Ensayo

La trocha


Chile, el paraíso que no fue

Un límite ficticio divide a los países. Miles de personas lo transitan, corren peligros y buscan un futuro mejor. El periodista Rodrigo Ramos Bañados lo sabe bien. A través de su propia experiencia, observaciones personales y entrevistas, reconstruye aquí las vivencias migrantes. El frío extremo. El hambre. Y la esperanza de quienes recorren miles de kilómetros para llegar a Chile. Fragmento de Trocha.

Texto publicado el 27 de diciembre de 2022

Un río de zapatos en el altiplano. No es una metáfora ni la imagen de una poesía en proceso. Es una foto; una simple foto que se difundió por redes sociales hace unos meses. Una foto entre la frontera entre Colchane y Pisiga, por donde cada día pasan cientos de personas buscando el paraíso chileno que no fue. 

Son zapatos de distintos colores en una zanja, dispuestos uno tras otros, ordenados como un siembra de tubérculos. La hilera de zapatos de diferentes tamaños y colores parece un riachuelo. Son zapatos de venezolanos migrantes que se quedaron ahí, estancados, condenados, en la frontera. Hay zapatillas, sandalias y calzados de cueros floridos del Caribe. 

En algún momento pensé en la instalación de algún artista visual. Algún artista visual venezolanx que al interior del enjuto Chile debe limpiar autos seguramente para sobrevivir. Quizás esta persona los habría ordenado de esa manera. Arte, definitivamente, en medio de la trocha sepia del altiplano de llaretas y bofedales. 

La historia de una pequeña ciudad de carpas y nylon la imaginó un chico migrante de una escuela de Iquique. Es un chico venezolano de no más de quince años, quien se siente incómodo en la ciudad, según me contó. “Podríamos haber inventado un país allá arriba, en espacio donde nadie vive porque cuesta respirar. Podríamos haber sido como colonos en el planeta Marte. Podríamos haber sido una tribu como las de la película Mad Max y haber controlado nuestro territorio con los autos chutos que van de Chile a Bolivia. Una nueva nación del altiplano con migrantes del Caribe”. 

La única vez que estuve ahí, entre Pisiga y Colchane, fue en la primavera de 1995. Iba en una delegación de estudiantes de periodismo a un congreso de comunicaciones que se realizaría en la ciudad de Santa Cruz de la Sierra. La bajada en la frontera fue de casi una hora. El sol, en medio de un cielo despejado de un azul intenso, parecía decorado. Frío. Hielo. Tiritones. Ni el encendedor funcionaba. El trato de Carabineros hacia nosotros, un grupo de estudiantes que bordeaban los 23 años, fue amable. No eran Carabineros normales de aquellos que uno ve en las calles. Cada carabinero medía al menos un metro 80, de tez clara y una cordialidad hacia nosotros que no había conocido en mi ciudad. Luego entendí su mensaje. Arriba, en el altiplano, éramos todos uno bajo la congelada bandera chilena  de la frontera. Había que marcar el territorio. 

Fue la primera vez que me planteé lo que significaba una frontera y no era algo amigable. 

Había dos bolivianas con polleras y faldas sentadas afuera del retén. Estos pacos extraterrestres les habían urgueteado las bolsas gigantes cargadas chululos, con la excusa de la búsqueda de droga. Su trató hacia ellas no era cordial. Con paciencia recogían cada chululo que había caído al suelo y lo regresaban a la bolsa. Hablaban en su idioma, aymara, como cantando. Les pregunté de qué hablaban. Se dijeron algo y ríeron. Siguieron recogiendo los pululos. Las ayudé con los chululos. Una me hizo un gesto para que no la ayudara. Luego una se levantó a recibir un documento. Me fijé que usaban sandalias. Sus pies eran más gruesos de los normal, casi deformes por la piel encallecida. Yo usaba doble calcetín. Los pies de estas mujeres se habían adaptado de manera natural al frío de altura. Le consulté en mi idioma si no tenían frío por andar con sandalias. Nuevamente se miraron; se dijeron algo en aymara, y rieron. Un compañero de curso las fotografió sin autorización. Una se molestó y lo insultó en español. Por lo menos mi compañero entendió, y para siempre, lo que era souvenizar a las personas.

En algún momento pensé en la instalación de algún artista visual. Algún artista visual venezolanx que al interior del enjuto Chile debe limpiar autos seguramente para sobrevivir. Quizás esta persona los habría ordenado de esa manera. Arte, definitivamente, en medio de la trocha sepia del altiplano de llaretas y bofedales.

Comprendí que para las bolivianas yo con mi metro 75, y mi tez morena, también era un paco chileno censor. 

Regresé a la imagen de los zapatos desgastados. 

Ya no eran los Carabineros de los 90 de Colchane con sus extensas tardes revisando uno a uno los pululos, si no que militares cavando una zanja en la frontera. Colchane en seis meses había crecido como nadie proyectó. La llave de la migración estaba abierta. Personas caminando a 3.700 metros sobre el nivel del mar, a menos 7 grados, en una travesía casi imposible por pasos no habilitados. La hipotermia a la vuelta de la esquina. El tramo Pisiga y Colchane ha cobrado la vida de 20 personas en los últimos dos años.  

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Jennifer Mercado, 22 años, era estudiante de administración antes de emigrar de Venezuela. Ella espera junto a su bebé en brazos en una esquina del centro de Antofagasta. Espera que le den dinero. Espera continuar su vida. Espera una puta moneda para poder moverse. Espera juntar esas monedas para poder optar a abrigarse. 

Su imagen no impacta tanto como en los primeros días, cuando nos sorprendíamos con los niños pasando el día en las calles, sin ir a la escuela ni nada. Pero, también, con el tiempo, nos habían dejado de sorprender los niños gitanos con los mocos colgando, a veces a pie pelado, con el pelo tieso, corriendo por los costados de la Plaza Colón. Eran niños invisbles, de color sepia, en blanco y negro, como el bebé de Jennifer Mercado. 

Jennifer salió hace siete meses desde Caracas para embarcarse en un viaje que primero la llevó a Lima, Perú. En esa capital juntó algo de dinero, y siguió, con cuatro meses de embarazo, junto a su familia hasta Tacna, con la idea de cruzar hacia Chile por la costa. Si hay algo que tiene tradición en Tacna, la fronteriza Tacna, es el coyotaje: taxistas que llegan a la frontera a dejar migrantes. 

Un coyote peruano dejó al grupo de siete personas, a las cuatro de la madrugada en un sector costero, en las cercanías del control fronterizo del vecino país. Vayan, caminen, les gritó el coyote y se esfumó en las dunas, con los dólares de alguien que no tenían mucha idea de cuánto valía aquí o allá. Caminaron. Llevaban unas botellas de agua y galletas. Nadie les advirtió que se trataba de un camino peligroso por la existencia de minas enterradas. Caminaron. Quizás lo de las minas sea pura imaginación. Después de siete horas de caminata por las dunas, sin saber que pisaban huevos, divisaron el aeropuerto de Chacalluta, en Arica, la primera ciudad de Chile de norte a sur, con sus aviones que suben y bajan como balancín. Luego, por otras personas que viven por el sector, se enteraron que habían pasado por un campo minado.  No les importó. Lo que se deja atrás no interesa. El reseteo es a cada paso hacia adelante, como el título de la película de Van Damme, Retroceder Nunca Rendirse Jamás.

Decidimos venirnos a Antofagasta, para poder quedarnos un tiempo. Yo estoy con mi bebé, que nació en Chile. Ya es más difícil moverme con mi hijo. Quiero trabajar

José Gutiérrez, de 20 años, de Maracaibo, está con su pareja de 18 años, y un bebé de meses en sus brazos en la esquina de Matta, con Orella. Él cambia golosinas por dinero. Al día, cuenta, deben reunir alrededor de 10 mil pesos, para tener un techo dónde dormir. Conseguir comida es más fácil, dice con una sonrisa, este ex vendedor de frutas en Venezuela. La mayoría de las veces la comida llega por la compasión de quienes lo ven. José es moreno, delgado como una lagartija, no traspasa el metro 70 de estatura y tiene todas las ganas de comenzar una nueva vida en Chile. Reconoce, ante la mirada esquiva de su pareja, que llegar a Antofagasta es un avance porque se nota que hay posibilidades, es un pueblo grande. Antes, estuvieron en Iquique, donde permanecieron varios días encerrados en una residencia sanitaria. José Gutiérrez y su pareja, embarazada de ocho meses, pasaron a Chile, por un paso no habilitado, en Bolivia. La caminata fue de alrededor de seis horas, de madrugada,

Fue un camino largo, frío, y donde la altura no te deja respirar, hasta que alcanzamos un refugio en Colchane. Allí, Carabineros nos tomó los datos. Un bus nos llevó al refugio de Iquique. El embarazo de mi pareja nos dio más posibilidades, además que queríamos tener a nuestro hijo acá. Muchas mujeres se embarazan antes de llegar a Chile, para tener al hijo en Chile. Cruzan embarazada la trocha. Queremos que nuestros hijos crezcan en este país que es el mejor al que se puede optar.  

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Maduro coño e-tu madre/A llorar pal valle/Chamo. Todas son palabras, frases o modismos venecos escritos en la pizarra del “Venezuela Libre”. Así se llama el restorán de Jorge Luis Lamus, en la calle Prat de Antofagasta. Su emprendimiento entrega veinte fuentes de trabajo a otros migrantes, todos con familias e hijos. Jorge Luis es venezolano, de Maracaibo, estudió contabilidad y arribó a Chile y a Antofagasta en 2016. Primero trabajó en la importadora de un empresario chino como reponedor; luego, en un restorán, donde aprendió el oficio de la administración. Recuerda jornadas laborales en promedio de 14 horas y hasta 16 horas al día, por el sacrificio para juntar dinero. Lamus juntó sus ahorros y creó el “Venezuela Libre” –nombre arriesgado según le dijeron, porque le podría llegar un piedrazo– que expende con éxito comida venezolana y “perros calientes.” Reconoce que le ha ido bien y puede vivir tranquilo, a pesar de los momentos complejos como el estallido social y la pandemia. 

Mis compatriotas salen por la necesidad de escapar de una situación difícil donde hay escasez, no hay comida ni transporte. Reparar un artefacto allá es imposible. Así, más de un padre o una madre deciden salir del país a toda costa. Arriban enfermos por todo lo que pasa en el camino. Es entendible desde lo humanitario, porque salen de un hueco sin luz

Dolor y tristeza. Con esas dos palabras Gian Carlo Luti, quien es presidente de la Asociación Gremial de Food Truck de Antofagasta, a través de su carrito de arepas en el parque Croacia, define su sentimiento al ver a niños y ancianos dentro de esta ola de migrantes.

Vayan, caminen, les gritó el coyote y se esfumó en las dunas, con los dólares de alguien que no tenían mucha idea de cuánto valía aquí o allá.

A cualquier lugar donde se llega, uno debe entrar por la puerta del frente, y salir por ésta. Y no entrar por la de atrás, como en este caso. Este tema duele porque son hermanos y coterráneos, pero los culpables están en Venezuela. Nadie se va de su país, si éste está bien. Nadie camina miles de kilómetros para cruzar un río, un desierto, y pasar miles de penurias para entrar a un país de manera ilegal. Tu país entonces está mal, para que suceden esas cosas.

Lo que más agradezco de acá es la libertad de expresión. De que no me vayan a perseguir por decir estas palabras

Da mucha compasión el ver lo que deben atravesar las familias venezolanas y en las condiciones que llegan. Al verlos, y entenderlos, hay que imaginar la magnitud del desastre en Venezuela, donde prefieren pasar todo esto, antes que quedarse en el país. Y eso me llama a la reflexión, cuando se viene a juzgar y satanizar a las personas desde un entorno, como el que se tiene acá. Pongámonos en los zapatos de estas personas y comprendamos lo extremo de su decisión. 

Y eso empuja a la gente a salir, y no porque quiera conocer el mundo, sino por necesidad, porque es un tema de vida o muerte. 

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Una chica de no más de 18 años, delgada, enfoca a un perro con su celular. El perro nunca sabrá que está apareciendo en un teléfono móvil de Venezuela. La chica, desde un costado del Terminal de Buses de Antofagasta, le dice al receptor que hasta los perros en Chile están bien alimentados. Luego se ríe, y apura el paso. Ella se pierde entre un grupo de personas, maletas, mochilas y bultos inclasificables. La mayoría de los migrantes está sentada en el suelo. El lenguaje de las parkas acolchadas, bufandas y abrigo dan cuenta de la lucha contra el frío. Está nublado. Ellos esperan. El cansancio se lee en algunas miradas. Los jóvenes y los niños son los más entusiastas. Unos niños patean una pelota. 

Algunos usuarios del terminal se detienen, contemplan la postal y sacan fotografías. Otros, en cambio, ni se inmutan del drama que respira a unos metros. Los migrantes agradecen gestos como recibir algo de comida. A muchos les incomoda que los compadezcan. No están acostumbrados. Puede decirse que antes de la debacle de Venezuela, ellos perfectamente sostenían una vida similar a la clase media chilena. 

Soy Ariana del Valle, y tengo 19 años. En Caracas, Venezuela, estudiaba segundo año en medicina y trabajaba medio tiempo. A estas alturas, ni siquiera habían empezado las clases. Tuve que dejarlo todo. Allá con cualquier trabajo que tengas, la situación es difícil. A veces se trabaja de lunes a lunes, y el dinero es poco. No alcanza. En mi caso, nunca me faltó el alimento, pero hay personas que la ven muy duro. Una vez que regularice mi situación, quiero estudiar medicina en Chile. Sé que tengo que someterme a una evaluación o algo parecido aquí. Si hubiera terminado medicina allá, seguro que habría tenido un sueldo bajo, para lo mínimo. Aquí es distinto, me dicen. 

Me vine sola. Mi mamá se quedó allá. Tengo familia en Chile.  Ellos llevan  cuatro años radicados en Santiago. Les ha ido bien; si que te vaya bien consiste en tener un trabajo para salir adelante. Salí de Caracas hace 13 días. De Caracas pasé a Cúcuta (Colombia), Cuenca (Ecuador), Lima (Perú) y Bolivia. De Caracas a Lima fue un viaje fácil, pero cruzar de Perú a Bolivia es más complicado y peligroso, especialmente en Desaguadero. No me han acosado, porque he venido acompañada por compatriotas que he conocido en el camino. Ha sido muy chévere compartir con ellos esta experiencia. Nos acompañamos. Nos protegemos. 

La parte más complicada es caminar con frío por el altiplano, entre Bolivia y Chile. Nosotros no estamos acostumbrados al frío. Aquí es extremadamente fuerte. Puedo decir que la experiencia fue entre bien y mal; bien, porque fue rápido y mal por la desesperación de los niños que lloraban de frío al cruzar la frontera. Ves personas que se desmayan por la altura. Pasas hambre. Yo pasé con un grupo grande de personas, que iban con bebés, niños, y con el miedo constante de la incertidumbre. 

Me llamo Jesús Sangroni, tengo 52 años, y en Venezuela trabajé parte de mi vida como mecánico de planta, lo que me permitió llevar una vida de clase media. Dejé mis hijos allá, y vine a juntarme con mi esposa que trabaja en el sur de Chile. Migramos por la situación económica. Allá hay mucha pobreza, mucha hambre. Ahora con el nuevo cambio monetario que empieza a regir este mes, será peor. Con un sueldo tu compras un paquete de harina para el pan. Así de simple. Los profesores, por ejemplo, ganan cuatro dólares. Las personas están sobreviviendo porque le están enviando remesas de otros países. Con el sueldo no alcanza para nada. 

La gasolina, por ejemplo, es muy económica. Con una moneda uno llena el estanque del auto. Todavía es económica, pero desapareció, ya no hay. 

La supuesta revolución de Chávez inició el hundimiento del país. Maduro acabó con el país. No hay gasolina. No hay bombona de gas. No hay nada. Ni un refresco te puedes beber. Hay una necesidad tremenda. Por eso la gente huye, sin importar lo que deja atrás. 

Quienes están bien en Venezuela son los militares y los que trabajan para el gobierno. Ellos tienen todos los beneficios, después de expropiar a todo el país. Ellos mismos, y sus familias, compran las casas de quienes nos vamos. Un departamento de tres habitaciones, por ejemplo, se puede conseguir en cuatro mil dólares (alrededor de tres millones de pesos en Chile). Las personas venden todo rápido, para irse. 

Nosotros llevamos 14 días viajando. Hemos dormido en la calle; a veces, no hemos desayunado ni almorzado. Y bueno, es un sacrificio necesario para un mejor futuro. Partimos en Maracaibo, después seguimos por Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y hasta aquí. Lo peor es Perú porque nos tienen rabia. Aquí, en cambio, los policías y las personas son más amables.  La frontera la pasamos caminando por el desierto. Caminamos dos horas entre Pisiga y Colchane. Fue duro, por el frío. Otras personas realizan una ruta de seis horas a pie entre Tacna a Arica, que es más difícil por las minas enterradas. 

Soy Eugenia Rodríguez, tengo 47 años, y al momento de irme no estaba trabajando. Soy licenciada en administración y educadora. En mi país, si no estás con el Estado, entonces no tienes oportunidades de trabajo ni nada. Ser honesta me pasó la cuenta en Venezuela. La situación en Venezuela es muy difícil.  Si bien ahorita no hay escasez de alimento, el problema es el acceso a éste a través de la moneda. Hay devaluación constante de la moneda, y una inflación que pasó todos los límites. Y esto repercutió en el ciudadano común al no poder acceder a alimentos esenciales para el ser humano. Yo podía alimentarme una sola vez al día, y así debe ser para el 80% de los venezolanos. 

Soy venezolana, pero vengo de Lima. Salí de mi país por la situación económica y social. Es una situación crítica. Para llegar acá, pasamos por pasos irregulares. Gracias a Dios, no nos pasó nada, pero es peligroso el viaje. Hay gente que en el medio anda en la búsqueda de dinero, de ambición, y por consiguiente se torna complicado. Hay que andar atentos. Ya aquí, en Antofagasta, una está más tranquila.