Un té y una magdalena. Un rulo rebelde, un bigote vanidoso.

Abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, el narrador se llevó los labios una cucharada de té en el que había mojado un pedacito de magdalena. Pero en el mismo instante en que el trago, con las migas del bollo, tocó su paladar, se estremeció: fijó la atención en algo extraordinario que ocurría en su interior. Un placer delicioso lo invadió, lo aisló, sin noción de lo que le causaba. Convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; mejor dicho, no es que esa esencia estuviera en él sino que era él mismo. Dejó de sentirse mediocre, contingente y mortal.

Y, lentos, los conceptos del filósofo francés Henri Bergson se tradujeron en letras, palabras sucesivas que más de cien años después seguirían envolviendo a los lectores, suspendiendo su incredulidad, aceptando la verosimilitud de la ficción, alejándolos de eso atroz que llamamos “lo real”.

¿De dónde podría venirle aquella alegría tan fuerte? Se daba cuenta de que iba unida al sabor del té y de la magdalena, pero lo excedía mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebió un segundo trago, que no le dijo más que el primero; luego un tercero, que ya le dijo un poco menos. Era hora de pararse, la virtud del brebaje aminoraba. Vio, ¿Proust o el narrador? que la verdad que buscaba no estaba allí, sino dentro de él. El brebaje la había despertado, pero no sabía cuál era y lo único que podía hacer era repetir indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese testimonio que no sabía interpretar y que quería volver a pedirle al instante y encontrar intacto a su disposición para llegar a una aclaración decisiva. Dejó la taza  y se volvió hacia sí. Él era el que tenía que dar con la verdad. ¿Pero cómo?