vaca”: solo importa contarla como nadie. Maestro de generaciones de periodistas, se distanció de las investigaciones atadas a sesgos épico-políticos sin que su intervención literaria dejara de ser decididamente política. Experimentó con la novela, el soneto y la fotografía comprometido exclusivamente con una literatura que se impone soberana.

–Hay que actuar la vaca.

Martín Caparrós se sonrió detrás de sus bigotes en forma de manubrio porque había encontrado la síntesis del género crónica. Me explico: el ceo del género Jon Lee Anderson se había emperrado en que Vida de una vaca, de Juan Pablo Meneses, no era una crónica. ¿Por qué?

Porque el autor no vivía literalmente con una, aunque la había observado, analizado sus humores cambiantes en cornadas, narrado hasta las ubres, como buen cronista que era. Pero Anderson insistía en que era una ficción –Caparrós y él habían coincidido como jurados en un concurso de crónicas–. Cuando me contaba el affair vaca durante una charla que sería publicada en la revista Otra parte, se acordó de Robert de Niro, de cuando se entrenaba para encarnar a un homeless en una calle pesada de Nueva York adonde lo visitó el británico John Gielgud.  De Niro le explicaba que se alimentaba con sobras, no se bañaba, dormía cubierto de diarios viejos y hasta estaba a punto de conseguir el típico pie de trinchera, todo para identificarse con el personaje. Gielgud lo miró fijo y le dijo lacónicamente ¿y por qué no lo actúa?.

Estábamos de acuerdo. Despotricábamos contra los cronistas que sufrían el totalitarismo del gran tema –vida de una travesti, un tsunami, los pobres haciendo de pobres– y lo escribían a la qué me importa, confiados en su mera fuerza efectista. 

A Caparrós no le importaba que el viejo Kapuściński se hubiera encontrado o no a Lumumba en un camino de África, sino que contara África como nadie.

A comienzos de la democracia, los géneros del periodismo cultivados por algunos militantes que regresaban del exilio, ponían el eje en la investigación y, dentro de ésta, la de las violaciones a los derechos humanos. La estrella pasó a ser el cronista comprometido con el cumplimiento de la ley jurídica, donde el periodismo se homologa al periodismo político, la verdad coincide con la sentencia y el estilo instala un ademán ascético y apolíneo. Pero hubo un grupo de escritores autodenominado Shangay integrado por dandis de izquierda, como Martín Caparros, Jorge Dorio, Luis Chitarroni, Alan Pauls y Daniel Guebel, que reivindicaba la autonomía literaria y cuya divisa era una frase de Pío Baroja: en literatura la sangre solo sirve para hacer morcillas. Martín Caparrós explicaba: “al referenciar, al hacer chistes, bah, al escribir, se funciona del lado de la cultura, pero si se hace lo que hay que hacer para evitar un nuevo golpe militar no se hace en términos de novelística sino firmando manifiestos, saliendo a la calle, metiéndose en los medios”. Sin embargo, en 1997 su intervención literaria fue decididamente política. Escribió junto a Eduardo Anguita los tres tomos de La voluntad. Allí se diferenció de los argumentos de los organismos humanos rectores, para contar las historia de los detenidos desaparecidos en su calidad de militantes armados y no de –esa palabra  tan compleja, encubridora y católica con que se intentó salir al cruce del por algo habrá sido “inocentes” y la épica se matiza en la reivindicación de los ideales de la militancia, enmarcándolos en la vida cotidiana y en sus cruces con las vanguardias estéticas y contraculturales.

A Caparrós no le importaba que el viejo Kapuściński se hubiera encontrado o no a Lumumba en un camino de África, sino que contara África como nadie.

Si en Larga distancia Caparrós se quejaba de que ya no hubiera territorios vírgenes para la crónica, de que cada partícula de continente ya hubiera sido conquistada por la mirada de los cronistas de las grandes potencias, obligándolo a recrear constantemente su propia tradición, también debía marcar su diferencia con los cronistas de la democracia, de sesgo épico-político. 

En La guerra moderna, entre los efectos de estilo y la divisa de hacer de la mirada, pretendidamente neutra del reportero, arbitrariedad y capricho, desplegó una suerte de cronista bufo, cobardón y autodenigratorio, contracara clownesca del investigador comprometido y siempre al borde del episodio político-policial: se empecina en contar cómo no llegó a tiempo cuando la policía estaba reprimiendo manifestantes, que se escondió detrás de un árbol cuando vio una travesti, que estuvo a punto de pegarle a un hombre en el museo del Holocausto, como si dijera “¡agarrame, que lo mato!”. Ese recurso paródico alcanzó su máxima expresión en una nota que Caparrós publicó en la revista Ego donde reconstruía el viaje del periodista Henry Stanley en busca del explorador David Livingston en el corazón peligroso de África, sólo que saltando en una sola pierna, luego de la quemadura de un coral.

En la biblioteca que recorre junto a Cristian Alarcón se nota el tono zumbón de los amigos. Fue la memoria viva de una obra titánica –incluye 13 novelas, 8 libros de crónicas, 7 de ensayos y una biografía–  apoyada por las apostillas del autor que experimentó desde el soneto hasta el tarareo. Con su estilo desenvuelto y un tanto condescendiente, hace que la silla de ruedas en que anda desde que le fallaron las piernas, parezca una litera. Piglia, Fontanarrosa, Borges también mostraron que, lejos de cualquier mito de autosuperación, la literatura se impone soberana, pertenece a una economía distinta a la de la salud, donde la merma y la desdicha física, brillan por su ausencia.

Fotos: archivo personal