Crónica

Canción para mañana


En el búnker de Los Bunkers

En una pensión de la calle Huérfanos, en pleno centro de Santiago, la banda que marcaría a toda una generación prepara su nuevo disco, Canción de lejos. Los músicos de Los Bunkers lo hacen en un ambiente de relajo, muy festivo, bajo el liderazgo de dos mujeres dispuestas a dar todo por el grupo. Fragmento de Canción para mañana, las memorias escritas por uno de sus líderes.

Los Bunkers por Rubén Márquez

Álvaro y Gonzalo se fueron a vivir a una pensión en la calle Huérfanos, casi en la esquina con Maturana, en el Barrio Brasil. La antigua casona de fachada roja albergaba a otras ocho personas quienes compartían un solo baño y el mismo refrigerador. La habitación de los chiquillos tenía dos camas, un velador, una pequeña alfombra y un perchero de madera, pero pese a lo austero de las circunstancias, el ánimo de los López era de total libertad. Desde que habían llegado a Recoleta a vivir a casa de sus abuelos, era la primera vez que tenían llaves propias y podían manejar sus horarios con total autonomía. 

Un par de meses antes, tras una invitación de Gastón Astorquiza —líder de la banda Fruto Prohibido—, habíamos trasladado nuestra sala de ensayo al subterráneo de Balmaceda 1215, en la Quinta Normal. Luego de ser expulsados de la casa de Domeyko por ensayitis, habíamos deambulado por varios lugares, incluyendo la Picá de Don Chito, en Portugal con Avenida 10 de Julio, y las dependencias de la fábrica textil Cubretex, en la comuna de La Pintana. Por primera vez, después de veinte meses, los López no tendrían que caminar kilómetros para llegar a su casa después de ensayar. 

La nueva sala era un cubo de cemento oscuro y húmedo al cual se accedía por un gran portón de fierro oxidado. Había orificios de impactos de bala en sus paredes, una de las cuales tenía una pequeña rendija que daba a la altura del suelo del parque. La luz provenía de un par de tubos fluorescentes. Mauro siempre se quejaba, decía que era iluminación de hospital y que no estimulaba en nada la creatividad. 

En el documental Vida de perros (R. Álvarez y M. Aldunate, 2007), aparecemos en ella interpretando “I Got My Mojo Working”, de Muddy Waters. En este lugar también fue donde desarrollamos la mayoría de las ideas que dieron forma al disco Canción de lejos. La otra parte del trabajo se realizó en un formato más acústico en el departamento que Basualto arrendaba en la esquina de la Plaza Brasil, a poco más de una cuadra de la pensión de los López. 

Álvaro notaba que las nuevas canciones que con Francis estábamos haciendo eran diferentes a las que habíamos escrito para el primer disco. Veía en ello una intención de ampliar el espectro sonoro del grupo y el tipo de composiciones. “Pobre corazón”, por ejemplo, no tenía relación alguna con “Los premios”, ni ninguna de ellas con “Siniestra”, así que se dispuso a trabajar en una pieza que también tuviera una identidad particular. Se lanzó con un ritmo de tres cuartos, un compás que no habíamos ocupado hasta el momento. Álvaro era fanático de las canciones que Gene Clark había aportado para los primeros discos de The Byrds. Buscaba ese compás valseado que se podía distinguir en temas como “…If You’re Gone”, del álbum Turn! Turn! Turn!, y particularmente en “I Knew I’d Want You”, del Mr. Tambourine Man. Así nació “Dulce final”.

En la pensión de Huérfanos dio con una secuencia de acordes en su guitarra acústica que terminaría por definir el carácter de la canción. Una cadena ascendente integrada por Mi menor, Fa sostenido menor, Sol, La, Si menor y Re, que al repetirse sumaba un Do7 que daba término a un pequeño viaje en sí mismo. Luego en la sala de ensayo, la banda agregó un arreglo de teclado sicodélico para reafirmar esta secuencia y un arpegio descendente de guitarra eléctrica que funcionaba muy bien como contrapunto. Basualto puso al inicio un doble golpe de caja como llamada de atención. 

Hay canciones cuya introducción no es más que una excusa para esperar a que entre la voz. En otras, como “Dulce final”, el comienzo tiene un valor propio y representa un pequeño universo que invita desde ya a recorrer el resto de la composición. También es el caso de “Canción de lejos”, que curiosamente comparte el mismo sonido tipo clavecín como protagonista de la intro. 

Álvaro ideó casi la totalidad de la armonía. Ocupó la misma sucesión para la introducción y las estrofas. Y una especie de puente, cuyo principal rasgo era una dramática caída desde Do a Mi menor. Una tercera sección para enlazar estas partes, dominada por los acordes de Sol y Do menor, vino de la cabeza de Francis. Con el esqueleto del tema casi listo, Álvaro definió la melodía y comenzó a escribir la letra que fue completando como quien va llenando las casillas de un crucigrama. Cada sílaba debía encajar en las notas que había preestablecido. 

Lo primero que escribió fue “me ha nublado el cielo el corazón / me ha secado el tiempo la razón”. Para salirse de lo convencional, en esa época tenía por costumbre intercambiar de orden las frases que escribía, así que finalmente la dejó en “me ha nublado el tiempo la razón / me ha secado el cielo el corazón”. Luego apareció “será que te olvidas ya de mí”, seguida de una frase que hablaba de los huesos, y que días más tarde, en los pastos de la Quinta, me pidió que le ayudara a terminar: quedó como “tu bala escondida aquí en mis sesos / no quiere salir”. Pese a que desde la segunda estrofa la canción le habla a una segunda persona y hay frases como “un tormento eterno me hizo odiar / tu risa escondida en un baúl / sin cerrar” —me encanta esa imagen— no tenía a ninguna persona en mente, solo hablaba de un estado de ánimo personal. La canción refleja el cierre de un ciclo, lo que quizás alude a los dos cambios de casa: Álvaro y Gonza a su nuevo departamento, y el grupo a trabajar a Sony Music.

Hasta ese momento, la pega de mánager había recaído en unos cuantos amigos, entre ellos la Sole Neumann, el Gigio —con quien fuimos a firmar el contrato discográfico a las oficinas de Big Sur—, y Jorge Mendoza, quien mucho antes, en Conce, había sido la primera persona en confiar en el grupo. En realidad, todo lo sacábamos adelante con la ayuda de nuestros familiares y gente más cercana. Cristián Vásquez nos acarreaba los instrumentos en su imbatible escarabajo amarillo, Manuel Cuevas (compañero de Francis en la Usach) hacía de roadie, y el tío Moncho era un todoterreno que nos auxiliaba en lo que fuera. 

La primera mánager real que tuvimos fue Emma Marín. Hija de una artista plástica y un profesional de radio perseguido por razones políticas en Argentina, Emma había arribado a Chile desde Mendoza siendo aún adolescente, en 1990. Cuando llegamos a Santiago, Mauro ya la conocía, porque era mánager de los Santos Dumont. Además trabajaba en la planificación de shows en el refundado Café del Cerro, en la discoteca Zoom —hoy Club Chocolate—, y en el Tomm Pub, entonces ubicado en Bellavista con Constitución.

Cuando empezamos a buscar lugares para tocar, Iván Molina —el baterista de los Santos y roomie de Mauro— nos sugirió que fuéramos a hablar con Emma. En esa época nosotros ni siquiera habíamos grabado un demo, así que nos dio nuestra primera fecha a ciegas solo porque conocía a Basualto y confiaba en el criterio de Iván. Los Bunkers debutamos en Santiago el 5 de abril del 2000, en el Tomm Pub. Un año y medio después, Emma nos había conseguido algunas otras fechas, siempre nos tenía en cuenta. Queríamos que fuera nuestra mánager, así que nos juntamos a hablar de nuestros planes, de la reciente firma con Sony y del disco que venía. Por suerte la convencimos.

La llegada a nuestra nueva casa discográfica se había empezado a fraguar unos meses antes en la Yein Fonda, el evento dieciochero que Álvaro Henríquez había decidido retomar desde la disolución de Los Tres. En la edición del año 2001, realizada en la explanada del cerro Santa Lucía, conocimos a un montón de músicos admirables y de primera línea, como María Esther y Polchi Zamora, Pepe Fuentes, el tío Lalo Parra, Rafael Berríos “Rabanito”, Iván Cazabón, Rafael Traslaviña, Los Chileneros y la Sonora de Tommy Rey. Detrás del escenario había un sector habilitado como camarín junto a una pequeña e improvisada barra donde los músicos podíamos ir a pedir algo para tomar durante los descansos. Ahí conocimos a Cecilia Ramírez, la encargada de servir los tragos y con quien hicimos buenas migas de inmediato. De hecho, cada vez que llegaba nuestro turno de tocar, Ceci dejaba la barra y se ponía a ver el show de la banda desde un costado donde estaba la mesa de monitores. Cuando terminábamos nos felicitaba, hacía un par de chistes e invariablemente nos consentía con sendas piscolas. 

El ambiente era de verdadero relajo, muy festivo. Pese a que éramos los más jóvenes y no teníamos ni de cerca los años de tablas de estas leyendas de la música chilena, todos nos acogieron con cariño como si nos conocieran de toda la vida. Verlos trabajar de cerca resultó ser un deleite y un aprendizaje invaluable. Nos fijábamos en todos los detalles de cada una de las presentaciones. Cómo se vestían, su manejo de los tiempos con el público, los chistes que hacían y, por supuesto, el sentimiento y la fuerza con la que cantaban e interpretaban sus instrumentos en estilos tan variados como el foxtrot, la cueca, el bolero y la cumbia. La última noche fue extraordinaria, no solo porque hacia el final de la presentación se nos unió Jorge González, líder de Los Prisioneros, para hacer un par de versiones de The Beatles y Electric Light Orchestra, sino también porque cuando estábamos guardando los instrumentos para irnos, Ceci, quien todos esos días había estado sirviendo los copetes, para nuestra sorpresa se acercó, nos entregó su tarjeta y nos dijo: “Chiquillos, me encantó conocerlos. Soy la encargada de artistas y repertorio de Sony Music. Los quiero firmar para la compañía, creo que juntos podemos hacer grandes cosas”.

De manera que cuando iniciamos el proceso de Canción de lejos teníamos un equipo comandado por dos mujeres independientes, de personalidades fuertes y que estaban dispuestas a dar todo por el grupo. Ambas compartían una confianza ciega en lo que podíamos dar artística y comercialmente, y se retroalimentaban en todos los aspectos del trabajo. Incluso puede que compitieran un poco por lograr que las cosas funcionaran, pero lo cierto es que ellas fueron la base de uno de los períodos de mayor crecimiento de nuestra carrera. 

“Pobre corazón”, por ejemplo, no tenía relación alguna con “Los premios”, ni ninguna de ellas con “Siniestra”, así que se dispuso a trabajar en una pieza que también tuviera una identidad particular. Se lanzó con un ritmo de tres cuartos, un compás que no habíamos ocupado hasta el momento.

Ceci tenía ideas concretas de cómo la banda debía ser presentada al gran público. Tenía un plan específico para hacerlo, cuidaba todos los detalles. Solo a modo de ejemplo, repartía las entrevistas según el medio, dependiendo de las potencialidades que veía en cada uno de nosotros, excepto cuando se trataba de notas de televisión, donde nos acostumbró a que debíamos estar todos. Decía que cada vez que la banda se mostrara debía estar completa. A nosotros proyectar esa unidad nos gustaba, nos hacía sentir más seguros y mantuvimos esa política casi sin excepción hasta el día de hoy. 

Por su parte, Emma había comenzado a meternos en algunos festivales de provincia gracias a los contactos que había hecho manejando al exitoso trío pop Supernova. Si bien desde los inicios nos habíamos preocupado por los aspectos técnicos de las tocatas, gracias a Gerardo López —un experimentado ingeniero, eternamente vestido de negro, con quien nos divertíamos mucho—, aprendimos a encarar el oficio con más rigor y profesionalismo. No terminábamos una prueba de sonido hasta que todo estuviera tal como queríamos. No queríamos desperdiciar la oportunidad de sumar nuevo público que cada show nos brindaba. 

Bajo la lógica de descentralización, junto al sello diseñamos una pequeña gira por teatros. Escogimos seis o siete ciudades a las cuales iríamos para asentar el nombre de la banda y mostrar el disco en vivo. Era una tarea bastante pesada porque todo era autoproducido. Mandábamos a hacer los afiches y luego nos poníamos de acuerdo con gente de cada ciudad para que los recogiera y pegara en las calles. Contratábamos la amplificación e iluminación con alguna empresa del lugar y coordinábamos entrevistas con radios y periódicos locales. Viajábamos, tocábamos, recogíamos el dinero de las entradas y nos regresábamos. 

La fecha que más recuerdo fue la que hicimos en el Teatro Municipal de Iquique. Los cinco, más nuestra mánager y tres técnicos, nos subimos a un pequeño furgón conducido por don Manuel, un chofer que compartíamos con la banda de cumbia argentina Garras de Amor, y a quien habíamos bautizado como “El rey del metro cuadrado” por su habilidad de estacionarse en espacios diminutos. 

El trayecto fue una locura. Vimos por enésima vez la saga de El Padrino, el documental A Life in Pictures, de Stanley Kubrick, la Antología de los Beatles (¡cómo no!), y todas las películas pirateadas habidas y por haber. Aun así, el viaje resultó demoledor. Atravesamos el desierto de Atacama a la buena de Dios. Se nos acalambraban las piernas y llevábamos las espaldas hechas pedazos por la falta de espacio y la incomodidad de los asientos. A veces le pedíamos a don Manuel que se detuviera unos minutos solo para salir corriendo y gritar cada uno por su lado a la orilla de la carretera.

Cuando llegamos a Iquique, quedamos encantados con el teatro. Ubicado al sur de la Plaza Prat, con su refinada arquitectura y un gran fresco adornando su bóveda, reflejaba todo el lujo que había permitido la bonanza del salitre en el norte de nuestro país a fines del siglo xix. Sin embargo, después de treinta horas de viaje, llegamos hechos polvo. Al primer trago que nos tomamos para quitarnos la ansiedad nos emborrachamos y dimos un concierto que resultó a todas luces mediocre. Tiempo después planificaríamos un poco mejor nuestros itinerarios, pero en ese momento nos movíamos solo por la inercia del trabajo y la desesperación por sacar a la banda adelante, así que no nos quedaba más que ir aprendiendo en el camino. 

Pero era evidente que las cosas mejoraban. En cada lugar que tocábamos podíamos percibir que el par de sencillos que habíamos lanzado hasta el momento, “Miño” y “Las cosas…”, estaban haciendo un muy buen trabajo como carta de presentación del grupo. Por otro lado, recibimos un par de nominaciones a la primera edición de los MTV Music AwardsLatinoamérica, que se llevaría a cabo en el Jackie Gleason Theater de Miami, en el mes de octubre. A Sony le pareció importante que fuéramos para marcar presencia y nosotros lo consideramos como una buena oportunidad para ver qué estaba pasando allá afuera. Hicimos un verdadero esfuerzo para ir. El sello se puso con los pasajes, pero la estadía tendría que correr por nuestra cuenta. Gracias a Marcelo Aldunate y Óscar Sayavedra —que en ese tiempo era pareja de Emma y trabajaba para EMI—, llegamos a alojar al departamento de Arturo Lovazzano, un excontrol y discotecario de radio Rock & Pop que había hecho carrera en la multinacional Warner Music con sede en Miami en ese momento. 

A cambio de lo que nos parecía una buena suma de dinero, Emma nos consiguió un contrato editorial con EMI Publishing por los dos discos que teníamos más el siguiente, lo que sirvió para ayudar a costear el viaje. Además por fin pudimos comprar amplificadores decentes y mandar a fabricar cases para nuestros equipos. Por esos días, Álvaro y Gonza dejaron la pensión de Huérfanos y arrendaron por primera vez un departamento a un par de cuadras de ahí, en calle Guardia Marina Ernesto Riquelme. 

Bajo la lógica de descentralización, junto al sello diseñamos una pequeña gira por teatros. Escogimos seis o siete ciudades a las cuales iríamos para asentar el nombre de la banda y mostrar el disco en vivo. Era una tarea bastante pesada porque todo era autoproducido.

El viaje fue una gran experiencia. Si bien era parte del trabajo, lo cierto es que por primera vez teníamos una semana completa de vacaciones. Por otro lado, Lovazzano resultó ser un tipazo. Sin conocernos, dejó que invadiéramos su hogar, que durmiéramos en sus sillones y en unas colchas que tiramos en el suelo y, lo más importante, que curioseáramos en su valiosa y extensa colección de vinilos. Nunca olvidaré que en su departamento escuché por primera vez el acetato del Live Rust, de Neil Young and Crazy Horse, y mi cabecita hizo ¡bum!

Durante el día aprovechábamos para salir a conocer la ciudad, ir a disquerías, o quedarnos tirados en la playa. La noche anterior a la premiación fuimos a ver a los Rolling Stones, que tocaban en el American Airlines Arena, dentro del marco del Licks Tour, una gira que celebraba los cuarenta años de carrera de la banda. Lo pasamos la raja. Al día siguiente fuimos a comprar guitarras. Óscar y Emma nos llevaron a un par de tiendas donde lo primero que nos llamó la atención fue que podías probar los instrumentos que quisieras, en los amplificadores que quisieras, todo el tiempo que quisieras. Estábamos acostumbrados al trato de los establecimientos de Santiago, donde los dependientes tenían una actitud francamente idiota y no te bajaban una guitarra de la pared si no les asegurabas que la ibas a comprar sin haberla probado. Además de hacernos de un montón de pedales, Mauro se compró una guitarra acústica Epiphone en la que más tarde compondría “Culpable”; Álvaro escogió una eléctrica de caja, de la misma marca, con un bello acabado sunburst; Francis, la Rickenbacker de doce cuerdas que siempre había soñado, más una Fender Stratocaster con terminación natural; y yo, una Gretsch Tennessee Rose, color cereza. Gonza pasó, porque recién se había comprado un bajo Vox en una tienda del Crowne Plaza, en Santiago.

Cuando llegó la hora de los MTV Music Awards, ya nadie tenía ganas de ir. Nos queríamos quedar encerrados en el departamento de Arturo tocando las guitarras nuevas. Emma casi nos tuvo que obligar a cambiarnos de ropa y partir. La producción disponía de limusinas para llegar al evento, pero nosotros no nos sentíamos cómodos con toda esa parafernalia, así que le pedimos a Óscar que nos llevara en la camioneta que había arrendado. Ya en el evento supimos de inmediato que no ganaríamos nada. Apenas iniciada la ceremonia vimos que todos los premiados salían desde el otro costado del teatro. En el apartado Mejor Artista Suroeste se impuso la banda peruana Líbido; y en la categoría Mejor Artista Nuevo nos ganó DJ Méndez. 

Como estábamos enfermos por estrenar las guitarras, Arturo nos consiguió un show en un club llamado Churchill’s, donde aprovechamos de invitar a algunos programadores y presentadores de MTV. Fuimos los últimos dentro de un elenco de siete bandas y nos fue bastante bien. Sacamos aplausos, buenos comentarios e incluso vítores de un público que en su mayoría no nos había escuchado ni en pelea de perros. 

Pero hubo otro show que para mí fue mucho más especial.