Ensayo

Jappening con ja


Canitrot era de la CNI

Tras la muerte de Eduardo Ravani se hace imposible no recordar Jappening con ja. Mucho más que un clásico de la televisión de los años 1970, el programa fue también marcado por chistes de matones y sátiras sobre la pobreza y los trabajadores. Un universo lleno de modales autoritarios donde Canitrot parecía ser el único vivo en un lugar de muertos. Parecía venir de algún lugar de la noche. Fragmento del libro Deslizamientos (Ediciones UDP), publicado en 2016.

Fernando Alarcón pudo haber sido nuestro Bill Murray, de haberse logrado sacar de encima a sus dos personajes principales y a todos sus mediocres compañeros, gente como Ravani, Pedreros y Gladys Del Río. Así de bueno era. Criado en nuestra pobrísima versión de “Saturday Night Live” –aquel “Jappening con Ja” que alegraba las noches tristes de la época militar–, Alarcón pudo trascender sus propias caricaturas hipertrofiadas (Pepito tv y Canitrot) para convertirlas, casi sin esfuerzo, en íconos culturales. Porque si Pepito tv era la exageración –leve en todo caso, sin ser nunca peligrosa– de las muecas de Don Francisco, Canitrot era otra cosa, más real o cercana. Aquel oficinista desgarbado de eterna resaca –y dueño de una retórica superior– representaba en principio el contrabando nostálgico de un lugar imposible en la dictadura: una bohemia que se estiraba hasta la mañana siguiente en un circuito de discos, boîtes, fuentes de soda, restoranes para trasnochados o marisquerías para componer la caña. Canitrot parecía venir de ahí, de algún lugar en la noche. Alarcón interpretaba la resaca con cierta alegría indisimulada. En el universo de Ravani, lleno de modales autoritarios, Canitrot era un subversivo, la invasión de una zona de placer no permitida en el espacio gris de la oficina. Patético espacio kafkiano, La Oficina podía ser perfectamente una repartición estatal en baja, uno de esos lugares de los cuales el mismo Estado se desharía sin culpa en la mitad de los 80 en medio de la fiebre neoliberal. Y Canitrot estaba ahí, haciendo como que trabajaba. Era el único vivo en un lugar de muertos. Especie de antihéroe a la deriva, su comedia –a pesar de los otros– siempre pareció desencajada del humor servil de Jorge Pedreros y Eduardo Ravani. Al lado de Espina y Zañartu, Fernando Alarcón brillaba con torcida luz propia.

Canitrot parecía venir de ahí, de algún lugar en la noche. Alarcón interpretaba la resaca con cierta alegría indisimulada.

Pero ¿dónde pasaba la noche Canitrot? ¿Desde dónde venía? ¿Cuáles eran los boliches donde se perdía y esperaba el amanecer? ¿Quiénes eran sus compañeros de juerga? ¿Cuál era la ciudad nocturna que conocía como la palma de su mano? Imposible saberlo con certeza, pero hay que acotar que, en un país controlado con mano de hierro, era el único sujeto libre; provenía de las tinieblas de quizás qué lugar, que podía ser la Unión Chica o San Camilo o Bellavista o San Diego o un topless en Bandera o una parrillada en la carretera o un prostíbulo secreto en algún departamento en los altos del Portal Fernández Concha. La nítida imagen que componía Alarcón de él era la del sobreviviente feliz de los excesos de la farra: ojeras, cuello de la camisa abierto, pelo revuelto, sonrisa eterna de diletante. 

Hay dos formas de leer lo anterior. En la primera y más obvia –en la que queremos creer, al fin y al cabo– Canitrot era un héroe: al salir y entrar del más allá de La Oficina –ese lado de afuera en la noche que jamás veía el espectador–, terminaba representando aquellos pequeños espacios públicos donde la sociabilidad de la República no se había roto, donde los vasos comunicantes entre la ciudadanía todavía vinculaban a las personas. Insomne, Canitrot parecía encarnar una utopía libertaria hecha a la medida de una ciudad intervenida. Carente de cualquier ideología, los márgenes donde se desplazaba el personaje eran inciertos pero atractivos para el espectador. En cierto modo, en el Jappening, Canitrot era el único que se reía, el único que no estaba triste. La bohemia, era a ratos una opción política, una manera de recordar y vivir la vida nocturna que el golpe del 73 deshizo. 

Pero ¿dónde pasaba la noche Canitrot? ¿Desde dónde venía? ¿Cuáles eran los boliches donde se perdía y esperaba el amanecer? ¿Quiénes eran sus compañeros de juerga? ¿Cuál era la ciudad nocturna que conocía como la palma de su mano?

En la segunda, Canitrot era un villano: un amigo de la represión de la época, con chipe libre para trasnochar en medio del toque de queda y del estado de emergencia. Era un amigo de los dinos, de los agentes de seguridad del régimen, de los soplones. Un protegido de los sicarios del Estado que hacía de comparsa simpática de hombres armados hasta los dientes, todos enamorados de vedettes ansiosas por entrar a la tele. Canitrot no acompañaba a los agentes en sus misiones, pero tal vez estaba con ellos en sus momentos de esparcimiento y los escuchaba hablar sobre las mesas de algún night club llenas de cocaína y vodka. Canitrot sonreía y se hacía el que no entendía mientras sonaba la salsa o el mambo o algún éxito disco a todo volumen en aquellos sótanos llenos de humo y espejos. Le convenía. Tenía manga ancha. Poseía una libertad que otros añoraban. Canitrot callaba mientras los agentes escanciaban una botella de pisco de 40 grados bajo los pies de una bailarina desesperada por conseguir una propina que la sacara de la miseria de la recesión. Canitrot escuchaba conversaciones sobre detenciones, torturas, seguimientos, reuniones y tiroteos y se ría del humor de sus amigos, les daba algún dato de putas, los aconsejaba en sus líos sentimentales. Y cada mañana llegaba de nuevo al trabajo, con una resaca que soportaba apenas, listo para dormir en su cubículo y no hacer nada. Sus jefes no lo podían tocar, no lo podían echar. Tenía santos –o monstruos– en la corte, Zañartu sabía a lo que se arriesgaba si le tocaba un pelo. Lo amenazaba, eso sí, pero nunca alcanzaba a despedirlo del todo porque él y Espina no eran tontos, intuían que el poder que detentaban era menor, un chiste o una parodia de mal gusto, partícipes de una violencia que representaban como títeres descosidos. 

Y Canitrot seguía ahí, en su escritorio, en las pantallas chilenas. Fernando Alarcón lo interpretaba con tal habilidad que nos hacía olvidar aquella extraña libertad de su vida de party-animal en plena represión. Alarcón, con su carisma disfrazaba esa ubicuidad torcida que el personaje ejercía. Nos hacía simpatizar con él, creerle y quererle en cada una de sus chivas y chapuzas que eran puro teatro, la dramaturgia improvisada de una ciudad despoblada por la violencia y la pobreza. Aquella ciudad que Canitrot contemplaba a diario con los ojos abiertos desde arriba de un Chevrolet Opala o de un Nissan o Fiat, duro como una roca, hediendo a alcohol, al lado de un agente que manejaba con destino a la próxima parada mientras comenta la sangre vertida en cada una de sus cuitas diarias. Canitrot era ese copiloto que observaba silencioso –desde aquel paraje despoblado de cualquier vida ciudadana– aquellos avisos de neón apagados en un eriazo lleno de edificios muertos que no volverían a prenderse jamás. La ciudad como un cementerio habitado por animales; olvidado, cómo no, por cualquier clase de memoria.