Ensayo

La memoria infinita


El cuidado contra el olvido

El nuevo documental de Maite Alberdi es un fenómeno de taquilla en Chile, superando a Barbie y Oppenheimer. Salas llenas, como pocas veces se ha visto con películas nacionales, con multitudes emocionándose en comunión con la historia de Paulina Urrutia y el Alzheimer de su marido, Augusto Góngora. También es una reflexión sobre cómo olvidamos en Chile. El arte, la historia y cómo mantener la memoria personal y de un país.

Los documentales de Maite Alberdi curiosamente parecen tener un patrón en común, una idea fuerza general que recién comprendí del todo viendo su última y mejor película “La memoria infinita”: el registro vívido y emotivo del cuidado. De esta vez, prodigado por la actriz Paulina Urrutia a su esposo, el periodista Augusto Góngora, desvaneciéndose ante ella a medida que corre el metraje y mientras avanza el Alzheimer sobre su memoria e identidad. 

Augusto Góngora fue clave para cuidar, por lo menos en la TV post-dictadura, la transmisión del lado menos materialista de una sociedad que se iba transformando rápidamente en un (mal) ejemplo de consumismo abrutado y del capitalismo salvaje que los Chicago Boys impusieron en Chile. Como periodista y conductor de varios espacios culturales insignes de la televisión nacional tras el retorno a la democracia, como “Cine-Video” y “Hora 25”, su voz y rostro serenos pusieron en primer plano a la cultura, a las artes, a los libros, al cine y a sus creadores tras el apagón cultural de Pinochet que, tristemente, ha regresado para regir con más negrura que nunca sobre nuestras cabezas en estos días extraños. 

Es verdad que “La memoria infinita” es una historia de amor, es una historia de un hombre y una mujer, pero sobre todo es el relato de un cariño y un afecto incondicional por quien enferma.

La idea de cuidar al otro, de esta manera, es crucial en este filme que nos representará en los Premios Goya y que ganó el Premio del Gran Jurado en el pasado Festival de Sundance.  La entrega completa de Paulina Urrutia, ex ministra de Cultura de Michelle Bachelet, a la hora de bañar, alimentar, contener y estar pendiente a todo evento de Augusto Góngora en su lenta derrota frente a la enfermedad resulta en secuencias sobrecogedoras, unas muestras de resiliencia absoluta y ejemplos de empatía difíciles de hallar en nuestro actual modelo de sobrevivencia social. 

Luego de ver este este documental a sala llena en un complejo santiaguino, recordé el viral de la era Covid con la pregunta que le hizo un estudiante a la famosa antropóloga Margaret Mead: ¿Cuál sería el primer indicio de Civilización Humana? Mead respondió que un fémur fracturado y luego sanado. ¿La razón?  “Si te rompes una pierna en el reino animal de seguro mueres porque no puedes escapar del peligro, ir al río a beber, ni buscar alimento y te transformas en una presa fácil. Ningún animal sobrevive a una pierna rota el tiempo suficiente para que el hueso sane. Por eso, un fémur roto, que se ha curado, es la prueba de que alguien se ha tomado el tiempo para quedarse con la persona accidentada, le ha vendado la herida, la ha llevado a un lugar seguro y la ha ayudado a recuperarse. Ayudar y cuidar a alguien cuando tiene dificultades es el momento en que comienza la civilización”.

Se trata de un tópico, poner en el radar a nuestros semejantes que merecen nuestro cuidado, que también ha estado desde la primera película de Maite Alberdi: la divertida “El Salvavidas”, de 2011, una comedia documental sobre un joven que no sabe nadar pero asume el rol de salvavidas en una playa del litoral central. 

Es verdad que “La memoria infinita” es una historia de amor, es una historia de un hombre y una mujer, pero sobre todo es el relato de un cariño y un afecto incondicional por quien enferma.

Es un salvavidas excéntrico, deslenguado, extraño para el uso de la normalidad chilena y arrimado al estricto valor de las normas, y cuyo comportamiento casi marcial, sin grises en su lógica, choca a cada momento con el relajo y la libertad y hasta descaro de los bañistas chilenos apostados sobre la candente arena veraniega. “El Salvavidas” es una gran comedia, con el formato de documental como medio de expresión, sobre un cuidador cuyos objetos de cuidado, los bañistas chilenos, quienes no quieren ni por asomo ni ser cuidados ni ser protegidos ni ser salvados por semejante personaje que impone cuestionables órdenes a cada paso.  

En su ópera prima, de esta manera, Alberdi juega a alterar el orden de lo que se supone es cuidar del otro, velar por la seguridad del otro. Este estupendo malentendido que es “El Salvavidas”, se “guioniza” (y está entre comillas porque se instala en la invisible frontera entre la ficción y el documental) con inmejorable caligrafía audiovisual una historia imposible, única y absurdamente muy, muy chilena. 

La idea de alguien a quien cuidar se mantiene en “La once”, de 2014, bitácora luminosa de cómo la muerte va venciendo, una tras otra, a las integrantes de mayor edad de un grupo de amigas ya mayores que se juntan a tomar té cada cierto tiempo. Las protagonistas son mujeres dignas, lúcidas, que luchan contra el paso del tiempo y van cuidando la salud lo mejor que se puede. Es la constante del cine de Alberdi: trabajar con integrantes de la población más marginada. Pero no por eso en sus películas hay algún subsidio moral. 

Eso lo tiene claro la cineasta y por eso tanto “La once" como su siguiente trabajo, “Los niños”, de 2016, sobre los adultos con síndrome de Down, el humor juega un papel vital para guiar el relato y lo que presenciamos en pantalla:  el estudio de microcosmos donde funciona un circuito, a veces explícitamente visible y otras no, donde mandan las relaciones de cuidado. 

A veces el foco está en las personas cuidadas, como “Los niños” o a veces en el cuidador como “El salvavidas” y a veces es el de un testigo, como pasa en “El agente topo”, más que un documental, un ingenioso Mockumentary acerca de una persona mayor -Sergio Chamy-, contratado por un detective privado, Rómulo Aitken, para infiltrarse en un asilo donde cuidan a personas mayores. 

Y a veces el foco es 50/50, como pasa en “La memoria infinita”, una película que se construye desde Paulina y Augusto, desde el cuidador y desde la persona cuidada. Mitad y mitad para finalmente convertirse en un mundo completo e infinito. 

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Augusto Góngora y sus recuerdos son también un poderoso insumo para el subtexto que plantea “La memoria infinita”: el cuidado de la memoria. Y no solo desde el punto de vista literalmente médico e individual, sino que también desde el alcance social y, en el caso de nuestro amnésico país, desde el estado actual de nuestra mermada conciencia nacional y moral. 

Además de ser una figura clave en la recuperación de la cultura en la televisión pública en los primeros años de la vuelta a la democracia, Augusto Góngora tuvo un previo y activo rol en los feroces años de la dictadura de Pinochet como presentador y gestor del noticiero alternativo “Teleanálisis”, un proyecto audiovisual nacido bajo el alero de la revista de oposición al régimen “Análisis”. Se trató de un telediario que se distribuía vía cintas de VHS de manera clandestina en distintas instancias, como organizaciones que luchaban por los derechos humanos y también en algunas iglesias y capillas del país. “Teleanálisis” tuvo más de 200 reportajes repartidos en cerca de cuarenta capítulos. 

En los años 80 uno podía ser testigo de algunas atrocidades de la dictadura que los medios oficiales ocultaban gracias a reuniones secretas de capilla, por ejemplo, donde se reproducían estos episodios declarados ilegales por el régimen. Encerrados con discreción en alejadas salas de la iglesia, uno se juntaba alrededor de una pantalla de televisión y un equipo reproductor de VHS mientras aparecía la cara de un Augusto Góngora versión joven, de bigote oscuro, mirando a cámara y relatando brutales represiones, entrevistando a madres cuyos hijos fueron asesinados en la protesta o mostrando el otro Chile: el que se organizaba en las poblaciones contra las medidas del autoritarismo. 

Precisamente uno de los momentos más espléndidos de “La memoria infinita” es cuando un Augusto Góngora maduro y aún sin los síntomas del Alzheimer, recuerda en un video de archivo uno de los dolores más grandes de su vida: el brutal asesinato de José Manuel Parada, una de las víctimas del caso Degollados durante la dictadura y amigo cercano de Góngora. Vemos en otras imágenes de archivo su emotiva despedida frente al féretro de su amigo muerto y detrás de Góngora, se divisa un joven Ricardo Lagos entonando, como todos los congregados,  la canción nacional en señal de respeto. 

A renglón audiovisual seguido, podemos ver a un Augusto ya con Alzheimer, cayendo en el vértigo de su propio olvido producto de la enfermedad, pero que pese a todo, pese a la involuntaria amnesia que le afecta y cambia su manera de ser, salta emocionado de su sillón cuando Paulina le pregunta por José Manuel Parada. Y ese doloroso recuerdo se mantiene intacto: Augusto llora, se lamenta y se trata de una marca indeleble tatuada con la tinta del pavor. Una escena que para los pelos porque el eco de la tragedia, de la primera vez que supo la noticia sobre su amigo asesinado, se sigue perpetuando de la misma manera incluso en su peor condición médica. 

La maldita ironía de la vida que sitúa a un acérrimo defensor de la memoria colectiva como Góngora, olvidando su propio paso por la vida antes de morir, que es como morirse en vida, es también el corazón de esta pieza documental. Cuando Paulina Urrutia le lee a un olvidadizo Augusto la dedicatoria que él le hizo al inicio de su relación en el libro de su co autoría, “Chile: La Memoria Prohibida”, las frases que se leen y escuchan parecen ser la profecía autocumplida de lo que vendría: 

Precisamente uno de los momentos más espléndidos de “La memoria infinita” es cuando un Augusto Góngora maduro y aún sin los síntomas del Alzheimer, recuerda en un video de archivo uno de los dolores más grandes de su vida: el brutal asesinato de José Manuel Parada, una de las víctimas del caso Degollados

“Paulina, hacer este libro tomó seis años de mi vida” –le escribe un joven Augusto a su joven enamorada Paulina en las primeras páginas de este libro publicado en 1989 sobre las violaciones a los derechos humanos en dictadura– “Aquí hay dolor, está denunciado el espanto, pero también hay mucha nobleza. La memoria sigue prohibida, pero este libro es porfiado. Los que tienen memoria, tienen coraje y son sembradores. Y tú (Paulina) que sabes de la memoria, tienes coraje y eres sembradora”. 

Al igual que Joel Barish (Jim Carrey) en “Eterno resplandor de una mente sin recuerdos”, de Michel Gondry y con el guion del iluminado y nunca bien ponderado Charlie Kaufman, “La memoria infinita” lucha contra el olvido y su estrategia es subrayar la emoción, seguir el norte del sentimiento, sin caer nunca en el descampado de cebollas lacrimógenas ni la manipulación fácil. Todo lo contrario. Esta batalla contra el olvido se ejerce desde una dignidad y una elegancia a toda prueba. 

Sin duda, “La memoria infinita” es -hasta ahora- la pieza maestra de Maite Alberdi porque trabaja justamente con las herramientas que proclama contra el olvido para no ser ella misma una película olvidable. Las emociones en estado puro son la punta de lanza de una desconstrucción de nuestros prejuicios y del imperio de la racionalidad hacia la esencia misma de la condición humana.

Un bello trabajo que resulta el mejor cuidado contra el olvido.