Ensayo

Autor material, de Matías Celedón


La contraseña de tu voz

Alia Trabucco Zerán lee Autor Material, de Matías Celedón, y lo comenta. Por qué su trabajo sobre el caso de Carlos Herrera Jiménez, ex agente de la DINE condenado por matar al dirigente sindical Tuapel Jimenez y al carpintero Juan Alegría, le pareció una operación más que un libro. Se pregunta: ¿puede un libro hacer justicia? Cuántos sentidos salpican los modos literarios y documentales de usar la voz. Cuánto portan esas páginas de los secretos que, a cincuenta años del Golpe de Estado, nos atormenta todavía.

Archivos. De allí proviene el material con el que Matías Celedón ha trabajado incesantemente en su escritura. El título de su primera novela, Trama y urdimbre, anticipaba de algún modo el camino que recorrería. Tramar, urdir, fue lo que hizo en La Filial con el uso de timbres. Lo hizo de nuevo en el Clan Braniff, esta vez a partir del hallazgo de unas diapositivas. Pero tal vez la materialización más perturbadora de ese tramar, de ese urdir, sea el uso de la voz que de manera sorprendente, atrevida y rabiosa emprende en Autor Material

Dividido en tres partes, el libro oscila audazmente entre un adentro y un afuera. Lo que leemos es el adentro. La prosa. La estructura. La historia. El tono. Los ojos fijos en el papel. Y cuando ya nos entregamos al relato, cuando nos acomodamos al pasar la página, algo nos expulsa y nos obliga a levantar la vista, escuchar y ver. 

En su primera parte, titulada Identidad operativa, el afuera está dado por los documentos emanados del juicio contra Carlos Herrera Jiménez, el asesino del líder sindical Tucapel Jiménez  y del carpintero Juan Alegría. Hay lo que parecen ser citas de ese proceso, eso es lo que debemos ver al alzar la vista: el estatus de lo documental, de lo acontecido, de lo real. Mientras tanto, en el adentro, Matías Celedón construye una primera persona donde el autor material de los crímenes incluso narra una pesadilla. Cito: “han conseguido quebrarme y mi lengua desbocada alcanza a huir, como un pájaro, cantando lo que he callado hasta ahora”. 

En Frases grabadas, la segunda parte, es precisamente eso, lo “callado hasta ahora”, la materia prima de Celedón. El adentro es una narración perturbadora, de escenas de extrema violencia y que nos ubica como lectoras y lectores en un espacio descentrado, pesadillesco, al que ingresamos con la mirada empañada. Y el afuera, que nos hace alzar la vista y esta vez escuchar, se hace presente cuando entendemos que esa narración está urdida, tramada, a partir de las grabaciones de distintos libros que Carlos Herrera Jiménez realizó desde su celda en Punta Peuco para la Biblioteca Central para Ciegos de Santiago. Matías Celedón visitó esa biblioteca, escuchó, cortó, pegó. Y con frases extraídas de 5 grabaciones montó el texto y un audio; el adentro y el afuera.  

En Retrato hablado, la tercera parte, Celedón elucubra, entre otras cosas, acerca de las razones de Herrera Jiménez para grabar esas cintas, y son los libros de otros, las reflexiones propias y de otras en torno a la voz lo que nos hace alzar la cabeza y pensar. Ese es el andamiaje de un libro que a diferencia de otros, exhibe sus cimientos. Y nosotros, entre páginas que nos compelen y nos expulsan, lo sostenemos, perplejos.  

***

La voz es y ha sido un tema central en la literatura. La voz narrativa. La voz que transmite y simultáneamente es la subjetividad de un personaje. La melodía. El ritmo. El perfecto hermanar de una palabra con la otra. Por fuera de la literatura, la voz es algo más concreto. Es que alguien al fondo de esta sala pueda oírme sin mirar. Es también algo que en ocasiones se hereda y provoca curiosos tropiezos. Puede ser coro, susurro, estruendo, tartamudeo, grito. 

En Inglaterra, donde viví un tiempo, la voz servía como contraseña. Como si huellas digitales y claves numéricas ya no bastaran, los bancos ofrecían un nivel adicional de seguridad. Your voice is your password. Tu voz es tu contraseña. La voz como llave de la propia identidad. Lo dice Italo Calvino: “la voz podría ser el equivalente de aquello que la persona tiene más escondido y más verdadero”. David Le Breton, en tanto, plantea que “la voz es una emanación del aliento (…). Y si está hecha de aliento, implica que pone en juego a todo el cuerpo”. Mientras que Deleuze sostiene, enfático, que el cuerpo es un verdadero portavoz.  

El cuerpo del asesino de Tucapel Jiménez y de Juan Alegría se encuentra, mientras ustedes escuchan mi voz, cumpliendo su condena a cadena perpetua en la cárcel de Punta Peuco. Y, sin embargo, su voz consiguió transgredir los barrotes y salir de la celda. No a través de una entrevista televisiva. No en un mensaje grabado en algún celular. En un gesto provocador y extraño, como si ahora sí quisiera dejar huellas o un mensaje cifrado, Herrera Jiménez grabó voluntariamente esas cintas. Aún hoy, personas no videntes escuchan, sin saberlo, libros leídos por esa voz condenada. Una voz que a su vez condena a otros a oírlo, los somete a su voz sin que lo sepan, en un ejercicio siniestro de poder que alude, queriéndolo o no, al de los detenidos vendados y cegados ante la voz que los atormenta. Se oyen primero murmullos. Hay pasos, después. El chirrido de una silla que se acomoda. Luego silencio y, quebrándolo, la voz constreñida, nasal, apresurada, algo pretenciosa, la voz errática de un hombre que lee bastante mal, que una y otra vez se tropieza con las palabras. O, quizás, la voz de un hombre al que las palabras le hacen zancadillas para así evitar ser nombradas por él. 

La voz es y ha sido un tema central en la literatura. La voz narrativa. La voz que transmite y simultáneamente es la subjetividad de un personaje. La melodía. El ritmo. El perfecto hermanar de una palabra con la otra. Por fuera de la literatura, la voz es algo más concreto.

Afuera llueve y escucho la grabación desde mi cama. Siento de pronto una incomodidad. La necesidad de levantarme. No estar acostada mientras lo escucho. Voy al sillón. Sigo adelante y al poco rato me doy cuenta de que estoy distraída. El montaje es discontinuo por lo que la voz se aleja y se acerca, cambia la inflexión, y me cuesta seguir el hilo. En esas distracciones brotan preguntas. ¿Qué revela la voz acerca de una persona? ¿Puedo saber algo sobre él? 

El banco en Inglaterra podía saber que era yo al otro lado del teléfono. ¿Sabrán los usuarios de esa biblioteca que esa voz lo ha dicho todo, menos lo que el pacto de silencio, la Omertá, nos sigue ocultando? ¿Con qué derecho esa voz condena a otros a su escucha? ¿Y cómo hizo esa voz para fugarse de la cárcel? ¿No debería acaso estar presa? ¿No era la voz parte del cuerpo? Sigo adelante, pero pronto vuelvo a detenerme. Una amargura colma mi boca. Una sensación conocida en mi pecho y la pregunta que anticipaba, que temía desde que me enteré de la existencia este libro. ¿Pasó esa voz por Londres 38 una tarde de enero de 1974? ¿Habló en Tejas Verdes unas cuantas semanas después? ¿La reconocería mi papá o alguna de las miles personas que fueron detenidas y torturadas durante la dictadura? Pausa. Tomo aire. Esto es más que un libro. 

La voz dice (o es el autor de este libro el que la obliga a decir): “hay muertos en todas partes”, “por sobrecarga de electricidad”, “la violaron dos veces”, “debe negar todo conocimiento del asunto”, “está cantando como un pájaro”, “esta tierra no perdona”, “nunca más”. Yo lo escucho sin seguir las palabras en el libro. He alzado la vista otra vez. Estoy afuera, expulsada. La operación emprendida por Matías Celedón es avezada y valiente. 

Ahora voy al texto y esta vez lo leo sin escuchar la voz. Me sitúo en escenarios confusos: dentro de una sala de interrogatorios, dentro de un cementerio. ¿Estoy dentro de la voz? El exceso de cercanía distorsiona las escenas. Todo lo importante no está dicho. Como aquel momento en que ante el expediente del caso Tucapel Jiménez, Celedón escribe: “es la ausencia de una página lo que presagia lo peor”. Lo peor, anoto al margen, es que todo es verdad. Aunque no lo sean las escenas cuidadosamente montadas, la voz confiesa. La voz, en una torcedura brillante, es obligada a decir. La voz del propio Carlos Herrera Jiménez es forzada a hablar tal como esa misma voz obligó a otros a aullar de dolor, a decir lo que no debían, lo que no querían decir.  

Me pregunto por el impulso que llevó a Matías Celedón a escribir y a montar este no-libro. Este más-que-un-libro. Pienso en la relación tensa e incómoda entre la literatura y la justicia. ¿Puede un libro hacer justicia? ¿Puede un testimonio hacer justicia? ¿Hacen, en verdad, justicia los tribunales? ¿Se hizo justicia en el caso de Tucapel Jiménez y Juan Alegría? ¿Es la prisión perpetua de Herrera Jiménez sinónimo de justicia? ¿O acaso la justicia es algo más hondo, más intangible, que incluye el decir de los tribunales, las palabras endurecidas de la ley, pero junto a ellas, otras, las del coro, las de la sociedad, las nuestras, y también las que escribe y proyecta atrevidamente Matías Celedón? ¿O hay ciertos actos ante los cuales la propia palabra justicia se sonroja, avergonzada ante su insuficiencia? 

Tal vez Matías Celedón escribió o montó o ejecutó este libro -no encuentro la palabra precisa- como una forma de justicia vicaria. O tal vez se trata de un asedio a esa voz como forma de persistir en los materiales viscosos que nos rondan todavía. Él mismo narra que justo antes de asesinar a Juan Alegría, Herrera Jiménez asistió a una sesión de tortura en que el carpintero fue obligado a escribir una confesión falsa adjudicándose el asesinato de Tucapel Jiménez. Escribe Celedón sobre esa nota falsificada (cito): “encierra en su caligrafía temblorosa las palabras de una voz ajena”. Ese fue el montaje que emprendió el asesino de Tucapel Jiménez. Cometer otro asesinato, matar al carpintero Juan Alegría, fingir su suicidio para ocultar el primero de los crímenes. Vuelvo al gesto de Celedón y pienso que es un contra-montaje, un forzar la voz y hacerla temblar pero ya no en la ajenidad, sino precisamente dentro de sí misma. Una voz abismada por el vértigo de su propia crueldad. 

Cuando terminé de leer y de escuchar este libro, de experimentar este libro, lo apoyé boca abajo sobre mis rodillas y puse la palma de mi mano encima. Después sentí un silencio extraño, artificial. Me demoré en entender. Tenía los audífonos puestos, eso era todo, así que me los saqué y enseguida volvió el murmullo de la calle, pero también regresó la voz. 

Matías Celedón transforma eso que la directora de la Biblioteca para Ciegos llama nada más que “libros de una biblioteca” en algo más. En mucho más. Por eso lo puse boca abajo. Por eso mi mano encima. Para acallar la voz apresurada, aguda, marcial del asesino del líder sindical Tucapel Jiménez  y del carpintero Juan Alegría. Para sacármela de encima y con ella esa otra palabra, Omertá: el pacto de silencio que Celedón denuncia e interroga desde un ángulo singularísimo. Autor Material es más que un libro. Este artefacto oscuro porta en su centro una rajadura o acaso una herida que, además de sangre, supura una voz y los secretos que hoy, a cincuenta años del Golpe de Estado, nos atormentan todavía.