Crónica

Corazón de weichan


El no lugar

Cuando le pedían que escribiera cómo es ser una mujer mapuche, Carolina Rojas Neculhual sentía que ese ejercicio era casi una apropiación cultural. Creía que no había vivido opresión, aunque siempre le acompañó un sentimiento difícil de definir. ¿Sería la orfandad de su madre, Patricia Neculhual? Quizás era el “no lugar” el que la persiguió siempre: demasiado winka para ser mapuche; demasiado mapuche para ser winka. Fragmento de Corazón de weichan.

No tenía noción de racismo en mi entorno hasta que un día se burlaron de mi apellido. Debo haber tenido nueve o diez años. Mi madre, al igual que la anécdota que contó Elisa Loncon en una entrevista, me respondió que tratara a los acosadores de ignorantes y que respondiera: “Los indios son de la India”. Seguí su consejo y varias veces noté la cara compungida de mis compañeros al no ver un ápice de humillación en mi rostro.

La historia de mi madre, Patricia Neculhual, comienza tras ser salvada de la extrema pobreza, en una familia de nueve hermanos, con una práctica de ese tiempo: la adopción intrafamiliar. Así fue como creció en un caserón de Recoleta. Hizo una vida entre un ama de casa, un comerciante de muebles y tres hermanos postizos. Con los años, y tras el rechazo materno, se fue distanciando de los Neculhual. Un abismo que se extendió hasta hoy. Los únicos que la visitaban en su nuevo hogar eran su hermana mayor (Ana) y el abuelo Manuel. Ambos tenían que comer en la cocina. 

Mi relación con mi abuelo siempre fue intermitente, pero mi cariño por él quedó perpetuado en una reminiscencia de infancia. Mis padres me habían regalado unos jeans de una marca que todas mis amigas usaban, y yo añoraba la prenda más que cualquier otra cosa en el mundo. En la casa era época de vacas flacas y la primera postura de los pantalones la estrené pedaleando hasta la casa de una amiga de mi mamá. En ese tiempo yo volaba en una bicicleta verde con canasto blanco. Tenía trece años y me encantaba la sensación adrenalínica de bajarme de la bicicleta en movimiento. Entonces calculé mal la velocidad a la que iba. Caí arrodillada sobre el pavimento y la arenilla: se abrió un agujero del porte de una moneda de cien pesos justo en la parte de la rodilla derecha del pantalón. Una tragedia adolescente. 

Me devolví a la casa. Mi abuelo estaba de visita y conté lo que me había pasado en medio de la reprimenda de mi madre. Me fui a dormir más temprano que de costumbre, desconsolada. Él me siguió con el rabillo del ojo. 

No sé hasta qué hora madrugó mi abuelo. Ni cuántas horas habrá pasado zurciendo el pantalón. Entre muchas de sus habilidades —era un lector voraz— había aprendido el arte de zurcir a la perfección. Al despertar encontré los jeans prolijamente doblados sobre una silla del comedor. Estaban como nuevos. No sé qué fue de esos pantalones, pero nunca se me olvidó lo que hizo ni la generosidad que se desprendía de ese acto. 

Si bien el dolor de mi madre siguió apartándonos de nuestra familia materna, mi abuelo permanecía atento a los eventos importantes. Nunca tuve la certeza de si me quiso como a otros nietos, pero unos años antes de su muerte en el 2015, supe que se refería a mí como “mi periodista”. 

Muchas veces me pidieron que escribiera sobre cómo es ser “mujer mapuche”, yo sentía que ese ejercicio era casi apropiación cultural. No había vivido en una comunidad mapuche, creía que no había vivido opresión, pero siempre me acompañó un sentimiento que era difícil de definir. En ocasiones pensé que podía ser la orfandad de mi madre y que cierta desazón, que a veces sentía, era parte de esa herida transgeneracional. Quizás era el “no lugar” el que me persiguió siempre. Demasiado winka para ser mapuche; demasiado mapuche para ser winka

Varios episodios de racialización me oprimieron después, en la medida en que me fui volviendo adulta... Muchos más de los que me atrevo a narrar. 

Cuando llevaba tres años ejerciendo como periodista empecé a interesarme por las historias en las comunidades mapuche. Mi mamá ya estaba convencida de que poco y nada sabía de su historia familiar. Hasta el día de hoy hay muchas preguntas que tiene, en medio de baches biográficos, como si su vida se tratara de un libro con páginas arrancadas. Ni psicólogos y psiquiatras, ni tarotistas, ni los registros akáshicos; nada la ha curado del sentimiento de orfandad. El no lugar. 

En el 2012, cuando llevaba un par de años cubriendo historias de represión, desde la revista Anfibia me encargaron un texto sobre la situación mapuche en Chile. En febrero viajé a Temucuicui para reportear. Necesitaba un fotógrafo de la región y un reportero gráfico de Santiago me recomendó a Felipe o “Felipón”—como le llaman sus colegas— por su conocimiento de las comunidades. Me comentaron que, desde su trabajo en la agencia internacional UPI, había retratado tomas de terreno, del hostigamiento policial, siempre con talento y respeto hacia el tema. Él sería el indicado para reportear en la zona.

La mañana de febrero en que llegué a Temuco había una neblina ligera y Felipe me esperaba en la terminal con su mochila al hombro. Parecía una persona afectuosa. En seguida, con mucha familiaridad, hablamos de la represión en la región, de los perdigones en los cuerpos de los niños, de la persecución selectiva a algunas comunidades y también de lo emocionante que sería este reportaje para conocer, desde adentro, la vida de Temucuicui.

Me pareció, sobre todo, un profesional humilde, convencido de la importancia de su labor. Un artista que estaba dedicando parte de su vida al registro de un conflicto que parece complejizarse año tras año. Mientras revisaba algunas fotos en su Canon, habló de sus retratos a niños y mujeres mapuche, de los juicios y de la resistencia de una comunidad ante la construcción de una represa en el río Pilmaiquén y de cómo se había criminalizado un proceso de demandas territoriales.

Yo le conté sobre una entrevista reciente que le había hecho a Elena Varela, la realizadora audiovisual detenida en el 2008 durante la grabación de la película Newen Mapuche. Ella habló sobre la cárcel de Alta Seguridad donde estuvo meses encerrada. Esposada de pies y manos, el único pensamiento recurrente que tuvo fue la pregunta de si volvería a ver a su hija. Luego divagué sobre cómo debe ser estar encarcelado; uno cree que eso es algo que les pasa a otros. Sucesos ajenos, que parece que nunca tocarán nuestra vida. Al menos la vida de algunos... 

Felipe también me contó sobre perdigones que le impactaron el rostro mientras cubría la toma de un predio en el 2009.

Durante el trayecto en bus, que duró poco más de una hora, hablamos del cerco comunicacional, del racismo y cómo negar a los mapuche es negar una parte de nosotros mismos. Eso me hizo sentido. Volví a los recuerdos de mi abuelo, a la vergüenza de algunos familiares que terminaron cambiándose el apellido. ¿Cómo juzgarlos? Muchas veces, de niña, también tuve rabia, pena e incomodidad. Pero por sobre todo rabia.

En otras ocasiones me pasó lo contrario: experimenté las buenas intenciones disfrazadas de racismo. “Qué linda tu cultura”, “Qué lindo es el pelo de las mapuche”, “Qué lindo el mapuzungun”, me dijeron colegas y profesionales para marcar la diferencia entre ellos y yo. Fue en mis primeros trabajos donde entendí que, en una sociedad que está organizada respecto de apellidos para el estatus social, el mío era una mácula para los “cuicos” y una suerte de animal exótico para los “progres”. 

Cuando llegamos al cruce de Ercilla —a 4,5 kilómetros de Temucuicui— salió a nuestro encuentro el werken (vocero) Jaime Huenchullán. Con un salto felino cruzó una cerca y estiró su mano para saludar. Era mi primera visita a una comunidad con una larga data de represión. Jaime nos miró de pies a cabeza y con el rictus serio. Nos informó que nuestra primera parada sería acompañarlos “al pueblo”, a ver un juicio oral. Lo seguimos. Mientras avanzábamos por las calles semirrurales, el werken relató que su vida y la de sus familiares se reducía a eso: a asistir todos los días a un juicio de un hermano, un tío o un  primo. Ambos escuchamos callados. Asentíamos cada tanto, hasta que se fue disolviendo la formalidad.

En la puerta del tribunal esperaba Víctor Queipul, el lonko y kimche (sabio), otro hombre de semblante serio y pelo azabache hasta los hombros. Nos saludó con un apretón de manos. Explicó que estaba allí para supervisar el juicio de algunos miembros de Temucuicui que habían sido detenidos por desórdenes públicos en una visita del expresidente Sebastián Piñera a la ciudad de Ercilla.

Dentro del tribunal nos golpeó de frente el calor y la imagen de los peñis esposados, el vértigo de encaminarnos hacia algo desagradable y difícil de impedir. 

Esperamos tres horas en el Tribunal de Collipulli, salpiqué varias veces mi rostro con agua de una botella para capear los 37 grados. Pensé en que para ellos esto era una cuestión sistemática en sus vidas.

Al terminar, Víctor Queipul nos envió un mensaje con Huenchullán. “El fotógrafo no puede entrar a la comunidad, por la fuerte represión que está viviendo la zona, tiene que entender...”, dijo Jaime mirando el suelo, como disculpándose.

Felipe entendió las precauciones y quedamos en que el reportaje iría con las fotos de lo registrado hasta ese momento y otros retratos de archivo. Yo seguí sola hasta Temucuicui. Días después, ya de vuelta en Santiago, me comuniqué con él para afinar los últimos detalles de la crónica y contarle cómo este viaje había cambiado, de alguna manera, mi forma de ver las cosas. Y que, tal como él lo había anticipado, los niños mapuche no ríen y las mujeres son extremadamente valientes. 

Al despedirnos, quedamos en que el reportaje debía llevar las imágenes donde se evidenciaran los allanamientos en las comunidades mapuche en resistencia. Un día después, estaban en mi computador las fotografías de los perdigones en las pantorrillas de los peñis, los carros policiales avanzando entre los caminos flanqueados de pinos, y Fuerzas Especiales —con las armas empuñadas— entrando por los faldeos de los cerros de Temucuicui. 

Volví a recordar a mi abuelo y su hermetismo sobre sus memorias de diáspora. 

También pensé en cómo se puede vivir entre tanta violencia. Mi no lugar, en definitiva, era cómodo y periférico en medio de tanto dolor.

Dos horas más tarde, llegó uno de sus últimos correos. La última vez que hablamos por teléfono, apenas me escuchaba entre el ruido, la falta de señal y gritos de mujeres. Comprendí que yo había ido y vuelto de esa zona como una periodista más en busca de una buena historia. Felipe y la familia Huenchullán se habían quedado. “Disculpa que te haya hablado así, pero no te escuchaba y estaba donde una machi a quien le allanaron su casa; para mí, eso es lo más importante”. 

Su historia posterior es conocida: en 2016 estuvo tras las rejas durante casi un año, en la cárcel de Temuco, inculpado como presunto autor de atentados terroristas junto al comunero Cristián Levinao. 

Jaime fue uno de los presos de la llamada Operación Huracán. Lo detuvieron delante de su esposa Griselda Calhueque y su hija Wangülen. 

Ahora confirmo que, a esa primera visita en Temucuicui, llegué llena de notas y de creencias erróneas sobre la objetividad. 

Una vez adentro de Temucuicui, la primera imagen que vi fue a Griselda sirviendo una tortilla de rescoldo con palta, tomate y ají verde. Comí en silencio y respondí preguntas para que los entrevistados fueran confiando en esta desconocida. Recuerdo sus pies descalzos sobre la hierba y que en medio de una entrevista, sin prisa, ella me confesó lo bien que la hacía hablar con otra mujer. Con el tiempo Griselda fue la primera persona que me dijo que mi apellido Neculhual tenía que ver con los hualas, los patos que se posan sobre las riberas de los lagos. Con ella supe también que el feminismo blanco puede ser un peregrino maleducado en un lugar donde la primera opresión es el racismo. Volví a leer. Visité otras comunidades. Vi mujeres caminando como equilibristas por cerros empinados hasta sus recuperaciones. Escuché. Madrugué. Vi bosques que solo había visto en películas de Peter Jackson. 

Volví a preguntar. Mi madre vivió el racismo descarnado de los años setenta, en plena dictadura. Tenía trece años cuando vivió una escena brutal de acoso escolar: mientras un coro de adolescentes le gritaba “india”, una de sus compañeras —a sabiendas de que eran sus bienes más preciados— tomó sus cuadernos y arrugó las hojas una por una. Luego un grupo de niñas dirigido por la acosadora le quitó los zapatos y los arrojó a un árbol justo al centro del patio. El coro siguió.

¡India, india, india!

Para ella todo se fue a negro. 

La niña Patricia —que hasta ese momento era tímida— estalló y cobró venganza a punta de puñetazos. Cinco años después, cuando quedó embarazada de mi padre y la presentaron al resto de mi familia paterna, una de las tías, persona arribista, se refirió a ella como la “india limpiecita”. 

Cuatro décadas más tarde, la recepcionista de una clínica privada nos hace esperar. Nos consulta a mí y a mis hermanas si estamos seguras de que mi madre o su familia podrá pagar la cuenta de la hospitalización en la clínica donde estuvo internada por una pulmonía. Fue el 2017. No lo dice directamente. Lo desliza. Duda.

A ver, pero el apellido es Neculpán. Nelculchuán. Neculmán. No Nelhual. Ah, Neculhual. ¿Con hache en el medio? Sí. Sí. Con hache en el medio. 

Nos mira de reojo.

“Indias”.

El no lugar es parte de nuestra vida y hemos aprendido a vivir con ello.

Vuelvo a las preguntas en mi familia como un ritual narrativo. Me cuentan que mi abuelo llegó a los diez años a Santiago arrancando de su historia familiar, que probablemente era más viejo de lo que decía su cédula de identidad. Que como mapuche warriache (de ciudad) fue un simpatizante comunista y tuvo que esconderse en otras casas durante los primeros días del golpe militar. Que en el barrio pobre donde vivía sobraban los delatores y que durante el mes que estuvo escondido mi madre lloró su espera cada día.

En una tercera visita a Temucuicui, Griselda confiesa que sabía que yo iba a volver. Sabía que iba a seguir escribiendo. Un día simplemente dejó escapar un “La sangre tira, lamgen” y esbozó media sonrisa.

Ese día entendí que, así como el no lugar de champurria (mestizo) me acompaña, también me conduce una fuerza, una pulsión que reconozco en mi madre, en mis hermanas, en tías que dejé de ver. Quizás la fuerza de las ancestras que nunca conocí. La fuerza en ese amor que sentí por mi abuelo y que sigo sintiendo cuando imagino sus dedos zurcir, ahora mismo, mientras escribo este libro.