A Pablo Smerling, por sus primeros dibujos, le pagaron con una empanada. Él no esperaba semejante compensación. Era apenas un adolescente y, de aburrido, en una noche de camping, se puso a dibujar el animal o personaje televisivo que le pidieran sus amigos. Para aquel entonces, ya todos sus familiares y conocidos lo consignaban como “el que tiene aptitud para el dibujo”. Gracias a esa aptitud, que con razón le endilgaban, sus padres lo anotaron en talleres y cursos de pintura, pero quien marcó su vocación, confiesa, fue el dibujante rosarino Esteban Tolj.
Cuando terminó el colegio, Pablo pasó por la carrera de Bellas Artes en la Universidad de Rosario pero no aguantó demasiado: en aquellas aulas la plástica perdía terreno frente a la instalación y la performance. Así que huyó del claustro y, quizá influenciado por la lectura de La última cena de Howard Fast, hizo un curso de carpintería y se convirtió en artesano. Entre sus seiscientas ilustraciones, las hubo en enormes murales que le valieron reconocimiento de sus colegas y un par de quemaduras de tercer grado de tanto pintar al sol. Pablo también se dedicó a la animación, al tiempo que descubría que el periodismo gráfico lo obligaba a aprender a “dibujar lo indibujable”.
Este rosarino nacido en 1982 también se dio el lujo de dibujar unos cuantos libros infantiles, un libro de crónicas policiales – como A pura sangre, de Ricardo Ragendorfer y páginas de revistas como Caras y Caretas. Para Anfibia pudo despuntar un vicio secreto: dibujar gatos, uno de sus motivos favoritos.