Ensayo

Arte, redes e intercambios entre Chile y Argentina


La cordillera, una forma particular de hacer historia

Evidenciar la cercanía de lo lejano y la ajenidad de lo propio. Pensar el arte, a la vez que se desmontan y remontan una serie de problemas que no responden a fronteras inventadas. Paz López reflexiona sobre Intercambios trasandinos. Historias del arte entre Chile y Argentina (Ediciones UAH).

Intercambios: de palabras, prácticas, conceptos, objetos, imágenes, temas, conjunto de hechos, afectos, series temporales. En Intercambios trasandinos. Historias del arte entre Chile y Argentina -editado por Silvia Dolinko, Ana María Risco y Sebastián Vidal- la palabra entre me parece clave. 

El entre nos permite pensar una historia del arte que abandona los motivos de la continuidad y de la integridad para instalar, con ese entre, una suerte de inestabilidad abierta, una fuerza de interacción, de contacto, de transformación de los propios relatos históricos que sustentan el campo. 

Este libro, dicen sus editores, “ofrece un primer –limitado pero entusiasta– intento de pensar una historia del arte transcordillerana a partir de una amplitud temática”. La cordillera, que puede pensarse como metáfora del entre, una suerte de cicatriz o membrana que al mismo tiempo que separa, relaciona y une; una zona de turbulencias que dispersa y articula, aparece menos como tema (aunque también) que como imagen de una forma particular de hacer historia. 

Si bien los editores nombran esta forma de escribir una historia del arte “más allá de las fronteras de un determinado país” como estudios comparativistas o comparados, podemos decir también que este libro busca demoler los cercos y los perímetros que muchas veces se construyen alrededor de las obras y las imágenes, para trabajar en las fronteras, en los umbrales mismos de la historia del arte. 

Didi-Huberman, en una conferencia realizada en Madrid, dice que nos encontramos enfrentados a un inmenso y rizomático archivo de imágenes heterogéneas y difíciles de dominar, organizar y entender. Eso, que podría parecer un déficit, es también una potencia. Cito a Didi-Huberman: “Intentar hacer una historia siempre es arriesgarse a poner, los unos junto a los otros, trozos de cosas supervivientes, necesariamente heterogéneas y anacrónicas puesto que vienen de lugares separados y de tiempos desunidos por lagunas”. Ese riesgo tiene un nombre, dice el historiador: se llama montaje, una praxis de articulación contingente de lo dispar.  

Me gusta entonces pensar estos Intercambios trasandinos no tanto como un intento por conjurar la diferencia o inventar para su objeto fronteras artificiales, sino como un espacio de contacto que reformula al mismo tiempo la mirada que se posa sobre las imágenes así como también las elecciones teóricas que buscan dilucidarlas. 

Más que comparar –la palabra insinúa una suerte de valor universal, exterior y quieto con el que tendrían que medirse cada vez las imágenes y los documentos de arte– lo que se hace es desmontar y remontar una serie de problemas, poner en contacto asuntos olvidados con otros insistentemente leídos, hacer que imágenes o artistas que naturalmente no se hubiesen cruzado lo hagan por primera vez en estas páginas y, sobre todo, poner en contacto la disciplina historiográfica con importantes debates políticos y culturales: la mirada feminista, las representaciones de lo nacional y lo popular, la vida en común, etc.

El libro está dividido en tres ejes problemáticos: “Viajes y tránsitos”, “Poéticas y posicionamientos” y “Redes e instituciones”. Digo ejes problemáticos porque no tiene como primer asunto una elaboración de cronologías sino más bien la construcción de una narrativa capaz de proponer hipótesis, problemas nuevos para lo ya siempre viejo. Andrea Giunta lo dice de este modo en Objetos mutantes: “Un libro de historia del arte no es una cronología ni un diccionario. Estudia aspectos conocidos desde una perspectiva nueva o analiza temas y problemas que no habían sido considerados”. Versiones y capítulos pendientes, así podríamos llamar a estos tres ejes que modulan este libro. 

Si los viajes y tránsitos son decisivos para este libro, lo son en dos sentidos: porque hablar de intercambios trasandinos implica ya la idea de viaje. De viajes reales, como el viaje del Beagle o el del uruguayo Juan Zorilla de San Martin, el del grabador Víctor Delhez, el del Grupo Tribu o el de Violeta Parra, también el de aquellos artistas que vivieron la experiencia del exilio. Artistas que produjeron algunas de sus obras en el desplazamiento entre Chile y Argentina. Pero también viajes de ideas, conceptos y proyectos que obligan en esa travesía a pensar “nuevas poéticas, nuevas formas de socialización, de intervención en las prácticas curatoriales y en los sistemas de formación artísticas”. En fin, viajes reales o simbólicos que desplazan las fronteras de lo propio hacia territorios extraños, desconocidos e imprevistos.

Viajes reales o simbólicos que producen en ese desplazamiento “poéticas y posicionamientos” singulares. Quizás por eso el segundo eje está organizado en torno a “estudios de caso” o, dicho de otro modo, en torno a las formas en que un cuerpo de obra (un cuerpo) se va formando en el contacto con otro, un enfoque diríamos biográfico, vivo y singular: Rafael Correa Muñoz, Rebeca Matte y Lola Mora, Emilio Pettoruti y Claudio Girola, Edgardo Antonio Vigo y Guillermo Deisler, Liliana Maresca y Ximena Zomosa, Eugenio Dittborn, Florencio Molona Campos y Juan Domingo Dávila, Luis Fernando Benedit y Flavio Garciandía. En ese cuerpo a cuerpo, en ese contagio, lo que ocurre es una lucha contra esa bestia negra que es la doxa y su “cortejo de relatos inamovibles”, que lee lo que es histórico, social y político como naturaleza universal: el género del paisaje como constitutivo de un discurso sobre lo nacional y como documento de la brutal industrialización de la naturaleza; la puesta en crisis de la idea de excepcionalidad para pensar el lugar de las mujeres en el arte; las reconfiguraciones de lo maternal en el contexto de una arte feminista; la introducción de archivos austeros para pensar la relación entre imagen y palabra; las disputas en torno a la noción de pueblo y de lo popular, etc. Todos estos problemas que son reformulados aquí lo hacen sin la pesada carga de los criterios de juicio preexistentes, produciendo entonces nuevos juegos de posicionamientos, emplazamientos y entrelazamientos.

El libro cierra con el tercer eje, “Redes e instituciones”. Si el viaje opera como un lugar de desplazamiento de lo propio hacia zonas imprevistas para los artistas y para la propia historia del arte; si esas zonas imprevistas modularon nuevas poéticas capaces de poner en cuestión la idea de un artista solitario y excepcional, además de habilitar preguntas respecto a los modos en que las prácticas artísticas singulares ponen en tensión un conjunto de doxas, este tercer eje permite pensar los modos en que las instituciones artísticas –el Instituto de Arte Latinoamericano, el Museo de la Solidaridad, el CAYC, por mencionar algunas– pueden ser otra cosa que simples administradoras de una idea preestablecida de cultura, sino el lugar donde se ponen en juego la imaginación, el deseo, el afecto, la invención y la hospitalidad. 

Con su multiplicidad de voces y escrituras, con su apuesta por hacer de la historia del arte un espacio intersticial, nómada, intermitente, con el cuidado que tiene de no producir esquemas metafísicos para leer sus objetos, con su pregunta por lo común y lo colectivo, por no sincronizar tan rápidamente con el último tópico del debate público (por su anacronismo), por el modo que pone en contacto la historia con la política, me resulta vivificante y enriquecedor para la construcción de nuevos sentidos no solo para la disciplina sino para nuestro propio presente. Los textos viajeros evidencian la cercanía de lo lejano y la ajenidad de lo propio, textos que velan por la vitalidad de la disciplina y del propio pensamiento.